PALOMA ROMÁN MARUGÁN (*)
Mariano Rajoy, presidente del Gobierno, y Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat.
Estamos inmersos en un proceso convulso y desconocido hasta ahora en la política española desde que se transitó a la democracia. Esta situación política agitada está inundando toda la esfera pública; desde los habituales actores como las instituciones, los partidos políticos o los medios de comunicación, hasta la calle en todas sus dimensiones, desde las manifestaciones convocadas por organizaciones cívicas, a las espontaneas tras un anuncio en las redes sociales, hasta las charlas en bares o reuniones familiares. No en vano, incluso hemos visto cómo han salido a la luz recomendaciones frente a las alteraciones de ánimo y de ansiedad por parte de algunos ciudadanos, a los que se recomienda, por ejemplo, que no se expongan más de dos veces al día al manantial incesante de información.
La gente está preocupada, en mayor o menor medida, y más o menos cerca geográficamente de Cataluña, pero esta es una realidad innegable. Los políticos están inmersos en sus estrategias de luces y sombras, pero el asunto ha traspasado la frontera de los gobiernos y de los partidos; se ha socializado, incluso hasta el hartazgo.
Antes del referéndum del día 1 de octubre, los escenarios se han caracterizado por los comportamientos predecibles en el sentido de que todos -unos y otros- los actores actuaban de forma paralela siguiendo su propio guion, conocido y sin novedades, en modo escalada del conflicto.
Después de los acontecimientos de ese día, apareció una variante en uno de los discursos, era la mediación. Aunque se puede entender que hay entre los ciudadanos una idea somera sobre de qué se está hablando, lo más sorprendente del asunto es la cantidad de cosas que se han querido identificar con esta palabra. Cuando el término salta a la palestra, parece que pudiese encontrar un punto de encuentro entre ambas partes, pero esta sospecha se desvanece rápido. Seguimos con dos monólogos en paralelo.
Como se quiera que en esta cuestión ya todo el mundo toma parte, o partido -hasta la ‘equidistancia’ es un lugar de posición-, aún aparecen más ‘visiones’ de la mediación. En definitiva, un galimatías que poco ha servido para potenciar o, mejor dicho, para aclarar la posibilidad que abre una metodología como la mediadora.
Las formas alternativas de resolución de conflictos suponen un campo fructífero en la ambición de deshacer los nudos que atenazan las relaciones humanas de todo tipo. Frente a la idea consolidada del conflicto como algo penoso y generador de tensión, aquella línea de trabajo perfila un concepto de conflicto que si bien inevitable, también pudiera verse como una oportunidad; no sólo para rebajar tensiones sino también para encontrar salidas, y preservar una relación en principio dañada pero salvada para un futuro más cooperativo de lo que ha sido el pasado y el presente.
Encontrar salida -que no solución, en cuanto a los que significaría una erradicación total del problema- a los conflictos de forma provechosa para conquistar ese futuro, depende evidentemente del diálogo, de la capacidad de escucharse mutuamente y trabajar sobre los puntos que se tienen en común para ir generando un tejido de confianza que facilite ir deshaciendo más tarde las discrepancias, y ser capaces de llegar a un acuerdo. A veces este ejercicio se puede llevar a cabo a través de la negociación. Otras veces, ya la situación ha subido de tono y ya es preciso, incluso para sentarse alrededor de la misma mesa, que aparezca un facilitador, un tercero imparcial que ayude en el proceso; ahí surge la figura del mediador. Se trata de un proceso voluntario a tres bandas: las partes y el mediador. Requiere asimismo confidencialidad, es flexible y se ancla en que los términos del acuerdo salgan de las propias partes. El mediador es por tanto alguien que ayuda a que eso se produzca, es un conductor del proceso.
No estoy describiendo algo simple, sino laborioso, pero esas son las coordenadas de partida. Pero a lo que se asiste es a una ceremonia de confusión, fundamentalmente en su camino inicial, es decir en llegar a la conclusión de que se quiere adoptar ese método. Así, cada cual habla de mediación según su leal saber y entender. Y por ello se empiezan a poner condiciones previas, ‘líneas rojas’, y cualquier obstáculo que se le ocurra dependiendo de qué, que acaba por hacer imposible no sólo la mediación, sino también el más mínimo acercamiento a su exploración.
Intereses distintos
En estas circunstancias el tercero (o los terceros) que pudiera serlo se ve de todo menos imparcial, bien porque ayuda más a unos, o bien porque perjudica más a otros. Lo que para unos es previamente obligatorio para otros no lo es; podríamos seguir por esa línea de argumentación, pero no haríamos más que repetirnos. Lo que se esconde detrás de esas posiciones son los distintos intereses, y pasar de aquellas a estos es uno de los ejercicios básicos que se le piden a un buen mediador, claro está si se puede en algún momento iniciar un proceso en condiciones. Y con la experiencia, se sabe que si no se sale de las posiciones no se llega a lugar alguno.
En definitiva, esto lo que pone de manifiesto es que seguimos enredados en las palabras para no avanzar en los procesos; en este momento se habría de explorar cuánto de voluntad hay y cuánto de desconocimiento; cuánto de estrategias entrelazadas entre ganar tiempo y/o rendir al adversario.
Esta maraña descrita recuerda bastante a lo que ocurrió durante el año 2016, entre las elecciones de diciembre del año anterior y las de junio de ese mismo año. Las dificultades que se encontraron para formar gobiernos sin mayoría absoluta demostraron que tampoco se entendía bien, y no se tenía experiencia de lo que significaba ‘negociar’ para componer un ejecutivo.
Y toda esta reflexión resulta aún más chocante, aunque comprendamos lo que pasa, si tenemos en cuenta las dos formas alternativas de resolución de conflictos citadas: negociación y mediación son las herramientas básicas de la política. ¿Será, como se dice a menudo que en todo este conflicto ha estado ausente la política? Sólo ha habido apariencia de tal.
(*) Paloma Román Marugán es profesora de Ciencia Política en la Universidad Complutense
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