LUIS FERNANDO MEDINA SIERRA (*)
Una mujer pide en las calles de Valencia. / MÒNICA TORRES
Lo primero que hay que anotar cuando se habla de la erradicación de la pobreza es que es posible. Esto es algo asombroso, sin precedentes. Vivimos en la primera época de la historia de toda la humanidad en la que es físicamente posible garantizarle a todos y cada uno de los seres humanos que habitan sobre la faz de la tierra la satisfacción de las necesidades fundamentales como alimentación, vestido, vivienda, atención sanitaria, e incluso es posible ir más allá de la pura supervivencia física para garantizar las bases de la dignidad humana mediante, por ejemplo, educación básica y acceso a la cultura y la comunicación con los demás. Y cabe recordar todo esto hoy, ya que se celebra el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza.
Para que pongamos en perspectiva la magnitud de este hecho, pensemos en Elisabeth de Proost. Es la ciudadana belga más vieja en este momento, con un poco más de 110 años de vida. Aunque a ella posiblemente no la haya afectado personalmente, su infancia coincide con la hambruna que sufrió ese país durante la Primera Guerra Mundial debido, hay que aclarar, al bloqueo militar fruto de las hostilidades. Ha sido tan vertiginoso el crecimiento económico del último siglo que aún viven personas en el mundo desarrollado que alcanzaron a presenciar tiempos de necesidad que hoy nos resultan impensables.
La era de las grandes hambrunas ha quedado atrás. Aun así, se estima que en lo que va corrido del siglo han muerto unas 600 mil personas por hambre. Comparadas con los millones de personas que podían morir en una sola hambruna en cuestión de uno o dos años en el siglo XX, se trata de una suma muy pequeña y una excelente noticia. Pero no hay que olvidar que todas y cada una de estas muertes era evitable. La producción total de comida en el mundo es más que suficiente para alimentar satisfactoriamente a toda la población.
Otro tanto ocurre con las personas sin hogar o las que mueren de enfermedades prevenibles. La abundancia de recursos de nuestro tiempo es tal que casos así no tendrían por qué existir.
Erradicar estos fenómenos a la mayor brevedad requeriría redistribuir recursos. Esperar a que el crecimiento económico se encargue por sí solo de esta labor sería prolongar de manera injustificada el sufrimiento. Pero hay algo más. Dicha redistribución es un imperativo moral por otra razón: el cambio climático.
Hace tan solo una semana el Panel Internacional para el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) lanzó un informe en el que advertía sobre los riesgos de permitir que la temperatura del planeta se eleve en más de 1,5 grados Celsius. Siguiendo la trayectoria actual, quedan aproximadamente 10 a 12 años para impedir ese escenario.
Ante todo, el cambio climático es en sí mismo un problema de justicia distributiva ya que afecta más duramente a los más pobres. Si se eleva el nivel de las aguas del mar, los países del Norte industrializado tienen los recursos necesarios para salvar sus ciudades costeras. No así Bangladesh donde viven más de 150 millones de personas muy cerca del nivel del mar.
Pero, por otra parte, la manera más eficaz de ralentizar el ritmo del cambio climático es redistribuyendo recursos hacia los más pobres. Las actividades que más contribuyen a emisiones de gases invernadero son actividades de ricos. Utilizar vehículos privados, comer carne, desperdiciar comida, vivir en casas cuyo tamaño exige altos requerimientos térmicos, volar a miles de kilómetros de distancia, acumular bienes intensivos en plástico, etc, son algunos ejemplos de las cosas que hacemos quienes pertenecemos al mundo rico e industrializado y que tienen el mayor impacto ambiental. Mientras más ricos somos, mayor es nuestra huella de carbono.
Si nosotros los ricos (desde un punto de vista global toda persona que lea estas líneas es, muy seguramente, parte del 10% más rico del planeta) redujéramos nuestro consumo, reduciríamos nuestra huella de carbono y simultáneamente liberaríamos recursos para ayudar a erradicar la pobreza. Un euro que transfiriéramos de una persona rica del Norte a una persona pobre del Sur, sería un euro que se dejaría de usar en actividades de alto impacto ambiental y pasaría a usarse en bienes de subsistencia con poco contenido de carbono.
Aquí reside la gran ironía de la erradicación de la pobreza. Aunque es físicamente posible, éticamente deseable y ambientalmente necesaria, carecemos de las instituciones políticas para llevarla a cabo. En un mundo de estados-nación no tenemos mecanismos de redistribución global que estén a la altura de semejante labor. Los presupuestos de ayuda internacional son irrisorios y, aun si se multiplicaran, no está para nada claro que sería la mejor manera de efectuar las transferencias necesarias. Por ejemplo, enviar dinero a gobiernos corruptos y violadores de los derechos humanos podría ser incluso contraproducente.
Algunos países han acumulado ya una larga experiencia de buenas prácticas para la redistribución entre sus ciudadanos. Los buenos estados del bienestar funcionan sobre esa base (a pesar de las dificultades, por supuesto). Pero todas esas buenas prácticas descansan sobre la premisa de que dicha redistribución está legitimada, tanto por el lado de los impuestos como de los gastos, por el hecho de ser parte del pacto social que aglutina a los ciudadanos que pagan y a los que reciben. No existe nada similar a escala global.
No solamente el sistema de estados-nación carece de los instrumentos necesarios, sino que cada vez le surgen más grietas. La globalización ha permitido que buena parte de la riqueza mundial se genere en condiciones tributariamente ambiguas y que termine en paraísos fiscales a los que los gobiernos no tienen acceso.
Así las cosas, tal vez ha llegado el momento de romper con los moldes establecidos. Por ejemplo, puede parecer absurdo hablar de impuestos transnacionales para financiar transferencias individualizadas, gravar transacciones financieras entre países y utilizar el ingreso generado para dárselo directamente a ciudadanos de los países más pobres. Sí. Puede parecer absurdo. Pero, ¿no es ya bastante absurda la situación actual?
(*) Luis Fernando Medina Sierra es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid
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