PALOMA ROMÁN MARUGÁN (*)
Una mujer sostiene una pancarta durante una marcha contra la violencia de género. / EFE
El empleo de la violencia es una estrategia condenable y, aun así, milenaria. Quien la utiliza conoce su función para modificar comportamientos. Cuando los castigos corporales a la infancia estaban tolerados, se consideraba un recurso más en la educación. La violencia es poderosa porque no tiene límites en cuanto a su alcance y sus espacios de actuación; pero detengámonos en uno concreto: la violencia política contra las mujeres, pudiendo extraerse algunas conclusiones de interés.
La primera aproximación mental conduce a pensar en violencia física ejercida contra las mujeres que se dedican, de una u otra manera, a la política. Somos capaces de imaginar, y lo que es peor, recordar, casos concretos en que determinadas personas han sido y son víctimas de una represión brutal o de actos contra su integridad personal. Estas circunstancias llevan aparejadas de siempre una derivada especialmente terrible contra las mujeres, como es la práctica de la violación como un rasgo distintivo de esta violencia, que pone de manifiesto una práctica miserable contra el cuerpo y la mente de las mujeres, y que además conlleva estragos colaterales, muy dignos de tener en cuenta: como es la humillación personal y familiar, y la proyección del temor incluso sobre aquellas mujeres que no la han sufrido, ya que opera como una amenaza colectiva constante.
Esa doble función atemorizadora de la violencia, es decir dañar (e incluso matar) a una persona y/o a sus familiares (caso especial, son los hijos), pero a la vez que el hecho sirva de ejemplo para otros casos que se animen a deponer su actitud o a dejar su actividad, resulta muy patente. La violencia física o su amenaza (acrecentada con algún ejemplo concreto) en el ámbito de la política y ejercida contra las mujeres, se desarrolla a través del crimen o de la desaparición. Pero existen otros tipos de violencia política, no sólo contra las mujeres, pero también, como puede ser la prisión por motivos ideológicos o el exilio.
Esas historias, algunas de verdadero terror, la mayoría de las veces evocan distintos y lejanos lugares; pero la reflexión continúa con el siguiente interrogante: ¿En las sociedades democráticas, donde los derechos de ciudadanía están garantizados, y por tanto es difícil que se trate de ‘disuadir’ la actividad política de las mujeres a través de métodos expeditivos, en estos escenarios, no existe pues, violencia política contra las mujeres?
Lo cierto es que la vacilación dura poco; sí, claro que existe violencia política contra las mujeres. Habría dos dimensiones a tener en cuenta: una primera sería la individual, por tanto, la ejercida contra mujeres concretas con el ánimo de desanimarlas en su senda política y, de paso, como aviso a navegantes. En esta dimensión fundamentalmente está el acoso sexual, mucho más extendido de lo que pudiera parecer. Sirva como ejemplo el movimiento MeToo en el ámbito de la industria del cine, pero no es un caso aislado.
Quizá la estrategia más extendida como botón de muestra de esta dimensión sea el sexismo. Habría mucho que reflexionar sobre este concepto, que a pesar de todo sigue resultando resbaladizo, porque aún sus fronteras no están bien delimitadas, de forma que todavía sus prácticas están situadas en el uso y la costumbre, y su denuncia muchas veces es tildada como exageración. Ser imperceptible no lo hace inocuo. Pero sin duda, su ejercicio es el más habitual como forma de violencia contra las mujeres políticas, según numerosos testimonios de quienes lo han sufrido o lo sufren.
Un problema político de todos
La segunda dimensión sería la colectiva; aunque se padezca personalmente, su raíz tiene que ver con el universo colectivo, y sus valores y sus prejuicios compartidos. Se trata de violencia política contra las mujeres, porque se ejerce sobre ellas por ser más vulnerables, al ser consideradas subordinadas por un patrón social de dominación. La violencia de género es un exponente conspicuo. Es violencia física, psicológica, económica, familiar que, si bien ha existido siempre, afortunadamente está ya en la lógica de que es un problema político de todos.
Pero habría más manifestaciones que a veces pasan desapercibidas como vinculadas a esta dimensión, pero sí pertenecen, como la trata de mujeres, con su agravante: la trata de mujeres inmigrantes, donde la vulnerabilidad y la sumisión es doble; el maltrato, en el sentido de no atender adecuadamente a refugiadas (y refugiados); o la prioridad de educación e incluso de alimentación de los niños sobre las niñas.
Repasando la actualidad de estos días, es difícil mirar para otro lado sobre estas cuestiones. Una de ellas, es el caso de la niña india que ha sido rechazada por sus adoptantes por tener una edad superior a la consignada, en un país donde la ración alimenticia de las niñas les aleja de nuestros estándares; y otra es el caso de los bebés robados. La tragedia que supone este asunto se acerca también al sufrimiento infligido a la mujer como eslabón más débil; según parece los niños y las niñas eran arrebatados tanto a madres solteras como a madres con escasos recursos, ya que constituían victimas más fáciles.
La violencia, o su amenaza, siempre está ahí como un recurso en las relaciones de poder que, por su propia naturaleza, son asimétricas. La intención está tanto en modificar un comportamiento como en preservar la inmovilidad, y que no se vea menoscabado un statu quo. Es una constante; por eso, aunque a veces soñemos con que se ha producido un avance civilizatorio que la excluye, no es verdad; por ello, mientras tanto, debemos seguir empeñados en observarla, conocerla, criticarla e intentar erradicarla.
(*) Paloma Román Marugán es profesora de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid
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