JOSÉ ENRIQUE DE AYALA (*)
Jean Monnet y Robert Schuman, dos de los fundadores de la Unión Europea.
Desde hace 33 años, la Unión Europea celebra lo que podríamos llamar la fiesta nacional europea el 9 de mayo, en conmemoración de la llamada Declaración Schuman, una propuesta elaborada por Jean Monnet y presentada ese mismo día, en 1950, por el Ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, que es considerada como el arranque del proceso de unidad europea, y que se concretaría un año después en la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, primera institución comunitaria.
Europa empezaba a construirse políticamente sobre los escombros, aún humeantes, de la segunda guerra mundial. Hoy, sesenta y ocho años después, la UE engloba (todavía) veintiocho países europeos, entre los cuales está garantizada la libre circulación de mercancías, de trabajadores, de servicios y de capitales. Veintidós de estos países han suprimido prácticamente sus fronteras (Schengen) y diecinueve tienen la misma moneda (euro). El sistema jurídico y político europeo, basado en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, se ha extendido desde la mera cooperación económica hacia ámbitos políticos, como la política exterior y de seguridad, o los asuntos de Interior y Justicia, y abarca ahora todos los aspectos de la vida pública con una clara vocación supranacional e integradora.
Y sobre todo, se ha consolidado, de forma probablemente irreversible, la paz entre sus miembros, que era el primer objetivo de Shuman, Monnet y otros fundadores como Adenauer y De Gasperi. En 2012, la UE recibió el Premio Nobel de la Paz por su contribución durante seis décadas al avance de la paz y la reconciliación, la democracia, y los derechos humanos en Europa. A pesar de que la violencia no se ha erradicado del todo en el continente (Balcanes, Ucrania), nunca Europa había sido tan libre, tan próspera, tan solidaria, ni tan segura. Bajo una bandera común se ha creado un espacio político que es sin duda, para una mayoría, el mejor lugar del mundo para vivir.
No obstante, la UE no vive actualmente sus mejores momentos. Por primera vez un Estado miembro, Reino Unido, abandona el proyecto común y es una pérdida considerable. La gran recesión vivida en la última década ha dejado huellas profundas en la cohesión social, haciendo tambalearse el Estado de bienestar, que es un signo distintivo de las sociedades europeas, y arrojando a un gran número de trabajadores al desempleo, la precariedad, o la pobreza, incrementando su desconfianza hacia la capacidad de las instituciones europeas. Se ha profundizado la brecha entre el norte, acreedor, y el sur, deudor, afectando incluso -de forma negativa- a la percepción de unos europeos sobre otros.
El terrorismo sigue golpeando a nuestros ciudadanos y causando víctimas inocentes. El problema migratorio no está resuelto y es posible que se agudice si no somos capaces de promover el desarrollo en los países vecinos. Todos estos factores juntos han provocado en muchos europeos una sensación de inseguridad, de incertidumbre y de miedo al futuro, alimentando el oportunismo de los partidos populistas, que han prosperado por todo el continente y especialmente en los países del este, poniendo en riesgo el Estado de Derecho y haciendo del antieuropeismo y el regreso a las fronteras nacionales una de sus más rentables demagogias.
Pero los que creemos en Europa no nos vamos a rendir tan fácilmente. Y somos mayoría. Para nosotros, Europa es más que un espacio económico o político. Es un sueño. Un sueño de paz y progreso que queremos hacer realidad, que merece nuestros esfuerzos, aunque haya enormes dificultades. Europa no es solo importante para los europeos, es importante para el mundo. Nuestro modelo social -con todos sus defectos- no existe en ninguna otra parte, y es, no obstante el que acabará implantándose en todo el mundo porque es el más justo y el más eficaz. La acción exterior de la UE como potencia civil, basada en la paz y el desarrollo solidario -a pesar de las acciones bélicas de algunos de sus miembros-, es una aportación indispensable a las relaciones internacionales por contraste con otras potencias partidarias de resolver los problemas con intervenciones militares. Somos el experimento político más avanzado del mundo y estamos obligados moralmente a llevarlo a buen fin. No podemos decir: ya hemos llegado.
Se cumplen justamente ahora 50 años de los sucesos de mayo del 68 en París. Uno de los eslóganes más conocidos de la revuelta fue: ‘Sed realistas: pedid lo imposible’. Es una bella propuesta, salvo que no se trata de pedir, sino de hacer. En el camino de la construcción de la unidad europea nadie nos va a regalar nada. Por el contrario, hay muchos actores políticos a los que no les gusta nada la idea, dentro y fuera de las fronteras europeas. Demasiada unidad para algunos, que si pierden su discurso nacionalista lo pierden todo. Demasiada solidaridad para ciertos egoísmos, nacionales o de clase. Demasiada competencia para otros, que prefieren un mundo unipolar. Los pasos que demos costarán trabajo, como han costado los que se han dado hasta ahora. Pero valdrá la pena.
Seamos realistas: hagamos lo imposible posible. Construyamos una Europa unida, fuerte, libre, justa, abierta, solidaria, una democracia social avanzada que sea un verdadero ejemplo para todo el mundo. Articulemos un modelo de integración que prefigure la patria mundial única que algún día abrazará a toda la Humanidad. Seamos ambiciosos. Nunca han conseguido nada los tímidos ni los timoratos. Hagamos que la bandera azul con estrellas doradas sea ya para siempre, dentro y fuera de nuestras fronteras, la bandera de la paz.
(*) José Enrique de Ayala es miembro del Consejo de Asuntos Europeos de la Fundación Alternativas
Hay 0 Comentarios