José María Pérez Medina (*)
Tony Blair fue líder del partido Laborista entre los años 1997 y 2007
Con las peculiaridades propias de cada caso, la mayoría de los países de Europa Occidental se dotó tras la Segunda Guerra Mundial de un sistema pluripartidista ordenado en torno a las cinco grandes familias ideológicas: conservadora, liberal, demócrata-cristiana, socialista y comunista. Estas fuerzas políticas, además, representaban las posiciones ideológicas de las potencias vencedoras en el conflicto armado, lo que cimentó su aceptación y prestigio social.
Como quiera que los parlamentos nacionales apenas contaron con representantes de otros grupos políticos y que los partidos comunista fueron perdiendo eco elección tras elección, la paz trajo consigo un sistema político estable, que rápidamente se consolidó y que era muy raramente cuestionado en el interior de cada país.
Este sistema monopolizó la representación política durante un periodo de algo más de treinta años, sin más sobresaltos que la llegada al gobierno del SPD alemán en 1966, el triunfo del socialista Mitterrand en 1981 y la vía libre para el acceso de los partidos socialdemócratas al poder conforme los temores de la Guerra Fría se iban alejando y se incrementaban las exigencias de una población que pedía más bienestar y mejor reparto de la riqueza.
Todo ello llevó a la época dorada de la socialdemocracia europea, que podemos situar en los años setenta y en buena parte de los ochenta del siglo pasado.
A partir de 1983 aparecen novedades en la estabilidad del panorama, y ello como consecuencia del cambio social experimentado por la sociedad europea desde 1945. La sociedad de la postguerra empieza a quedar atrás y es en ese año en que los Verdes acceden al Bundestag alemán con un discreto 5,6% de los votos. Esta noticia sirvió de pistoletazo de salida para que en otros países se desplegaran nuevas fuerzas que cuestionaban el orden postbélico y que ofrecían soluciones alternativas, sobre todo atendiendo las demandas ecopacifistas que encontraron su espacio en el panorama de distensión y entendimiento con el bloque socialista.
La caída del bloque socialista a partir de 1990 no alteró sustancialmente el panorama. Es más, en cierto sentido reforzó el escenario de 1945: los antiguos partidos comunistas se reconvierten a la socialdemocracia y se reavivan las posturas más conservadoras que el este de Europa ya había conocido antes de la guerra.
Pero el nuevo escenario duró, una vez más, en torno a los treinta años. Y el punto de referencia para el cambio puede encontrarse en el año 2010, cuando la crisis económica hace tambalearse una seguridad que se creía eterna y se esfuma la idea del progreso constante de las condiciones de vida. La crisis impulsa simultáneamente a los partidos situados a la izquierda de la socialdemocracia y a los movimientos nacionalistas y xenófobos que ahora llamamos populistas.
En el nuevo escenario la socialdemocracia aparece como la gran perdedora. Los viejos partidos conservadores, liberales y demócrata cristianos de la postguerra se han reconvertido sin mayores dificultades en entusiastas defensores del liberalismo económico y parecen abandonar las políticas sociales que la democracia cristiana animó en los años cincuenta y sesenta. Pero esta adaptación no se produce en el espacio socialdemócrata. Los partidos socialdemócratas se encuentran inmersos en un indudable declive y observa retrocesos electorales constantes por toda Europa, enfrentados al cambio demográfico, al paso de la sociedad industrial a la de servicios y a las dificultades para gestionar los efectos de la globalización y de una inmigración masiva que atemoriza a sus votantes tradicionales, ahora más atentos a la seguridad que a la solidaridad. En suma, se encuentran ante un nuevo escenario social hasta ahora desconocido y que les cuesta comprender en su totalidad.
El resultado es la división de la izquierda, e incluso la atomización. La socialdemocracia no monopoliza ya el voto de la izquierda y su hegemonía es cuestionada cada vez con mayor insistencia y desde posiciones más exigentes.
Si el SPD alemán no bajó del 40% entre 1969 y 1980, desde 2005, cuando obtuvo el 34%, no ha vuelto a superar la barrera del 30%. En parecida situación está el SPD austriaco, que no ha vuelto a mejorar el 35% de votos obtenido en 2006. El PvDA, partido socialista holandés, no se acerca al 30% de votos desde 1998. La última vez que el Partido socialdemócrata sueco superó el 35% de votos fue en 2006. En Dinamarca el Partido socialdemócrata no supera el 30% desde 1998. Mejores resultados ha obtenido el Partido socialdemócrata noruego, con un 35% en 2009. El último triunfo de Tony Blair en el Reino Unido, en 2005, lo fue con un discreto 35% de los votos, ocho puntos menos que en su primer mandato de 1997.
