VICENTE PALACIO (*)
Donald Trump sujeta un bate de béisbol junto al vicepresidente, Mike Pence. REUTERS
2017 en manos de Trump fue un año tan caótico como lo será 2018. Corea del Norte, Irán, México, o el lío con Rusia (de tipo freudiano). Una de las palabras que definen el primer año de mandato es 'retirada'. La retirada del Acuerdo comercial Trans-Pacífico, o la retirada del acuerdo de Cambio Climático de París. Por no hablar de la voladura del acuerdo nuclear con Irán, o el ninguneo total a la Unión Europea -el más reciente, el nombramiento de Jerusalén como capital de Israel-.
También ha sido un año de frustraciones en casa: la reforma de la sanidad (el Obamacare), o el intento de acallar a los medios de comunicación y a la sociedad civil. La reforma fiscal que ha aprobado el Senado servirá menos como estímulo a la economía y más como un alivio para los muy ricos. La presión a Apple o Google para retornar a suelo americano es poco más que un gesto de cara a la galería de sus incondicionales, si se tiene en cuenta que se hace a cambio de bajarle los impuestos a las multinacionales norteamericanas, mientras se aprietan las tuercas a las extranjeras, por ejemplo las europeas, y se hace dumping fiscal.
El clima se ha enrarecido mucho, la sociedad se ha polarizado aún más que con Obama, estamos en otra dimensión, en dos países diferentes, y esta guerra cultural exacerbada de la xenofobia y el supremacismo blanco de momento no la van a perder electoralmente los trumpistas. Increíble pero cierto. Para muchos norteamericanos, la idea de huir al vecino Canadá a respirar algo de tolerancia y buenas maneras se ha convertido en algo más que una ocurrencia.
EEUU vuelve a auparse a los récords de impopularidad que obtuvo con el tan denostado (dentro y fuera de Norteamérica) George W. Bush. Pero eso le da exactamente igual a Trump. Vive exclusivamente en el planeta Trump, cuyo satélite es Estados Unidos. Lo demás es perfectamente secundario, o peor, un instrumento al servicio del primero. Es una política hecha sólo para esas decenas de millones de incondicionales. Los demás, que se busquen la vida.
Este presidente está decidido a romper todas las reglas de juego, instituciones o buenas maneras en la comunicación, todos los moldes, incluido el respeto a sus subordinados. La Casa Blanca y el Congreso deben vivir en un estado de ansiedad permanente, a la espera de otro aviso de nuevo tweet en sus móviles que les despierte a otra pesadilla mayor en medio de la madrugada.
¿Cuál es el problema? Cambiar las cosas y desafiar el statu quo no sería tan malo -pues es preciso dejar claro que el orden liberal realmente existente no va precisamente bien- si en su lugar se propusiera algo con sentido, justo y mínimamente armonioso. Por ejemplo, repensar la globalización: las reglas para un comercio justo, atender las quejas de los perdedores, o llegar a un acuerdo más ajustado de las cargas financieras en los organismos internacionales o en la seguridad (por ejemplo, con Europa). Todo ello podría tener su lado positivo, si no fuera porque la solución que esta Administración ofrece, dentro y fuera, es peor aún que la enfermedad. De hecho, sólo se nos promete más del América First. De momento, en el mundo se ha abierto un vacío que no rellena nadie.
Como resultado, demócratas y republicanos vuelven a la gresca, y el Gobierno Federal ha cerrado unos días, como sucedió a principios de 2013. Pero la tregua pactada en el Congreso no resolverá ni el problema migratorio ni la negociación con México. Queda mucho Trump por delante.
Que el último en salir apague la luz.
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