LUIS FERNANDO MEDINA SIERRA (*)
Un funcionario se lleva una bandera británica de la Comisión Europea en Bruselas. / REUTERS
Como ya nos hemos acostumbrado a que vuelvan escenas del pasado, no es del todo sorprendente que en las últimas semanas el Gobierno inglés haya estado considerando seriamente la posibilidad de almacenar comida y medicinas en caso de que ocurra lo peor tras el Brexit. Ese tipo de cosas eran comunes en tiempos más rústicos, pero hasta hace poco parecían impensables en una de las economías más avanzadas del mundo en el siglo XXI.
Sin entrar a pronunciarnos sobre los beneficios o desastres del Brexit y sus posibles escenarios, este evento es un muy buen recordatorio de que ciertos debates académicos de vieja data al final tienen relevancia en la vida práctica de los ciudadanos. El comercio internacional genera aumentos en la eficiencia de las economías. De eso no hay mucha duda. A fin de cuentas, mientras más competencia exista en la producción de cualquier bien, será más fácil conseguir dicho bien al menor costo posible. Ya desde el siglo XIX economistas como Bastiat habían explicado este raciocinio. Así las cosas, todo país debería simplemente dedicarse a reducir sus aranceles y negarse a tener vínculos comerciales exclusivos o preferentes con otros países. Debería dejar que a sus puertos lleguen los bienes más baratos, vengan de donde vengan.
Pero en la práctica las cosas no son tan sencillas. Algunos economistas consideran que los mercados son mecanismos autónomos que se autorregulan. Quienes eso creen, no tienen ningún problema en aceptar las recomendaciones de Bastiat y sus seguidores contemporáneos. Pero para otros economistas, y en esto están en compañía de politólogos y sociólogos, los mercados son el producto de una serie de delicados diseños institucionales en los que los estados juegan un papel central.
A los puertos británicos llegan todos los días alimentos procedentes de Europa. Tal vez no son los más baratos. Pero sí son los que cumplen con ciertas condiciones fitosanitarias que se han venido pactando durante décadas en la Unión Europea. Gran Bretaña podría, por supuesto, decidir que no quiere saber nada de tales condiciones. Así, si alguien quiere enviar carne con salmonela a los mercados británicos, deberían ser los consumidores los que tomen la decisión de si vale la pena arriesgarse. (¿No les parecía sospechosa esa bandeja de carne en el supermercado a menos de la mitad del precio de la que estaba al lado?).
Pero esa sería una decisión institucional, política. En la actualidad, Gran Bretaña, al igual que muchos otros países modernos, ha tomado la decisión de que la protección de sus consumidores es una labor del Estado y esto a su vez induce una estructura particular de los mercados. Salirse de la Unión Europea implica salirse de esa estructura. Hay otras estructuras, por supuesto. Estados Unidos tiene otros sistemas de regulación sanitaria, o de seguridad, o de calidad, o de tantas otras cosas. Gran Bretaña podría orientarse hacia allá si lo quisiera. O podría crear su propio sistema de regulaciones. (Al fin y al cabo, ya conducen por la izquierda y algunos practican el balconing. Lo de la excentricidad se les da bien…).
Cambios tecnológicos
Ahora bien, debido a una serie de cambios tecnológicos (por ejemplo: bienes cada vez más complejos, cadenas de producción más extendidas) y políticos (por ejemplo: la prioridad en el mundo noratlántico por evitar nuevos conflictos después de 1945), ha habido una tendencia a que las estructuras de regulación de los mercados sean cada vez más transnacionales. Esto ha tenido muchas ventajas ya que permite aprovechar economías de escala en la producción.
Por eso, el libre comercio es, en nuestro tiempo, un problema no solo de mercados sino de Estados. Para que existan mercados funcionales tienen que existir Estados funcionales tanto para la regulación doméstica como para abordar los temas interestatales.
Más allá de los dilemas que esto plantea para Gran Bretaña, también debe ser motivo de reflexión para los demás países. La globalización no debe ser entendida simplemente como un proceso que compete a los mercados. La globalización necesita también de procesos políticos, mientras más transparentes y democráticos mejor, para que se puedan repartir de manera equitativa las ganancias del comercio, de una manera que sea compatible con las necesidades de regulación de los estados participantes.
Mientras llega el día definitivo del Brexit, es un tema que nos debe motivar a pensar y, de pronto, a almacenar whisky y queso stilton.
(*) Luis Fernando Medina Sierra es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid
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