CARLOS CARNERO (*)
Viktor Orban, a la izquierda, junto a Merkel y Macron en Bruselas. / REUTERS
¿Tendremos que irnos acostumbrando a que los buenos viejos tiempos hayan pasado de momento a mejor vida cuando hablemos de los estados miembros de la Unión Europea? Me temo que sí, aunque desconozco por cuanto tiempo. Así que con los mimbres disponibles habrá que seguir tejiendo el cesto comunitario, utilizando todas las artes a nuestro alcance con una buena dosis de voluntad política frente a las dificultades.
Sabemos perfectamente quién gobierna en Polonia y Hungría. Y no nos gusta ni a los europeístas ni a la propia UE, cuya Comisión ha advertido reiteradamente a ambos Ejecutivos nacionales de que están adoptando medidas que pueden atentar contra los valores europeos, hasta el punto, en el caso de Varsovia, de haber abierto un expediente en el marco del artículo 7 del Tratado de la Unión, ahí es nada.
Tampoco nos hace ninguna gracia la coalición de gobierno de Austria a causa del socio menor de la misma, el Partido de la Libertad, que podemos calificar como de extrema derecha o de derecha extrema, lo mismo da, porque en su ideario el orden de los factores no altera el producto. Contra la participación de ese partido en el Ejecutivo de Viena ya clamamos hace años en Bruselas desde el Europarlamento, no hablamos de algo nuevo.
Pero, más allá de la poca gracia que nos haga, esa coalición es la que va a ejercer la Presidencia semestral del Consejo de la Unión hasta el 31 de diciembre, con un calendario político que incluye temas tan relevantes como el cierre de las negociaciones del Brexit y también las del próximo Marco Financiero Plurianual de la UE. Y además es la que toca cuando el tema migratorio ha alcanzado un grado de ebullición política (no basada en datos cuantitativos, la verdad) más que peligroso en Roma o en Berlín.
Que el canciller austriaco no es un antieuropeo está claro, como tampoco lo es su partido, perteneciente a la familia conservadora comunitaria (PPE). Pero que ha conseguido gobernar gracias a un acuerdo con los extremistas endureciendo su posición hasta extremos difícilmente aceptables en temas muy sensibles también es evidente. Austria no es Polonia ni es Hungría, no nos confundamos, pero sí forma parte de ese numeroso grupo de estados miembros cuyos gobiernos no quieren ir más allá en la profundización política europea.
De la lectura del Programa de la Presidencia austriaca de la UE llama poderosamente la atención que, en términos planteados para el debate sobre el futuro de la Unión, apuesta sin ambages por el cuarto de los escenarios avanzados en el Libro Blanco de la Comisión, es decir, “hacer menos de forma más eficiente”. Aunque no nos complazca, bastantes gobiernos europeos sin extremistas entre sus ministros suscriben hoy el apoyo a esa perspectiva, algo impensable hace algunos años.
¿Significa esa compleja realidad que los estados con gobiernos más proeuropeos deben tirar la toalla en el combate por seguir avanzando en la integración con el horizonte de culminar la unión política? Sin duda, no. Pero sí implica que deberían ser capaces de reflexionar sobre la posibilidad -y la necesidad, de hecho- de aprovechar al máximo el instrumento de la cooperación reforzada que ofrece el Tratado de Lisboa.
Evitar los obstáculos existentes haciendo cosas fuera del marco institucional de la UE es, en mi opinión, una equivocación y, a pesar de que aparentemente pudiera parecer beneficioso o inevitable, terminaría contribuyendo al debilitamiento de la unidad europea y, paradójicamente, haciendo el juego a los euroescépticos de convicción o de conveniencia a causa de su coyuntura política nacional, que no son idénticos. La vía correcta es otra: establecer cooperaciones reforzadas en cuanto sea necesario entre los estados que quieren avanzar más y más deprisa, esto es, aplicar el escenario 3 de la Comisión Europea, o sea, “los que quieran hacer más, que lo hagan”.
Ello no supone abandonar la perspectiva de que más pronto que tarde los partidos europeístas estén en condiciones de recuperar la hegemonía en la mayor parte de los gobiernos nacionales de la UE, planteándose de nuevo aquello de “hacer mucho más todos juntos” (el escenario 5 del Libro Blanco), porque en las democracias hay elecciones cada cuatro o cinco años y es la ciudadanía la que decide con su voto universal, directo y secreto. Ni el PiS polaco, ni el partido de Viktor Orban, ni el FPÖ serán eternos en el poder siempre que se les derrote en las urnas y, previamente, en el debate de las ideas y los valores.
Mientras tanto, es preciso que los grandes países de la UE mantengan encendida la llama del europeísmo de forma activa, promoviendo respuestas eficaces que se ganen a la ciudadanía europea. Y digo europea, no la de cada país miembro, porque en nuestra época es imposible conseguir que quienes viven en países en los que la demagogia y el populismo son hoy hegemónicos reciban únicamente el mensaje nacionalista de sus partidos de gobierno.
Aldabonazos como la recuperación para España de una posición proactiva en la UE con la llegada del Gobierno del presidente Pedro Sánchez deben ser claves en esa dirección, como ya ha empezado a notarse en las últimas semanas y, en alguna medida, en el pasado Consejo Europeo. Las posiciones europeas del Ejecutivo socialista de nuestro país se convierten así en una suerte de demostración palpable de que los discursos a la defensiva, recelosos, nacionalistas, no son los únicos posibles, y permiten que muchas personas de los todavía 28 piensen más allá del miedo que los demagogos tratan de presentar como una suerte de pensamiento único.
Fomentar en debate sobre el futuro de la Unión Europea, si los europeístas estamos convencidos de tener propuestas atractivas para el mismo, es la mejor manera de impedir que la mentira gane el partido. Por el contrario, evitarlo o reducirlo a la mínima expresión pública sería regalarle un triunfo de consecuencias incalculables para nuestras vidas como mujeres y hombres libres del todavía espacio más democrático del Planeta.
(*) Carlos Carnero es director gerente de la Fundación Alternativas
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