JOSÉ ENRIQUE DE AYALA (*)
Donald Trump, en la Casa Blanca. / REUTERS
El día 4 de agosto entra en vigor la primera fase de la reanudación de las sanciones de Estados Unidos a Irán, como consecuencia de la ruptura unilateral por parte de la administración de EEUU del Plan de Acción Integral Conjunto, más conocido como el acuerdo o pacto nuclear con Irán. No obstante, las sanciones más importantes serán las que previsiblemente entrarán en vigor el 4 de noviembre, ya que afectarán a las exportaciones de petróleo y gas y a la importación de equipos para esta industria, lo que podría colapsar definitivamente la economía iraní, ya muy deteriorada, en un momento socialmente delicado, y provocar una grave crisis interna.
El pacto se firmó en Viena, el 14 julio de 2015, tras dos años de duras negociaciones, entre Irán por un lado, y los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (EEUU, China, Rusia, Reino Unido, Francia) más Alemania y la Unión Europea por el otro, y entró en vigor en enero de 2016. Básicamente se trataba de ralentizar el programa nuclear de Irán, que representaba en ese momento el mayor peligro para la región, a cambio de un levantamiento de las sanciones aprobadas, entre 2006 y 2010, por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (CSNU) que limitaban las transacciones financieras y el comercio con Irán, incluido el embargo petrolífero, además de prohibir la transferencia de material militar. El pacto levantaba la mayoría de las sanciones aunque la prohibición de la venta de armas se mantenía durante cinco años y las restricciones al material nuclear civil durante diez.
Las primeras sanciones empiezan a aplicarse 90 días después de que el presidente de EEUU, Donald Trump, anunciara a primeros de mayo el abandono unilateral del acuerdo, a pesar de la posición contraria del resto de los firmantes, particularmente de los tres europeos que se han negado a romperlo, en una muestra más del unilateralismo y la irresponsabilidad que está exhibiendo el presidente Trump en sus decisiones de política internacional, y del desprecio que mantiene hacia las opiniones de sus aliados, ya demostrado en su decisión de abandonar el acuerdo sobre el cambio climático, o en su agresiva política comercial. Trump no está consiguiendo hacer a EEUU grande nuevo, puesto que siempre lo ha sido, está consiguiendo que se quede solo. Ni siquiera Reino Unido, su tradicional aliado, le secunda en esta aventura.
La reanudación de las sanciones estaba prevista, si Irán no cumplía lo pactado, de hecho el Congreso de EEUU exigió que el presidente tuviera que renovar el levantamiento cada 120 días, y a ese mecanismo se ha acogido Trump. También estaba previsto que el Consejo de Seguridad tomara una decisión, en caso de incumplimiento, en el plazo de 30 días, pero no ha sido el caso, porque Irán ha cumplido estrictamente hasta ahora las estipulaciones del acuerdo, según los informes del Organismo Internacional de la Energía Atómica.
No hay, por tanto, ningún fundamento objetivo para la ruptura del pacto. Es cierto que Irán sigue desarrollando su programa de misiles balísticos y en septiembre de 2017 hizo una prueba del misil Joramshahr, de 2.000 km de alcance. Si bien el acuerdo nuclear no prohíbe las actividades balísticas de Irán, la resolución 2231 del CSNU, que lo ratificó, insta a Irán a no desarrollar misiles diseñados para transportar cabezas nucleares. Teherán afirma que no posee ni desarrolla esa capacidad, pero aunque lo hiciera no estaría vulnerando el acuerdo, porque lo que el CSNU hace es una recomendación, no una obligación. Por supuesto el pacto no es perfecto, por ejemplo en lo que atañe a los plazos (15 años), pero pretender que Irán no desarrolle armamento no nuclear, teniendo al lado a Israel, parece poco realista. En todo caso, hay margen para intentar mejorarlo, ya que algunas sanciones subsisten, sin necesidad de denunciar unilateralmente lo que se está cumpliendo.
Las razones de la posición de Washington hay que buscarlas en otros aspectos. En primer lugar, en la obsesión de Trump por deshacer toda la obra de su predecesor, Obama, y tratar después de rehacerla con su propio sello. De hecho, apenas una semana antes de la entrada en vigor se las sanciones ha declarado en rueda de prensa estar dispuesto a abrir un diálogo con el Presidente iraní, Hasan Rohaní, “sin condiciones”, dando una nueva muestra de su errática política, en la que las decisiones se mantienen durante semanas, días u horas dependiendo del humor de su principal protagonista, si bien en una primera reacción las autoridades iraníes han rechazado por el momento una propuesta, que consideran “humillante” en las actuales circunstancias.
