LUIS FERNANDO MEDINA (*)
Theresa May, a su llegada al 10 de Downing Street
En una semana de tantas noticias, tomémonos una pausa y hablemos un poco sobre otros temas. Historia, por ejemplo. Corría el año 1918 cuando, justo un día después de la firma del armisticio con Alemania que ponía fin a la Primera Guerra Mundial, el entonces Primer Ministro británico David Lloyd George optó por llamar a elecciones. Eran tiempos confusos. Lloyd George había llegado a su cargo como Liberal, tras haber desplazado al también Liberal Asquith, pero gobernaba en una coalición de guerra con el Partido Conservador. De hecho, prácticamente se trataba de un gobierno conservador; muchos parlamentarios liberales se encontraban en la oposición.
Lloyd George tomó el paso inusual de conceder avales a algunos parlamentarios específicos, en su mayoría conservadores, a nombre de los dos partidos en coalición. Posiblemente Lloyd George tenía muy claro lo que se proponía pero aún si no fuera así, el efecto fue inequívoco: la sepultura del Partido Liberal. Uno de los grandes partidos ingleses, columna vertebral del sistema político durante buena parte del siglo XIX quedaba relegado a la irrelevancia; nunca más volvería a gobernar.
Para los politólogos la caída del Partido Liberal británico es una anomalía muy instructiva, uno de los famosos “cisnes negros” que hacen avanzar el conocimiento. En principio, el sistema político británico parecía diseñado para evitar ese tipo de cataclismos. Se supone que su regla electoral mayoritaria (“first pass the post”) con distritos uninominales genera enormes incentivos al bipartidismo. El argumento es muy sencillo: como cada elección local tiene un único ganador, todos los agentes, votantes, partidos, grupos de interés, tienen incentivos para concentrar sus recursos en solo dos candidatos viables, generando así pequeños bipartidismos locales. Si a esto se le suma el hecho de que los partidos nacionales pueden usar sus recursos con más eficiencia mientras más grandes sean sus maquinarias, tenemos que esos pequeños bipartidismos locales terminan aglomerándose en un bipartidismo nacional. Tan convincente ha sido este argumento que los politólogos se han atrevido a darle el nombre de “ley de Duverger,” posiblemente la única “ley” que existe en una de las ciencias más inexactas jamás concebidas por la mente humana. Sin embargo, la ley de Duverger no pudo salvar al Partido Liberal británico lo cual resulta aún más curioso si tenemos en cuenta que, por ejemplo, en Estados Unidos, otra democracia con sistema uninominal, los dos grandes partidos han resistido los embates del tiempo.
El episodio encierra varias lecciones. Primera, los sistemas electorales influyen sobre los sistemas de partidos pero no son lo único. La Primera Guerra Mundial era una de las grandes crisis de la historia y afectó muy directamente a Gran Bretaña. Era casi imposible que ante semejante choque el sistema de partidos hubiera sobrevivido intacto.
La segunda lección es que los partidos se enfrentan permanentemente a fuerzas centrífugas que deben controlar para sobrevivir. En el caso del Partido Liberal, esas fuerzas centrífugas acabaron por destruirlo, llevando a varios de sus miembros al Partido Conservador y a otros al en ese entonces incipiente Partido Laborista. Los cambios estructurales de la sociedad británica de entonces hicieron que surgiera una alternativa a la izquierda del Partido Liberal que, a pesar de su bisoñez, se convirtió muy pronto en la alternativa que terminó por desplazarlo.
Estudios posteriores han ratificado esa lección. Por ejemplo, América Latina ha sido tierra fecunda para colapsos de partidos. Como ha argumentado Noam Lupu en un estudio reciente, cuando un partido diluye su identidad ideológica, por ejemplo, adoptando políticas contrarias a sus esencias, se vuelve más impredecible para sus simpatizantes que, por lo tanto, empiezan a evaluarlo más por su desempeño en el poder que por su oferta ideológica. De este modo, si en medio de esas veleidades, el partido tiene la mala fortuna de estar en el poder cuando le estalla una crisis económica, puede entrar en una fase acelerada de colapso. Que lo diga la Unión Cívica Radical de Argentina, por ejemplo.
América Latina tiene sistemas electorales muy distintos al británico. Al tratarse de sistemas proporcionales, los costos fijos de crear partidos parecieran ser menores que en un sistema uninominal. Pero, como ya vimos, los sistemas electorales no evitan el colapso de los partidos. A lo sumo, pueden cambiar su dinámica temporal. Podría pensarse en una conjetura: en un sistema electoral con altos costos fijos, por ejemplo porque la ley castigue mucho a los partidos pequeños, la pérdida de identificación de los simpatizantes con el partido puede avanzar por más tiempo de manera subterránea hasta que se manifieste como un aluvión cuando ya sea incontenible. Es decir, el proceso podría ser una especie de cáncer silencioso que mata al paciente sin darle tiempo de reaccionar.
Es difícil saberlo ya que se trata de un tema en el que los estudios comparativos escasean y, en todo caso, son difíciles de conducir. Pero bueno, el objetivo de estas líneas era simplemente distraer al lector por un rato, hablando de cosas que no tienen nada que ver con la situación española.
(*) Luis Fernando Medina es profesor de Ciencias Políticas en la universidad Carlos III
Hay 0 Comentarios