De la derrota catalana del 11-S a la derrota de todos del 20-S

Por: | 27 de septiembre de 2017

JOSÉ MARÍA PÉREZ MEDINA (*)

 

1495474896_743776_1496999602_noticia_normal_recorte1Puigdemont anuncia la fecha y la pregunta del referéndum. / Lluis Gené (AFP)

 

La vuelta a las actividad política de septiembre no ha podido ser más preocupante y, debemos reconocerlo, decepcionante. Como los peores estudiantes que acuden a la repesca de septiembre, los actores políticos españoles no parecen haberse esforzado lo suficiente y se ven abocados a deambular durante todo el curso con una asignatura pendiente. Y es una asignatura básica porque se refiere a una cuestión clave: la relación entre nación y Estado y la aceptación o no del sistema político estatal por parte de los ciudadanos. O, para ser exactos, de una parte significativa de la ciudadanía, muy probablemente de algo más de dos millones de ciudadanos en edad de participar en la actividad política.

Desde el día 6 de septiembre vivimos instalados en un sobresalto continuo, en una crónica narrada minuto a minuto que reafirma las propias creencias y por tanto eleva la tensión. Todo esto alimentado por una opinión pública patriótica que se ha sumado con tanta alegría como escaso espíritu analítico al objetivo de la victoria total y de silenciar al que no piensa igual. Y todo ello sin perder de vista algunos episodios cercanos a la caricatura y al esperpento que han encontrado en los memes difundidos por Whatsapp el mismo sarcasmo que en el pasado describió Valle Inclán. Una semana muy inquietante para el futuro de la unidad de España y un día para el triste recuerdo: el 20 de septiembre. Día de registros, detenciones, manifestaciones masivas y, muy destacable, el día en que las obligaciones de las fuerzas de seguridad estatal y autonómicas resultaron no ser coincidentes.

A estas alturas creemos que solo el análisis reposado y la reflexión compartida pueden ayudar a buscar puntos de encuentro y coincidencia. Y para ello, llamamos la atención sobre siete ideas convertidas en sendos argumentos y utilizadas con tanto desatino.

El mito de la nación compacta y unánime. A estas alturas sorprende la fe ciega en la nación como unidad social, de pensamiento, de acción y de aspiración. La realidad  social actual es mucho más compleja y, quizás, confusa. En el siglo XIX la nación húngara era la nobleza húngara. La nación polaca era la población católica polaca. La nación irlandesa eran los irlandeses católicos a los que se les negaban los derechos de los que sí disfrutaban los protestantes. Pero la estratificación social actual es mucho más compleja. No es seguro que la voluntad independentista en Cataluña sea mayoritaria. Los porcentajes de voto en el Barcelonés, Baix Llobregat, Valles Occidental, Valles Oriental, Garraf, el Maresme o el Tarragonés ponen muy en duda este cálculo. Además, los recuentos de 2014, 2015 o de las elecciones generales de 2016 insisten en que no. La opinión publica española, por su parte, esta obligada a preguntarse qué son las nacionalidades, que parecen preexistentes, a las que se alude en el Artículo 1 de la Constitución y que tenemos que hacer compatibles con la unidad de la nación española.

El prestigio del Estado, la firmeza de las instituciones, el cumplimiento de los compromisos. La palabra clave de la semana ha sido firmeza. Se ha levantado la voz todo lo necesario para que a los propios no les asaltaran las dudas y para que los ajenos percibieran todo el temor posible. Firmeza, determinación, voluntad inquebrantable. Con ello se ha dibujado un escenario que separa a buenos y malos, demócratas y autoritarios, pero sobre todo a nosotros y ellos. Es la peor noticia del momento. Se puede comprender la determinación de los gobernantes en una situación tan grave y exigente, pero en ninguna declaración pública se ha apreciado ninguna palabra de afecto hacia el otro. Ni voluntad de comprender ni interés de ser comprendidos. Y nos preguntamos por qué nadie ha recordado con el respeto suficiente que Cataluña genera una parte importantísima del PIB español o que, a pesar de todo, los catalanes siguen eligiendo la opción de que son catalanes y españoles cuando se les pregunta por su identidad colectiva.

El sueño del Estado independiente próspero, seguro y justo. Cualquier historiador sabe que todo Estado busca legitimar su poder con la instauración de un sistema jurídico propio. Lógicamente este sistema busca perpetuarse y es evidente que no puede ni quiere reconocer el derecho a la secesión. Reconocer esta posibilidad y el derecho a ejercerla iría en contra del objetivo y del plan del Estado que, desde luego, aspira a la continuidad y a la permanencia. Sin embargo, la comprensión de esta realidad y del carácter histórico de la forma Estado debiera servir para relativizar la trascendencia del Estado y sus poderes mágicos. Al igual que en Escocia, en Cataluña se ha extendido la idea, nunca demostrada, de que la independencia traerá consigo de forma automática una mejora de las condiciones de vida. Esa fe en la capacidad de un Estado resulta, además, aun más sorprendente en una ciudad que aún no es capaz de poner límite a las llegadas masivas de turistas y que acaba de conocer las debilidades del poder en un acontecimiento tan trágico como los atentados del 17 de agosto.

