CARLOS XABEL LASTRA-ANADÓN (*)
Una mujer selecciona productos en un supermercado. JAIME VILLANUEVA
En la división de tareas más común hoy, las empresas se encargan de obtener los mayores beneficios posibles y el estado se encarga de restringir sus operaciones más aberrantes, desde la esclavitud al uso de semillas genéticamente modificadas. El gobierno recauda impuestos con liberalidad (en conjunto con organizaciones sin ánimo de lucro) y se encarga de tareas sin claro beneficio para agentes privados, desde mantener la seguridad y justicia hasta proveer una educación y sanidad mínimas que una parte de la población invertiría en su ausencia.
Este equilibrio es más inestable que nunca. Por un lado, las posibilidades tecnológicas están concentrando clientes y ventas en unas pocas empresas “que lo ganan todo” con pocos empleados y altos beneficios (Brynjolfsson y McAffee, 2016), Los ingresos de las empresas FANGA (Facebook, Apple, Netflix, Google y Amazon) serían ya hoy comparables al PIB de Suecia. Esto hace que estas empresas sean muy poderosas: la movilidad de los servicios que venden hace fácil escapar del pago de impuestos en cualquier país y hace difícil regular su conducta. Además, en la medida en que estas empresas desplazan a otras tradicionales con más empleados y más arraigadas territorialmente contribuyen a crear más necesidades sociales y una menor y más elusiva base de ingresos para el estado.
Afortunadamente, como contrapunto y como consecuencia de la mayor conciencia de los problemas a los que nos enfrentamos y la poca capacidad de los gobiernos para resolverlos, una nueva tendencia cobra fuerza. Muchos ciudadanos consumidores e inversores tienen una voluntad cada vez mayor de hacer que sus decisiones de compra (o de inversión de ahorros) reflejen sus prioridades sociales o ambientales y no sólo la satisfacción de necesidades inmediatas al menor precio. El etiquetado de productos como de comercio justo, el 71% de los inversores minoristas que muestra interés en que sus inversiones sean “sostenibles” (Morgan Stanley 2017) o que piden la desinversión en sectores desde armas a tabaco lo demuestran.
Sin embargo, el mercado del impacto social es un mercado prácticamente inexistente: el rango de productos en el supermercado más surtido no permite ‘comprar’ junto con un producto el nivel deseado de impacto ambiental asociado a su producción, el que haya usado humanos en lugar de a máquinas o el que favorezca a un determinado país o grupo humano que queramos priorizar. En otras palabras, el impacto social no se puede valorar, comprar ni vender de una manera sencilla y transparente. Mientras podemos comprar otros atributos, incluyendo la calidad, el precio o incluso la cantidad de grasa en un yogur, no ocurre lo mismo con el impacto social que este genera.
La respuesta de las empresas a la existencia de estos mercados sería una segmentación a lo largo de más dimensiones que las actuales (calidad, precio, marca, etc.) que permitiera a los consumidores interesados la ‘compra’ de diferentes niveles de impacto. Esto elevaría en importancia de crear este impacto para las empresas que sirviesen a esos segmentos, estimulando su ingenuidad y no dejaría la tarea de mitigar efectos perniciosos a iniciativas desconectadas posteriores. Dicho de otra manera, el que una empresa emita CO2 sin control, maximizando beneficios y a continuación el Estado (o una rama de responsabilidad social de la misma empresa) trate de compensar emisiones con la plantación de unos árboles tiene que ser una forma poco eficiente de lograr un nivel óptimo de emisiones. Ambas actividades deberían coordinarse poniéndose en el centro del objetivo empresarial y asegurándose de que su impacto neto es el deseado por el consumidor de sus productos.
Falta de información
¿Qué explica entonces la inexistencia de estos mercados? En parte la falta de información comparable y asimilable sobre su actividad. El objetivo para cada empresa sería tener una visión completa, multidimensional sobre su impacto sobre la sociedad y el planeta. Serían respuestas sistemáticas a preguntas como: ¿cuánto contamina? ¿cómo trata a sus empleados? Y también, ¿a quién beneficia y cuánto los servicios que ponen en el mercado? La respuesta sería diferente para el ultimo emoji de una Kardashian y un medicamento genérico que mejorase la salud pública, aunque sus beneficios fuesen similares. Resolver estas preguntas objetivamente es un gran reto. Por ahora, sólo existen métricas en un dominio muy limitado que además dependen de encuestas a las propias empresas. Como prueba del apetito que la sociedad tiene por usar estas métricas, Eccles et al. (2014) sugieren que los inversores valoran positivamente el mejor desempeño en las dimensiones para las que existe información. La elaboración de un conjunto más amplio de métricas, empezando con información pública no debería ser sustancialmente diferente a la labor a la que empresas como DeepMind se enfrentan para, por ejemplo, realizar diagnósticos automatizados sobre la base de información de millones de pacientes.
Una forma alternativa de progresar hacia que las empresas sean mucho más cuidadosas en el impacto que crean es el uso de regulación para influir sobre su comportamiento. En mi propia investigación encuentro que en países con más estricta regulación laboral, por ejemplo, las empresas cotizadas son aún más respetuosas con los derechos de los trabajadores de lo exigido por la letra de la ley. Esto sugiere que acciones regulatorias no demasiado exigentes pueden desplazar la norma de lo que supone un comportamiento aceptable. Yendo más allá, una legislación impositiva coordinada entre países que use métricas adecuadas permitiría incentivar directamente la consecución de impacto social en sus diferentes dimensiones.
En definitiva, la tarea de mejorar nuestro planeta y sociedad es demasiado importante para dejarla sólo en manos de los gobiernos y del sector social, cuya capacidad probablemente disminuirá. Con las herramientas de información adecuadas, una nueva forma de capitalismo en la que el público se convierta en agente de cambio y las empresas respondan reinventando su misión es posible. El paso clave será la generalización de la idea de que cada decisión comercial que tomamos en nuestras vidas supone escoger a unas empresas sobre otras y por tanto recompensar unos comportamientos frente a otros. Y que ser un ciudadano responsable supone elegir bien.
Referencias
Brynjolfsson, E., McAffee, A. (2016): The Second Machine Age: Work, Progress, and Prosperity in a Time of Brilliant Technologies. Norton.
Eccles, R., Ioannou, I., Serafeim, G. (2014): “The Impact of Corporate Sustainability on Organizational Processes and Performance”. Management Science 60:11.
Morgan Stanley (2017) “Sustainable signals”. https://www.morganstanley.com/ideas/sustainable-socially-responsible-investing-millennials-drive-growth
(*) Carlos Xabel Lastra-Anadón es estudiante de Doctorado en Políticas Públicas en la Universidad de Harvard