BRUNO ESTRADA (*)
Con el título ‘¡En pie capitalistas!’ se publicó hace un par de años un libro escrito por un alto ejecutivo estadounidense de origen rumano, Peter Georgescu. En este libro el autor critica la creciente desigualdad de la sociedad estadounidense haciendo hincapié en su principal causa: la cada vez mayor disparidad salarial que se produce en las empresas de EEUU.
Georgescu analiza lo que está pasando en el interior de las compañías. Él, indudablemente, es buen conocedor del modelo de gestión empresarial imperante en EEUU. Fue director ejecutivo (CEO en terminología anglosajona) durante muchos años, sabe de qué habla. El modelo de gestión que empezó a ser dominante en EEUU a partir de los años setenta y ochenta, y luego se ha extendido a gran parte del planeta, es el que definió Milton Friedman en 1970: la única preocupación de los directivos debe ser aumentar los beneficios de la empresa para los accionistas.
A partir de entonces dos perniciosas ideas se esparcen en el campo de la gestión empresarial: 1) el principal objetivo de los directivos empresariales es maximizar el valor de la acción a corto plazo, por tanto la empresa ya no es un lugar donde hay que llegar a consensos internos entre los trabajadores y los accionistas, lo que ha incrementado la financiarización de actividad productiva; 2) las grandes empresas deben concentrar su actividad en la parte del proceso productivo que tiene menos competencia, que crea más valor porque se puede ejercer poder de mercado, externalizando gran parte del resto de la actividad productiva más estandarizada, a la que más se puede restar valor.
El resultado de ello es, en las propias palabras de Georgescu, que “los principales accionistas de las empresas exigen la máxima rentabilidad a corto plazo, aunque eso perjudique la salud de la empresa. Han olvidado las bases de la buena gestión empresarial y, en su lugar, solo se dedican a recaudar dinero (…) Son como esos terroristas que toman rehenes, con el director ejecutivo como rehén estrella. Estas bandas avariciosas (de accionistas) despojan a la empresa de sus activos fundamentales y los venden después en el mercado, dejando a la compañía con muchas menos oportunidades de tener éxito a largo plazo”.
Geogerscu no se queda solo en la denuncia y se pregunta, y también lo hace a un buen número de altos ejecutivos a los que entrevista, qué se puede hacer para corregir esta situación. La respuesta de uno de los CEOS entrevistados es demoledora: “Tienes toda la razón pero no se puede hacer nada. Si subo los salarios me crucifican en la próxima junta de accionistas. Es un suicidio para alguien de mi posición”. Todos los directivos coincidían en que tomar una decisión de ese tipo era demasiado arriesgado para ellos. Podía ser lo mejor para sus empresas a largo plazo pero no lo mejor a corto plazo para sus carreras profesionales.
Los resultados de este modelo de gestión empresarial son evidentes en términos sociales: el empleo precario y los bajos salarios hacen que millones de trabajadores sean incapaces de salir de la pobreza, se incrementa exponencialmente la desigualdad y la clase media se reduce en las sociedades desarrolladas. Reequilibrar el poder en las empresas entre accionistas y trabajadores es, pues, un elemento básico para construir sociedades más inclusivas y también para hacer empresas más competitivas a medio y largo plazo.
Desaceleración del crecimiento
A una conclusión similar ha llegado Jordan Brennan, economista de Unifor, el principal sindicato canadiense del sector privado y miembro del Canadian Centre for Policy Alternatives, que ha realizado una profunda investigación: ‘Incremento de la concentración empresarial, debilitamiento del poder sindical y aumento de las desigualdades: la prosperidad americana en una perspectiva histórica’, sobre la relación entre la desaceleración del crecimiento económico y el crecimiento de las desigualdades en Canadá y EEUU. Brennan concluye que en aquellos lugares y épocas donde el poder de negociación de los trabajadores ha sido mayor y, por tanto, la riqueza se ha distribuido de forma más equitativa y los salarios han tenido un mayor peso en la economía, se ha registrado un mayor crecimiento económico, se ha incrementado la inversión productiva y se ha creado más empleo y de más calidad.
La experiencia sueca de los años ochenta nos apunta en la misma dirección. En 1984 el gobierno sueco aprobó una ley, que estuvo vigente durante siete años, que obligaba a las empresas a emitir acciones nuevas que se asignaban individualmente a los trabajadores, aunque eran gestionadas colectivamente en lo que se denominaron Fondos de Inversión Colectivos de los Trabajadores, cuando el trabajador se jubilaba recibía las acciones como parte de su pensión.
En 1991, el volumen total que habían alcanzado dichos fondos era de 2.000 millones de euros, un 7% del total de las acciones cotizadas en la Bolsa sueca. Esta original y gradual experiencia sueca fue capaz de propiciar un fuerte crecimiento de la economía repartiendo la riqueza generada como nunca se había hecho hasta ahora. Durante los siete años en los que estos Fondos de Inversión Colectivos de los Trabajadores estuvieron vigentes, el PIB per cápita de Suecia, según datos del Banco Mundial, se multiplicó dos veces y media, pasando de 12.914 $ en 1984 a 31.374 $ en 1991. El PIB per cápita sueco en 1984 apenas representaba el 76% del PIB per cápita estadounidense, y en 1991 alcanzó el 128%. El desempleo en Suecia en 1990 se redujo hasta la ridícula cifra del 1,7%.
En la Suecia de los años ochenta gran parte de los beneficios empresariales en lugar de ir a los bolsillos de los accionistas, como nos cuenta Georgescu que sucede actualmente en la mayor parte de grandes empresas estadounidenses, fueron reinvertidos en las propias empresas suecas: creando más empleo, invirtiendo en formación de los trabajadores, en innovación tecnológica o en inversiones en bienes de equipo que modernizaban los procesos productivos.
Podemos optar por seguir dejarnos llevar por el comportamiento sistémicamente estúpido y suicida del capitalismo financiero que convierte a las empresas -incluidos sus trabajadores- en meras mercancías, o podemos apostar por un fuerte reequilibrio de poder dentro de las empresas en el cual tienen que jugar un papel fundamental los trabajadores, y sus sindicatos. Por democratizar la empresa tal como propuso, ya en 1932, el entonces ministro de economía sueco: Ernst Wigfors.
(*) Bruno Estrada es economista y adjunto al secretario general de CC.OO.
Hay 2 Comentarios
Desde mi punto de vista, esa solución va en contra del vigente sistema económico, fundamentalismo del mercado.
Un saludo
Publicado por: Juliana Luisa | 20/11/2017 17:58:59
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Publicado por: ReyTortuga | 16/11/2017 12:59:06