JOSÉ MARÍA PÉREZ MEDINA (*)
El Congreso de los Diputados durante una sesión plenaria. / ULY MARTÍN
La instauración democrática de 1978 fue percibida como el inicio de una nueva etapa en la historia de España. Tras décadas de espera por fin el país contaba con un marco constitucional y se extendía el convencimiento de que esta vez sí se había encontrado la vía para superar el diferencial de desarrollo que nos alejaba de Europa.
Nunca estuvo más cerca el objetivo de ‘Europa como solución’, que pareció materializarse con el ingreso de España en las Comunidades Europeas; colmando un anhelo secular y la inserción en un tiempo nuevo.
Y, en efecto, los fondos comunitarios y la acción reformista de los gobiernos socialistas de los años ochenta y noventa del siglo pasado parecían confirmar el giro histórico. Se inició un proceso de convergencia con los Estados de nuestro entorno y el nivel de bienestar español se fue acercando paulatinamente a los de los de los países europeos más desarrollados.
Pero la crisis económica iniciada en 2008 paralizó e incluso revirtió esta tendencia. Si al comienzo de la crisis la riqueza nacional se situaba en el índice 107, superando la media comunitaria, en 2017 este índice ha descendido sensiblemente y ahora se sitúa en 92, es decir, por debajo de la media comunitaria. Esto significa que la riqueza per cápita respecto de la media de la UE ha vuelto a niveles de la segunda mitad de los años noventa. De esta manera, la certeza de progreso sentida desde 1978 se ha ido evaporando poco a poco.
Si se consideran datos referentes al consumo individual per cápita, los datos recientes son aún peores; ponen de relieve importantes dificultades económicas para los ciudadanos; y explican su percepción negativa de la situación económica. No obstante, esta percepción negativa alcanza mayores cotas aún con respecto a la situación política.
Desde 1978 la opinión pública española ha mitificado la Constitución, y ha llegado incluso a sacralizarla, cada vez con mayor frecuencia e intensidad en ciertos sectores políticos. Sin embargo, la crisis territorial cuestiona la operatividad del título VIII, las instituciones del Estado están fuertemente cuestionadas y las demandas sociales desbordan el título I sobre los derechos y libertades fundamentales.
Por todo ello, se extiende la sensación entre la ciudadanía de que la Constitución ha dejado de ser el instrumento jurídico válido para una nueva realidad social.
Insatisfacción ciudadana
Como resultado de esta doble crisis, según revelan los últimos datos del CIS, el 76,2% de los encuestados considera mala o muy mala la situación política, mientras que el 54,7% considera mala o muy mala la situación económica. La gestión del gobierno del PP es considerada mala o muy mala por el 59,3%, mientras que la del PSOE en la oposición supone el 60,3%. Aquellos a los que el Presidente del Gobierno no ofrece ninguna o poca confianza son el 78,6% de los encuestados, que llegan al 83,0% en el caso del líder del PSOE. Para completar esta visión, el 34,7% de los encuestados manifiesta no tener simpatía por ningún partido.
Ciertamente, en la evolución de los dos últimos años, la percepción económica ha mejorado, pero la política ha empeorado sensiblemente; y de esta manera la satisfacción económica como elemento que condiciona y orienta las opiniones de los ciudadanos de forma prioritaria ha entrado en indudable crisis.
Todos los datos indican que los ciudadanos perciben cada vez con mayor preocupación la paralización política y la acumulación de problemas que continúan sin resolverse cuando estamos llegando al ecuador de la Legislatura: el descrédito de las instituciones, el encaje territorial de Cataluña, la financiación territorial, la quiebra del sistema de Seguridad Social, las dudas sobre la acción de la justicia, el incremento de la desigualad, el acelerado despoblamiento de un buen número de provincias, la desindustrialización, la dependencia económica del turismo, etc. Todos ellos problemas presentes al inicio de la Legislatura, no abordados, y sin demasiadas expectativas de abordarse en el futuro próximo ante la previsible inestabilidad parlamentaria.
Respuesta Insatisfactoria
Pudiera decirse que la sociedad española aprecia su orfandad en momentos complejos. Además, en un momento en el que los datos del CIS apuntan que la sociedad española se percibe como más bien poco igualitaria (65,5%), poco desarrollada económicamente (56,0%) o poco innovadora (55,4%).
Mientras en el exterior la Unión Europa ha perdido su condición de guía y los Estados vecinos han dejado de ser un espejo fiable a imitar, y la globalización y la crisis de los Estados ha interrumpido las agendas de bienestar que habían conocido los países europeos en las últimas décadas; en el orden interno la política española muestra preocupantes síntomas de desorientación y de estancamiento.
Los partidos políticos no logran ofrecer propuestas ilusionantes y creíbles a la sociedad y diseñan estrategias y se enzarzan en conflictos que poco o nada interesan a los ciudadanos. En el debate entre partidos el argumentario sustituye a la idea y el eslogan ocupa el lugar del discurso reflexivo.
Y este vacío es más llamativo cuando volvemos la vista hacia atrás. Desde la Ilustración del siglo XVIII y sobre todo desde finales del siglo XIX a partir de la obra de autores como Joaquín Costa o Macías Picavea, la idea de que España necesitaba un programa de reformas profundas se instaló en el pensamiento político español como una tendencia asumida por individuos y grupos sociales preocupados por la situación del momento y por el futuro colectivo de España.
La insatisfacción y la autocrítica, muy arraigadas en el pensamiento colectivo en los últimos dos siglos, han caracterizado el pensamiento político español. Las insuficiencias del régimen de la Restauración, la pérdida de los restos del sistema colonial de 1898 y la persistencia del retraso económico y cultural de España ciertamente crearon un ambiente de pesimismo colectivo, pero que también sirvió como incentivo para el despliegue de una profusa actividad intelectual en la que los pensadores y críticos propugnaron programas de modernización, con reformas pendientes dirigidas a superar el marasmo histórico y acabar con lo que muchos pensadores consideraban una anomalía en el contexto europeo.
Posteriormente, en la Segunda República se produjo una reacción, impulsada por los intelectuales, para cambiar este devenir histórico, como Tuñón de Lara explicó al abordar los orígenes intelectuales de la Segunda República. Es más, incluso el pensamiento totalitario español de los años treinta y el posterior régimen franquista en cierto modo también asumió la necesidad de abordar los problemas seculares de nuestra realidad social, aunque fuera desde una perspectiva autoritaria y en el marco de un gobierno unipersonal.
Por el contrario, en el momento actual, el pensamiento crítico y reflexivo, y el análisis fundado en la solidez científica que conocimos en el pasado, apenas logra abrirse camino. Los intelectuales parecen haber abandonado su compromiso con el programa reformista y cuesta encontrar aportaciones sólidas que alumbren proyectos de interés real para la ciudadanía. Esto supone una penosa quiebra con la tradición del pensamiento en nuestra historia contemporánea.
Es así como en la España actual, esfumado el modelo europeo, ya no se reconoce ese componente regeneracionista que activó la acción política desde hace décadas. A los actores políticos les corresponde ofrecer propuestas, pero corresponde a la tarea intelectual identificar problemas, propiciar debates y aportar ideas para el futuro político colectivo.
(*) José María Pérez Medina es politólogo e historiador
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