Pero más allá de la personalidad de Trump, lo cierto es que este paso se corresponde con una radicalización de su administración que representa muy bien el nombramiento como Consejero de Seguridad Nacional de John Bolton, un radical de ultraderecha, colaborador entre otros del Instituto Judío para la Seguridad Nacional de América y del extremista Proyecto para un Nuevo Siglo Americano, que lógicamente se entiende muy bien con los extremistas que dominan el actual gobierno israelí, encabezados por Benjamin Netanyahu, quien ha hecho lo posible y lo imposible para cargarse el acuerdo con Irán, el único enemigo de importancia que le queda en la zona, coincidiendo en este asunto con Arabia Saudí, rival histórico de Irán por causas religiosas y geopolíticas. Trump se debe a ambos, por razones políticas en un caso y económicas en el otro, y ha hecho lo que le pedían insistentemente los dos únicos aliados acríticos que le van quedado en el mundo.
En realidad las sanciones que Washington levantó en 2016 y vuelve a aplicar ahora se refieren sobre todo a empresas extranjeras que también tengan negocios con EEUU, la mayoría europeas, más que a las americanas pues éstas continuaban y continúan en un régimen de restricciones. Por ejemplo, un banco estadounidense no podía hacer negocios con Irán, pero uno europeo que también opere en EEUU, hasta ahora sí. No hay que olvidar que la mayor parte de las sanciones de EEUU son anteriores al desarrollo nuclear de Irán y a las resoluciones del CSNU, pues las primeras fueron consecuencia de la crisis de los rehenes de la Embajada que siguió a la toma del poder por los ayatolás en 1979. Las sanciones que entran ahora en vigor, fundamentalmente comerciales y financieras, afectarán por tanto a las compañías europeas que han establecido negocios con Irán como Total, Airbus, Siemens o Peugeot, así como a las que han comenzado a importar petróleo iraní y a algunos bancos europeos. Habrá que ver cómo reaccionan estas empresas ante la amenaza de sanciones en EEUU, y como mantienen Londres, Berlín y París su posición a favor de respetar el acuerdo, en estas condiciones. Si los europeos se sumaran finalmente a las sanciones, el régimen iraní podría verse forzado a volver a su programa nuclear para ejercer una cierta presión, lo que podría tener consecuencias catastróficas.
El primer efecto de la reanudación de las sanciones es el debilitamiento del ala moderada del régimen iraní, encabezada por Rohaní, que ya se está produciendo, en favor del ala más dura, que adquiere fortaleza en la crisis. Pero probablemente es esto lo que se busca. Ni a Israel ni a Arabia Saudí, ni – por extensión – a la actual administración de Washington, les interesa un Irán moderado y dialogante que se integre en la comunidad internacional y prospere, mientras mantiene o aumenta su influencia en la región. Netanyahu prefiere claramente un enfrentamiento que acabe de una vez por todas con la amenaza potencial, y para llegar a eso conviene que el régimen iraní se radicalice, o mejor aún, que retome su programa nuclear. Así estaría justificada una intervención militar que hasta ahora ha sido vetada por Washington.
Deterioro de la economía
El otro escenario deseado por los enemigos de Irán es que el deterioro de la economía producido por las sanciones acabe por producir un levantamiento popular, que ya tuvo un anuncio en las manifestaciones de diciembre y enero pasados, y el régimen caiga o al menos se debilite gravemente. Pero también puede suceder que, ante la amenaza de un deterioro interno grave, el régimen iraní se radicalice aún más, e incluso opte por una huida hacia delante y se lance a una aventura bélica para unir al país.
En cualquier caso, se está jugando con fuego en una región azotada por la violencia desde 1948, en la que, además de persistencia de la madre de todos los conflictos: el palestino-israelí, que no va a mejorar precisamente con la declaración de Israel como Estado nación judío y la legalización de nuevos asentamientos irregulares en Cisjordania, se desarrollan actualmente dos guerras abiertas (Siria, Yemen) y otros dos enfrentamientos civiles que pueden quedar en cualquier momento fuera de control (Irak, Líbano). Es cierto que Teherán participa de una u otra manera en estos conflictos (como también lo hacen, por otra parte, Arabia Saudí y los Emiratos), pero también lo es que el mejor camino para la estabilización pasa por atraer a Irán a la comunidad internacional y al camino de la paz a través del diálogo, los pactos, y promoviendo su desarrollo económico, lo que favorecerá a los moderados del régimen y finalmente promoverá su integración pacífica, sin que eso signifique necesariamente falta de firmeza en la exigencia del cumplimiento de los acuerdos y de las resoluciones del CSNU.
Si se presiona al régimen iraní hasta la desesperación, cualquier cosa puede suceder, incluida una nueva guerra, la escalada nuclear, o ambas, con las consiguientes secuelas de dolor, muerte y destrucción, que se puede extender a toda la región e incluso fuera de ella. Avivar un fuego que se estaba apagando es el colmo de la irresponsabilidad, y si se hace desde la presidencia del país más poderoso del mundo, es sencillamente una locura. Esperemos que la sensatez que seguramente queda todavía en la mayoría de la clase política de EEUU, incluido el Partido Republicano, y la presión combinada de los aliados y amigos del gran país americano - especialmente los europeos -, reconduzcan este asunto hacia una nueva distensión, en favor de la paz y la seguridad de todos.
(*) José Enrique de Ayala es miembro del Consejo de Asuntos Europeos de la Fundación Alternativas
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