El recurso abusivo a la Libertad, la Democracia y al Estado de Derecho. En los argumentarios políticos estas tres expresiones aparecen con una frecuencia que se hace agobiante. Incluso con frecuencia se agolpan anteponiéndose una a la otra o formando un bucle que resulta incomprensible para el oyente. Hay quien piensa que la democracia supone asumir el derecho a decidir, dando por obvio que luego se dotará de su propia legalidad. Otros piensan que el desarrollo de los derechos democráticos se debe enmarcar en la legalidad, lo que de hecho supone una limitación de la democracia. Parece que hemos olvidado que la democracia atribuye el gobierno a la mayoría, pero salvaguardando los derechos de la minoría. Los debates en el Parlament sobre las dos leyes lo evidenciaron claramente.

Las diferentes ideas sobre la nación y el derecho a decidir. Una de las aportaciones mas novedosas de la Revolución francesa fue la creación de un concepto nuevo que sirve para englobar a la totalidad de la población y al que se otorga el poder político único y completo, la nación. Esta concepción en sí misma excluye la posibilidad de sujetos colectivos diferentes y petrifica los vínculos entre Nación y Estado, algo que reaparece constantemente en todas las constituciones españolas desde Cádiz y que se reproduce con algunas variantes en 1978. Sin embargo, el romanticismo del siglo XIX acuñó un concepto diferente, de la mano de Fichte y sobre todo en torno al concepto de lengua, y es éste el usado por el nacionalismo catalán desde hace mas de 130 años. Para armonizar ambos conceptos, la Constitución apuntó a que la nación española estaba formada por nacionalidades y regiones, pero esta solución no ha sido asumida y no se ha incorporado a los hábitos de funcionamiento del modelo autonómico, dando lugar a discrepancias interpretativas que confunden a la opinión pública, resaltando incompatibilidades sin hacer nada por asumir la pluralidad cultural española.

El uso de los instrumentos coercitivos del Estado. El poder del Estado se basa desde el siglo XV en su monopolio del uso del poder coactivo. Primero para neutralizar al poder feudal y más recientemente para garantizar el disfrute de las libertades mediante el uso de los mecanismos propios del Estado de Derecho. Esta lógica histórica se corresponde con su voluntad de permanencia y continuidad. Y, por ello, no puede sorprender el uso de los instrumentos de que dispone para salvaguardar su integridad. Hay quien se refiera a esta actitud como represora, pero es la única conocida en la historia del Estado y son escasísimos los ejemplos de Estados que han aceptado pacíficamente una mutilación. La peculiaridad es que los pasos dados por el Parlament van justamente en la dirección de crear un Estado según el modelo descrito, que es precisamente el propio del Estado español.

Una desconexión mental acelerada. Una buena parte de la opinión pública localizada en Madrid insiste en achacar a la escuela pública transferida el crecimiento del nacionalismo catalán. Una idea simple pero que no resiste un análisis riguroso, pero que parece emitirse para abonar una futura rebaja en la descentralización. Los presentes en la Diada de 1977 o en el recibimiento a Tarradellas ese mismo año, incluso más numerosos que los participantes en la reciente conmemoración del 11 S, se formaron en escuelas franquistas, al igual que los votantes que dieron el triunfo a CiU en las elecciones de 1980. Los ciudadanos bálticos que formaron una cadena humana para desgajarse de la URSS venían de escuelas soviéticas. El nacionalismo catalán ya ha cumplido 130 años. Sí es cierto, sin embargo, que los espacios políticos y sociales compartidos son cada vez menos frecuentes, medios de comunicación diferentes, sistema de partidos diferentes, leyes con objetivos y contenidos alejados ideológicamente, diferentes prioridades y preocupaciones, asociacionismo diferente, universidades que se dan la espalda, insuficientes contactos sociales, etc. Toda una serie de pistas que ponen de relieve agendas diferenciadas y, seguramente, diferentes concepciones del Estado y de las relaciones entre poder político y sociedad.

Hemos intentado apuntar algunas ideas para la reflexión, alejándonos del rifirrafe diario, de la crónica periodística y de los apasionados comentarios del día a día. Y ello porque los acontecimientos de esta semana recuerdan demasiado los hechos de 1934. Las imágenes del miércoles 20 de septiembre son la prueba gráfica de una derrota compartida. La herida es seria. La recomposición del pacto territorial de 1978 parece que requerirá de un avezado cirujano y de fino instrumental. Mientras tanto, la jornada del día 20 marcará la relación entre España y Cataluña. O sea, la relación entre dos conceptos de España. A la espera del momento, la inmediatez en la transmisión de las noticias y de las imágenes que nos distribuyen los nuevos medios disponibles multiplican la desconfianza y el recelo. Y además, estas imágenes nos enseñaron una fractura política que hoy parece imposible de superar. Dos imaginaciones nacionales diferentes y dos concepciones diferentes del Estado.

El 1-O probablemente dejará pocos votos en urnas de cartón o de cristal, pero sin duda dejará desafecto, dignidad herida y alejamiento mental. 

 

(*) José María Pérez Medina es funcionario del Estado, politólogo e historiador

Hay 1 Comentarios

Es hora de reflexionar sobre los conceptos de nacionalismos e identidades: todos somos iguales. Es cierto, pero muy doloroso, la opinión (creencia) de que la independencis traerá una mejora de las condicipones de vida, Es doloroso porque pone de manifiesto una gran carencia de solidaridad.
Un saludo

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