IGNACIO ÁLVAREZ-OSSORIO (*)
Soldados rebeldes sirios caminan hacia Al Bab. / REUTERS
La cuarta cumbre de Ginebra sobre Siria se ha cerrado sin grandes avances. El régimen y la heterogénea oposición han mostrado su apoyo a un plan de transición basado en la resolución 2.254 del Consejo de Seguridad que liga el alto el fuego con la solución política, lo que no deja de ser un brindis al sol. La propuesta de la ONU se basa en las denominadas ‘tres cestas’: la formación de un gobierno de coalición, la redacción de una nueva Constitución y la celebración de elecciones legislativas y presidenciales.
A pesar de las resistencias de la oposición, el régimen ha conseguido introducir un cuarto elemento basado en la necesidad de centrar la atención en el combate de los grupos terroristas: el autoproclamado Estado Islámico (ISIS en sus siglas en inglés), que sigue controlando buena parte de la cuenca del Éufrates y permanece atrincherado en su feudo de Raqqa, y el Frente de la Conquista del Levante, el antiguo Frente al-Nusra que ahora abandera una coalición denominada Tahrir al-Sham. El propósito de esta maniobra es que sean las fuerzas rebeldes las que asuman la labor de derrotar a este último grupo, mientras que la coalición internacional y las fuerzas kurdas serían las encargadas de combatir al ISIS.
Podríamos pensar que no hay nada nuevo bajo el sol, dado que Ginebra I ya planteó en 2012 esta misma ‘hoja de ruta’ basada en el establecimiento de un gobierno inclusivo, no sectario y con plenos poderes ejecutivos en el plazo de seis meses, la redacción de una nueva Constitución en doce meses, así como en la celebración de elecciones libres y transparentes bajo supervisión de Naciones Unidas, en las que también tomarían parte los sirios de la diáspora, en dieciocho meses.
No obstante, el hecho de que no haya sido un fracaso rotundo, como en anteriores cumbres, puede considerarse en sí mismo un éxito relativo. En esta ocasión, al contrario que en las anteriores, las partes han aceptado entablar conversaciones directas y no se han levantado de la mesa de negociaciones en ochos días a pesar de las provocaciones de sus rivales y del incumplimiento del alto el fuego en varios de los frentes de combate.
Un elemento clave para entender estos limitados avances es la nueva distribución de fuerzas sobre el terreno. Tras la intervención militar rusa en septiembre de 2015, el régimen ha conseguido recuperar parte del terreno perdido, tal y como como puso de manifiesto la toma de los barrios rebeldes de Alepo, en la que también jugaron un papel decisivo las milicias chiíes regionales movilizadas por Irán.
La captura de Alepo, en otro tiempo capital económica del país, ha marcado un punto de inflexión en el conflicto sirio y ha obligado a los grupos rebeldes a replegarse a sus feudos de Idlib en el norte y Deraa en el sur, donde ahora esperan la arremetida final del régimen y de sus aliados.
Además, debe tenerse en cuenta que la posición de los principales actores internacionales implicados en el conflicto sirio ha experimentado cambios significativos. Tras la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, el presidente Vladimir Putin parece tener vía libre para imponer los términos de una pax rusa acorde a sus intereses. De hecho, Rusia ha abierto un nuevo canal negociador en Astana, la capital de Kazajistán, con el objeto declarado de afianzar el alto el fuego, pero con la voluntad real de reemplazar gradualmente la vía de Ginebra. En la primera ronda de dichas negociaciones, Rusia incluso llegó a distribuir una propuesta de borrador de Constitución siria, lo que provocó la estupefacción de las fuerzas opositoras.
Negociaciones de Astana
También Irán y Turquía patrocinan las negociaciones de Astana y son valedoras del renqueante alto el fuego que se mantiene a duras penas sobre el terreno. Mientras que el primer país mantiene sus posiciones maximalistas y considera que no existe más solución que la militar para apuntalar en el poder a Bashar al-Asad, Turquía se ha ido distanciando de las fuerzas opositoras y mostrándose a favor de una mayor coordinación con Moscú para cerrar el desestabilizador conflicto sirio.
Debe tenerse en cuenta que la factura que ha tenido que pagar Ankara por la crisis siria ha sido demasiado elevada, ya que además de acoger a tres millones de refugiados ha tenido que hacer frente a varios atentados perpetrados por el ISIS, lo que ha tenido un devastador efecto en su sector turístico, a lo que se añade lo que percibe como una amenaza: el establecimiento de una autonomía de facto de la Rojava, el Kurdistán sirio, bajo el control del Partido de la Unión Democrática, un estrecho aliado del PKK turco. De ahí que Turquía haya vetado la participación de las fuerzas kurdas tanto en Astana como en Ginebra.
El nudo gordiano sigue siendo, como en el pasado, la suerte del presidente Bashar al-Asad. En una reciente visita a Francia, el ministro de Asuntos Exteriores saudí, Adel al-Jubeir, volvió a incidir en la necesidad de que abandone la presidencia antes de iniciarse el periodo de transición de dieciocho meses, pero sus principales valedores –Rusia e Irán– consideran que debería pilotar la transición política e, incluso, interpretan qué podría concurrir a las elecciones presidenciales para revalidar su mandato, opción del todo inaceptable para los grupos opositores que le consideran el mayor responsable de la devastación del país.
Por lo tanto: volvemos a estar en el punto de partida y la aplicación de este plan de transición dependerá esencialmente de la voluntad política de las partes y de sus respectivos patrocinadores, la misma que ha brillado por su ausencia en los seis años de conflicto.
(*) Ignacio Álvarez-Ossorio es coordinador de Oriente Medio y Magreb de la Fundación Alternativas y profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante.
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