Raúl Oliván Cortés (*)
La Colaboradora, coworking 2p2 de Zaragoza
Hace unos días participé en el lanzamiento de la Red Europea de Hubs Creativos ECHN, los hubs son espacios de trabajo compartido y proyectos colaborativos, donde miles de jóvenes de todas las ciudades están buscando refugio al desempleo, y a la falta de valores, en el contexto de la incipiente cuarta revolución industrial. Este post es la segunda y última parte, puedes consultar la primera aquí.
En todos los hubs, con mayor o menor intensidad, lo más interesante es la comunidad que se genera dentro de ellos. Agotados y frustrados de la deriva individualista de esta posmodernidad que no termina, indignados o como poco decepcionados con el sueño roto del capitalismo sin matices, millones de jóvenes formulan nuevos modelos de vida y construyen nuevas éticas colectivas. Fueron sobre todo jóvenes los que ocuparon las plazas desde Madrid a Sao Paulo, o los que votaron mayoritariamente para que Reino Unido se quedara en la Unión Europea, son jóvenes los que están más sensibilizados con el drama de los refugiados, y son jóvenes los que están construyendo estas nuevas arquitecturas organizacionales que llamamos hubs. Comunidades más horizontales, más democráticas, basadas en redes de afectos.
No es casualidad, que uno de los principales reclamos de un hub creativo sea el ambiente de buen rollo que tiene su comunidad. Un hub es el escenario ideal para quien llega nuevo a la ciudad, donde poder hacer amigos e incluso donde poder ligar, porque un hub es una opción mucho más cálida para establecer una relación que el Tinder, esa aplicación online en la que vas filtrando posibles ligues, descartando sus fotos con el dedo, y que retrata tan bien la dictadura del aquí y el ahora. Pero más allá de la anécdota, la construcción de una comunidad cohesionada, que coopera y que establece afectos, que crea ecosistemas confortables como respuesta a la hostilidad del mundo exterior, me parece un fenómeno increíblemente interesante porque tiene una capacidad enorme de impacto social. Un hub es además todo lo contrario que el apartamento turístico de bajo coste. El hub atrae talento, lo ancla en la ciudad, produce valor a medio/largo plazo; el apartamento, cuando llega a niveles como Barcelona, tan solo atrae turismo de borrachera, con su inversión efímera que alimenta la ciudad de cartón piedra y menoscaba el encanto de su identidad, arruinando su capital simbólico.
De alguna manera, estas nuevas comunidades que se crean en torno estos espacios de trabajo compartido y proyectos colaborativos, representan para la generación perdida, lo que supuso para sus abuelos aquellas redes sociales de autoayuda vecinales, que se diluyeron en los barrios conforme aumentaba la escala de las ciudades. Y es imposible no pensar en la conexión de estas comunidades de emprendedores, que instalan sus hubs en las fábricas recuperadas, y aquellas comunidades gremiales del siglo XIX, cuya unidad y capacidad de cooperación supuso el principal sostén de buena parte de la clase trabajadora durante la primera revolución industrial. Un relato que tan bien han reflejado Las Indias en sendos ensayos genealógicos sobre La comunidad y sobre La abundancia.
Es una vuelta a la comunidad. Un resurgimiento de los principios comunitaristas, pero protagonizado en este caso, no por los que han sido sus tradicionales defensores, los movimientos sociales, sino por jóvenes emprendedores, también por makers, hackers... Esos jóvenes que el relato neoliberal ha usado como epítome de sus teorías, se rebelan ahora contra el pensamiento único, y reivindican un nuevo modelo de relaciones, que supera la competencia pura, para practicar la colaboración entre iguales, con la confianza como principal divisa.
Ejemplo radical de esto que narro, es el proyecto La Colaboradora que presentamos en el foro de la ECHN. La Colaboradora está integrado en ese ecosistema público de emprendimiento e innovación social que es Zaragoza Activa (cuya sede también es un espacio fabril recuperado, La Azucarera del Rabal) donde una comunidad de más de 200 personas comparte espacio de trabajo e intercambian servicios bajo la lógica de un banco del tiempo (los miembros de La Colaboradora prestan como mínimo 4 horas al mes). Personas, muchos de ellos emprendedores, la mayoría autónomos, que ponen su tiempo y su talento al servicio de la comunidad y del bien común; pues además de intercambiar servicios entre ellos, también realizan sesiones formativas abiertas a toda la ciudad, o retos sociales a favor de los refugiados o los desempleados.
La clave de este tipo de proyectos no es el hardware (la parte dura: el edificio, la fábrica), tampoco lo es el software (el contenido, el modelo de funcionamiento: público – privado, artesanía – digital...) Lo realmente clave es, como lo ha definido mi compañero José Ramón Insa, coordinador del ThinkZAC el laboratorio de Zaragoza Activa, el transware, es decir, la comunidad, los afectos, los conectomas.
El impacto social que puede producir todo esto a medio-largo plazo, considerando la dimensión global del fenómeno, sumando todos los modelos aunque tengan sensibilidades muy diversas, incluso admitiendo que hay mucha más impostura que vocación; en una generación entera que crece y se desarrolla en estos nuevos ecosistemas colaborativos, me resulta emocionante.
Aquella noche en la terraza de Nova Iskra en Belgrado, rodeada de aquella gente tan joven y con tantas utopías por delante, pensé que me gustaría volver unos años atrás en el tiempo, quizá para haber montado proyectos como La Colaboradora mucho antes. Y pensé también que me encantaría tener una de aquellas mochilas recicladas, aunque esté muy contento de todo lo que he ido metiendo en la mía.
(*) Raúl Oliván Cortés es director de Zaragoza Activa y mentor en Innovación Ciudadana (SEGIB)
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