HÉCTOR FOUCE (*)
La industria musical enfila un nuevo ciclo de crecimiento tras décadas de crisis. Las ventas digitales crecen, espoleadas por el auge de los servicios de streaming por suscripción. El buen precio y la simplicidad de uso de estos servicios parecen ir arrinconando el consumo a través de sistemas P2P, un fenómeno ligado a la piratería. Sin embargo, un inmenso porcentaje de la música circula en la red a través de YouTube y otros servicios alimentados por los contenidos generados por el usuario. Si bien la industria capitaliza parte de la publicidad insertada en estos vídeos, el porcentaje de retorno es muy pequeño en comparación con las ganancias de YouTube. Ante esta situación, la industria musical reclama una nueva legislación global que reduzca esta brecha de valor (value gap).
2015 fue el primer año de recuperación en la industria discográfica tras dos décadas ininterrumpidas de descenso de ventas. Estas dos décadas han generado un cambio radical del modelo de negocio y de la manera de escuchar e intercambiar música: el CD ha sido arrinconado, el vinilo ha resurgido como fetiche y los modelos de streaming por suscripción se han generalizado. En estos 20 años, hemos visto cómo se libraba una batalla encarnizada para modelar el futuro digital de la música: desde el surgimiento de Napster en 1999, el intercambio de archivos musicales se generalizó.
La industria musical declaró la guerra a los piratas; en la batalla fueron cayendo servicios como el propio Napster, Kazaa, LimeWire o Gnutella. Los usuarios fueron perseguidos y amenazados mientras la industria hacía una intensa labor de lobby para cambiar las normativas de propiedad intelectual, sin ser capaz de dar con un modelo de negocio que convirtiese la ingente cantidad de música en circulación en contenidos.
La irrupción de Apple en el mercado musical con I-Tunes y el fortalecimiento de Spotify y Deezer generaron por fin un marco legal de compra y escucha de música digital. Pero las nuevas generaciones ligan la música a la imagen; YouTube es la plataforma favorita para acceder a la música para un enorme porcentaje de oyentes.
El servicio de vídeos y los streamings musicales tienen diferente naturaleza jurídica: mientras que Spotify funciona a la manera de las viejas emisoras de radio, cerrando acuerdos con las discográficas para poder poner a disposición de sus oyentes los discos de los artistas, YouTube es un “proveedor de servicios de la sociedad de la información”, un mero espacio digital en el que los usuarios suben sus propios contenidos.
Infracciones
Como tal, es equiparable a servicios como los blogs de Wordpress o Facebook, los proveedores de correo electrónico o los buscadores: no son responsables de las infracciones cometidas por sus usuarios. Este principio, que nació para facilitar la generación de contenidos en la red, liberando a los proveedores de cualquier tarea de evaluación previa de los contenidos, se conoce jurídicamente como puerto seguro (safe harbour).
Cuando un vídeo es subido a YouTube y sus algoritmos identifican una infracción de derechos de autor, la empresa ofrece a los propietarios de esos derechos dos opciones: el video puede ser eliminado o puede ser monetizado: se ofrece a las discográficas la posibilidad de llevarse un porcentaje de los ingresos por publicidad que ese vídeo genere. Por otra parte, esas mismas discográficas (las más grandes al menos) tienen acuerdos bilaterales con YouTube para gestionar canales alimentados con los materiales de su catálogo que generan ingresos en función de los porcentajes negociados.
El conflicto en torno al value gap puede ser entendido como una crisis de madurez en el futuro digital de la música, el choque entre las viejas industrias del contenido y los nuevos y pujantes negocios de la red, basados en la tecnología. La Unión Europea ha reconocido la existencia del problema y lo ha abordado, tímidamente, en su propuesta de nueva directiva de propiedad intelectual, que está actualmente en proceso de discusión. Pero la nueva directiva ha abierto la caja de Pandora, ya que la vitalidad de la web 2.0 depende fundamentalmente de la capacidad de los usuarios para subir contenidos y enlazarlos.
(*) Héctor Fouce es Visiting Scholar en la Facultad de Música de la Universidad de Cambridge
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