El efecto de estos cambios es un debilitamiento de la socialdemocracia. En la actualidad sólo cuatro partidos socialdemócratas han superado el 30% de votos en las últimas elecciones nacionales: en Portugal (32,3), Suecia (31,0%), Noruega (30,8%) y Reino Unido (30,4%). Si nos ceñimos a los principales países europeos el resultado es aún más desalentador: el Partido Democrático italiano obtuvo el 25,4%, el Partido Socialista francés el 29,4% y el SPD alemán el 25,7%.
Pues bien, es en este contexto en el que hay que situar los últimos resultados electorales del PSOE y las expectativas de voto en un futuro inmediato. Como se puede comprobar, no se trata de una situación excepcional.
Como consecuencia de la fuerte tendencia al descenso electoral, hace ya once años que el Partido Laborista británico perdió el poder, lo que es destacable si tenemos en cuenta que desde entonces no ha habido gobiernos socialdemócratas en solitario en las democracias consolidadas de Europa occidental.
Y es que los resultados electorales de la socialdemocracia en prácticamente ningún país europeo son suficientes por sí solos para acceder al gobierno, sino que obligan a buscar acuerdos y pactos con otras fuerzas.
Esta necesidad ha encontrado dos tipos de respuesta: la alianza con fuerzas conservadoras, que ahora llamamos “gran coalición”, o el acercamiento a otras opciones de izquierda para recuperar en forma de apoyos parlamentarios los votos perdidos en las urnas. La primera opción ha sido la elegida por la socialdemocracia en Alemania, Austria, Países Bajos o incluso en Suecia, por no hablar de Bélgica, donde esa colaboración tiene una larga experiencia. Los resultados a largo plazo de esta estrategia están por verse, pero por el momento los electores no han agradecido el sacrificio de la colaboración socialdemócrata en aras de la anhelada gobernabilidad, algo que ya se vio en las elecciones europeas de 2014 y en lo que insisten las últimas encuestas de intención de voto procedentes de estos países.
Y hablando de expectativas de voto, resulta llamativo que si en Grecia las encuestas pronostican una fuerte caída de Syriza, este arrastre en su caída al Pasok, con lo que sus pérdidas electorales sólo son aprovechadas por el Partido Comunista o por el grupo ultranacionalista de Amanecer Dorado.
La otra opción, la búsqueda de mayorías de izquierda con fuerzas políticas con planteamientos ideológicos más cercanos, ha llevado al gobierno al Partido Socialista portugués, y ello con la ayuda del Bloco d´Esquerdas y del PCP. En Italia, Renzi gobierna gracias al apoyo parlamentario de un amplio abanico de grupos de centro-izquierda; y lo mismo puede decirse de la presidencia francesa del socialista Hollande, que ha contado hasta hace poco con el apoyo más o menos activo de ecologistas y demás grupos de izquierda. Ciertamente en estos dos últimos casos el sistema electoral empuja a la formación de dos grandes coaliciones, pero queda fuera de duda que las expectativas de continuidad de la presidencia socialista francesa o de la mayoría italiana de izquierdas serían impensables sin los votos verdes, comunistas o del Front de la Gauche en Francia, o de Sinistra, Ecologia e Libertà, l´Italia dei Valori o los grupos de centro izquierda en Italia. Un nuevo ejemplo lo conoceremos en pocas semanas: la única esperanza de que la presidencia austriaca no recaiga en un miembro del xenófobo FPO es un triunfo del candidato verde con el apoyo socialdemócrata. En España, esta es la opción que hemos vivido tras las elecciones autonómicas y municipales de 2015.
Constantemente se habla de la urgencia de rearmar ideológicamente a la socialdemocracia, pero estos buenos deseos pueden no ser realistas ni suficientes. Un vistazo a la realidad europea más cercana apunta a que la única vía realista para que la izquierda recupere o mantenga el poder es que sea capaz de sumar otras opciones electorales progresistas; pues, hoy por hoy, es impensable que uno de los partidos socialdemócratas citados en estas líneas alcance por sí sólo más de ese 37 o 40% de votos que pueden ser necesarios para desarrollar un proyecto ideológico en solitario.
(*) José María Pérez Medina es politólogo e historiador
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