CARLOS CARNERO (*)
El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, en el Parlamento Europeo. / EFE
Me gusta definir a la UE como una unión de valores para garantizar derechos.
Y la decisión del Parlamento Europeo de invitar al Consejo a constatar la existencia de un riesgo claro de violación grave por parte de Hungría de los valores de la UE es la mejor constatación de que esa definición se atiene a la realidad.
Muchos consideran equivocadamente que la UE es un club de países en el que lo esencial es repartir fondos presupuestarios y en el que lo normal es no tomar decisiones sobre temas complicados.
Olvidan, en bastantes casos deliberadamente, que la UE, por el contrario, es ante todo una democracia supranacional en la que funciona la división de poderes gracias a un marco constitucional (llamado todavía Tratado) que ya quisieran por lo avanzado de sus contenidos algunos Estados miembros.
En esa democracia supranacional (la primera de la historia), ir contra los valores que organizan la convivencia en paz y libertad -es decir, ir contra su ciudadanía- no es gratis.
Como hace unos meses hizo la Comisión Europea con la Polonia de Kaczynski, la Eurocámara ha ejercido ahora su derecho de propuesta motivada (que pueden ejercer ambas instituciones o un tercio de los Estados miembros) para que se active el Artículo 7 del Tratado de la UE.
Lo ha hecho por una amplísima mayoría (formada por socialistas, muchos conservadores, liberales, verdes, izquierda unitaria), como suele ocurrir habitualmente con sus decisiones, aunque esta vez el Partido Popular Europeo ha dudado hasta el último minuto, dando ‘libertad de voto’ (sería mejor decir que no estableciendo ninguna orientación indicativa de voto, por lo que diré más abajo sobre los eurodiputados). De hecho, parte de sus delegaciones no han votado a favor de la resolución adoptada, por diversas razones.
Pero entre las expuestas hay una especialmente equivocada: la utilizada por el PP español al afirmar “no queremos apoyar a Orbán, pero tampoco queremos que el Parlamento, el más político de los órganos, se convierta en un Tribunal de Justicia de los Estados miembros”.
El Parlamento Europeo –que, por cierto, no es un órgano, sino una institución de la UE: la diferencia es notable- no es un Tribunal, claro está, y, por ello, según el Tratado, no sentencia, sino que, en una primera fase, propone constatar al Consejo, con su aprobación previa, si existe el riesgo de violación grave de los valores de la Unión por un Estado. En una etapa posterior, el PE aprueba la constatación de la existencia de tal violación antes de que lo haga el Consejo.
Cumple así una función política esencial como la única institución europea elegida directamente por la ciudadanía: la de defender en Hungría los valores en que se basan sus derechos. Lo mismo que la Comisión, al haber activado la alarma con Polonia, ejerce a conciencia su papel de guardiana de los Tratados y del interés comunitario.
En pura lógica, al ser todavía la UE una construcción jurídica basada en un Tratado internacional, es a la institución intergubernamental por excelencia, el Consejo –en diferentes fases y con diferentes mayorías-, a quien le corresponde tomar finalmente una decisión.
Finalmente, el Estado concernido, si se le suspenden algunos derechos (como el de voto en el Consejo), siempre podrá acudir al Tribunal de Justicia de la UE.
Si esto no es una democracia bastante perfecta, se le parece mucho, la verdad. De forma que seguir hablando de déficit democrático europeo empieza a estar un poco fuera de lugar.
Cada partido político europeo y cada partido nacional miembro de los mismos pueden tomar la decisión que estimen oportuna en votaciones como la que nos ocupa. No digamos ya los eurodiputados, que no están sometidos a ningún tipo de mandato imperativo.
Pero los ciudadanos también tienen el derecho de interpretar la decisión adoptada y el voto emitido (o incluso el no voto, algo poco comprensible para un diputado, pues sería como un corredor que se sube a la bicicleta y se niega a dar pedales para que nadie sepa si piensa ir hacia delante o hacia atrás, aunque pueda sospecharse que preferiría esto último).
En el caso de la votación del Parlamento Europeo, justificar con argumentos tan poco convincentes como los del PP español el no apoyar (tres de sus miembros incluso han votado en contra) la aplicación del Artículo 7 del Tratado de la UE a la Hungría de Orbán (amigo del alma de Matteo Salvini y líder de un partido que incomprensiblemente todavía forma parte de la familia conservadora) no funciona, es un error en un partido europeísta.
Y, sobre todo, es un nubarrón sobre la firmeza de algunas formaciones cuando los europeístas tengan que hacer frente en común a la extrema derecha tras las dificilísimas elecciones al Parlamento Europeo de 2019. Un nubarrón demasiado negro y preocupante, que suena demasiado a apaciguamiento.
(*) Carlos Carnero es director gerente de la Fundación Alternativas y ex eurodiputado
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