CARLOS CARNERO (*)
Monumento al euro ante la sede del BCE. / MARTIN LEISSL/BLOOMBERG
Para la Unión Europea, quedarse parada no es una opción.
La demostración más clara ha sido la crisis de 2008, que llegó cuando la UE se daba por satisfecha con la Unión Económica y Monetaria que había dado a luz al euro.
Frente a las dramáticas consecuencias de esa crisis, la Unión tuvo que tomar medidas de calado sobre la marcha, como quien avanza por una calle mientras los edificios caen a su alrededor.
Casi todas esas medidas han demostrado su necesidad en tiempo real, a pesar de las voces que clamaban contra su adopción o incluso las consideraban directamente ilegales. Los ejemplos de la Unión Bancaria (todavía incompleta) y de la compra de deuda pública y privada por el Banco Central Europeo son fehacientes.
Pero nadie garantiza que nuevas crisis, incluso más devastadoras, no estén a la vuelta de la esquina.
¿Vamos a volver a correr entre cascotes para adoptar las decisiones imprescindibles para completar la Unión Económica? Sería profundamente irresponsable.
A la Unión Económica le faltan un Tesoro, los eurobonos, un presupuesto suficiente para la eurozona, un Fondo Monetario, un Fondo de Garantía de Depósitos Bancarios, ampliar al mandato del Banco Central para que pueda actuar como la Reserva Federal de los Estados Unidos, un salario mínimo y un subsidio complementario de desempleo, un ministro del Euro y otros instrumentos.
Lo sabemos los europeístas y también quienes no lo son tanto, por razones de pura eficacia.
Aprobar las decisiones correspondientes para culminar la Unión Económica no será cosa de un día ni será sencillo. Pero tomar esas dificultades lógicas como una imposibilidad manifiesta sería un grave error.
Por eso se entiende muy poco que, cuando es preciso que los países más interesados den esos pasos (por ser los más golpeados por la crisis hasta niveles difícilmente soportables en consecuencias sociales), el Gobierno de España haya enviado a Bruselas una propuesta carente de ambición sobre el desarrollo de la Unión Económica.
Abjurando de documentos anteriores –tanto de Presidencia como del Ministerio de Economía-, el Ejecutivo abandona casi todas las medidas arriba apuntadas, que además gozan de un amplio apoyo político y social en el país.
Con esa nueva postura, España hace un flaco favor a la profundización de la Unión Europea y, sobre todo, a sí misma.
¿Se hace para contentar a Alemania cuando el Gobierno de Coalición, con el SPD dentro, puede abrir un poco su mano? ¿Se olvida que al frente del Elíseo hay un europeísta convencido? ¿Se quiere bailar el agua a los países reticentes a todo avance, que nunca nos perdonarán el pecado original de ser mediterráneos?
El error de fondo del Gobierno español subraya al tiempo un enorme defecto de forma: que decisiones tan relevantes se aprueben sin debate parlamentario antes de que tengan lugar las reuniones del Consejo Europeo a las que van dirigidas. ¿No seríamos más fuertes negociando posiciones nacionales en vez de fijar unilateralmente posturas institucionales de parte, o sea, del Ejecutivo?
Sea como sea, si no se remedia, España volverá a esconderse en la discusión sobre el futuro europeo. Y eso puede hacerse por incomparecencia –como ha ocurrido muchas veces en los últimos cinco años- o por silencio de facto con posiciones inaudibles, como ahora, con unas propuestas inaudibles por pacatas. Confundirse con el paisaje no es buena cosa en Bruselas.
Algo que va exactamente en dirección opuesta a la recuperación del pulso europeísta de la ciudadanía española que muestran las encuestas.
(*) Carlos Carnero es director gerente de la Fundación Alternativas
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