LUIS FERNANDO MEDINA SIERRA (*)
Un empleado de Lehman Brothers abandona la sede el 15 de septiembre de 2008. / AFP
En estos días se cumplieron diez años del colapso de Lehmann Brothers, el gigante de la banca de inversión cuya bancarrota dio inicio a la crisis financiera más profunda de las últimas décadas. ¿Cómo se debe marcar esa efemérides? ¿Hay motivos para la satisfacción? ¿Para el pánico? ¿Para el escepticismo?
Hay reacciones para todos los gustos. Si hace diez años el temor era que se repitiera la Gran Depresión de los años 30, cosa que algunos creían, podemos darnos por satisfechos. La economía mundial no sufrió la devastación de aquella vez, con todo y el colapso de casi todos los regímenes democráticos de la época y la destrucción de los consensos políticos más básicos. No. Algunos países en los últimos diez años han sufrido más que en los años 30, pero no es esa la norma. Y aunque hay nubarrones políticos en el horizonte, no se asemejan a las sombras siniestras del periodo de entreguerras.
Pero si bien se evitaron los peores escenarios, lo que sí ocurrió no fue para nada trivial. Millones de personas desempleadas, millones de hogares que perdieron sus activos, inversiones que fueron a alimentar burbujas inmobiliarias de escaso valor social mientras que otras necesidades se siguieron sin atender, y un largo etcétera.
Pero, curiosamente, a diez años de la Gran Recesión, buena parte de los consensos de política económica siguen incólumes, con algunos pequeños cambios en el margen. Así lo indican, por ejemplo, las reacciones de los gobiernos ante la alarma generalizada de aquellos días. En retrospectiva, podemos decir que la Gran Recesión fue el producto de dos shocks combinados. Por una parte, el estallido de una burbuja inmobiliaria en algunas economías de tamaño apreciable, sobre todo Estados Unidos, pero también, por supuesto, España, y, por otra parte, el colapso de los mercados de deuda, en buena medida inducido por el hecho de que la burbuja inmobiliaria se había financiado con instrumentos que se encontraban dispersos en todo el sistema bancario mundial. No es fácil saber cuál de los dos shocks pesó más.
En todo caso, la reacción de las economías desarrolladas fue asimétrica: muchos recursos se dirigieron a restablecer la solidez de las instituciones financieras y, en cambio, muy poco se destinó a recuperar la demanda agregada deprimida por la pérdida de activos de los hogares. Para ponerlo más crudamente, rescates y recortes. Rescates para los bancos, recortes para los hogares.
Esa fórmula caldeó el ambiente político en muchos países, especialmente en los del Mediterráneo. Pero no se ve ningún intento por evitarla cuando (y el día esté lejano) se produzca un nuevo estallido.
Ha habido medidas para estabilizar un poco el sistema financiero. Tanto en Estados Unidos como en Europa se han introducido algunas regulaciones (o, mejor dicho, reintroducido) para evitar la proliferación de instrumentos de deuda incomprensibles. Se han aumentado un poco los requerimientos de capital. Y poco más. En los días álgidos de la Gran Recesión se hablaba de, por ejemplo, achicar los bancos para evitar que uno de ellos pudiera generar un riesgo sistémico. Esa agenda parece haberse archivado.
En cambio, las herramientas que se necesitarían para una respuesta fiscal más vigorosa siguen aún en la etapa de los nobles propósitos. En el caso europeo, tal vez el más dramático, un paso fundamental sería el de crear más estabilizadores automáticos de alcance continental para evitar que, como hace diez años, países vulnerables tengan que entrar en una espiral destructiva de recortes y ataques especulativos contra su deuda. Para eso se necesitaría cierta integración fiscal o por lo menos cierta mutualización de las deudas europeas.
Para hacer aún más inquietante el panorama, uno de los legados de la Gran Recesión ha sido un mundo de tasas de interés muy bajas. Esto no tiene por qué ser malo en sí. Pero sí quiere decir que, en caso de que llegara a haber una nueva crisis, los bancos centrales no tendrían a mano el recurso de bajar dichas tasas para estimular la economía. Esto no es un problema insoluble. En dichas circunstancias hay otros recursos como, por ejemplo, una agresiva política de gasto público o de expansión de la base monetaria. El problema es que van en contra de las ortodoxias que se habían ya enquistado desde antes de la Gran Recesión y que, a juzgar por todos los indicios, siguen vivas después de que los eventos han demostrado que había que repensarlas.
No es de extrañar que todos los pronosticadores estén ahora dedicados a buscar la nueva burbuja. En este momento, sin embargo, no parece haber ninguna tan descomunal y tan potencialmente destructiva como la de hace diez años. De modo que no parece haber razones para temer un nuevo colapso a corto plazo. Eso es, sin duda, una buena noticia. Pero, la mala noticia es que, estos diez años no han servido para generar nuevos consensos y nuevas voluntades políticas para reaccionar de manera distinta, ante un evento similar. Aunque conocemos la historia, parece que estamos condenándonos a repetirla.
(*) Luis Fernando Medina Sierra es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid
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