Día Mundial contra la Pena de Muerte

Por: | 10 de octubre de 2018

OSCAR PÉREZ DE LA FUENTE (*)

 

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El corredor de la muerte de la prisión estatal de San Quentin (California). / EP

 

El 10 de octubre 2018 se celebra el 16º Día Mundial contra la Pena de Muerte, centrado esta vez en la toma de conciencia de las condiciones de vida inhumanas de las personas condenadas a muerte. El 22 de junio de 2001, los participantes al primer Congreso Mundial contra la Pena de Muerte, aprobaron la Declaración de Estrasburgo, en el Salón del Consejo de Europa. En el párrafo 9, los firmantes se comprometen a “establecer una coordinación mundial de las asociaciones y militantes abolicionistas, cuyo primer objetivo es el de establecer un día internacional para la abolición universal de la pena de muerte”.

En 2017, Amnistía Internacional registró 2.591 condenas a muerte en 53 países, lo que supone un descenso considerable con respecto a la cifra récord de 3.117 condenas a muerte registradas en 2016. La mayoría de las ejecuciones tuvieron lugar en China, Irán, Arabia Saudí, Irak y Pakistán, por este orden. Entre los países democráticos, únicamente Estados Unidos y Japón mantienen la pena capital como castigo penal.

Se suelen dar dos tipos de justificaciones para la pena de muerte: a) Retribucionista; b) Utilitarista. Según el retribucionismo, en líneas generales, el que ha hecho un mal debe sufrir otro mal de entidad equivalente, cualquiera que sean las consecuencias. Es un principio antiguo de justicia, que se puede encontrar en la expresión bíblica del “ojo por ojo, diente por diente”. Los sistemas penales contemporáneos no se basan en este principio retribucionista, aunque resurgen en forma de populismo punitivo donde la “indignación moral de la comunidad” -contra la que ya advirtió H.L.A. Hart- debe transformarse en mayores y contundentes penas.

Según el utilitarismo el castigo estatal es justificable solo si el balance de sus consecuencias es mas beneficioso que perjudicial para el conjunto de la sociedad. Se suele hablar de la prevención general -para toda la población- y especial -para el infractor- de la pena de muerte basada en tres elementos: seguridad, celeridad y severidad. Según el primero, las personas no violan las leyes si están seguras de que serán cogidas y castigadas. Según el segundo, se refiere al tiempo trascurrido entre la comisión de delito y la administración del castigo. Según el tercero, el efecto disuasorio del castigo es una función de su severidad.

Estos argumentos utilitaristas tienen que ser contrastados con estudios empíricos que muestren la necesidad y eficacia de este tipo de penas. Las pruebas no refuerzan estos análisis, aunque es algo controvertido. Por otra parte, el inconveniente principal reside en el principio de inviolabilidad de la persona, que afirma que no se puede sacrificar a un individuo por la utilidad de la mayoría.

Los debates suelen centrarse en tres argumentos contra la pena de muerte: a) Sesgo racial; b) Castigar irreversiblemente a un inocente; c) Herramienta para eliminar disidentes políticos.

En Estados Unidos, el debate se centra en que la pena de muerte tiene efectos desproporcionadamente negativos contra los miembros de las minorías, especialmente negros e hispanos. Por ejemplo, con las estadísticas, por origen racial, de las personas en el corredor de la muerte. Esto ha llevado a hablar de racismo institucional, con el análisis de situaciones donde los policías o los jueces en sus actuaciones no son neutrales hacia los miembros de las minorías. Estos análisis tienen su relevancia en los debates sobre la pena de muerte ya que ésta afecta especialmente a estos colectivos y se pone en cuestión la finalidad de este tipo de penas con los argumentos sobre su adecuada integración en la sociedad en términos de igualdad racial. En su informe internacional de 1999, Amnistía Internacional ha concluido que es “innegable” que la pena de muerte en Estados Unidos “es aplicada desproporcionadamente sobre la base de la raza, la etnia y el status social”.

Otro argumento utilizado contra la pena de muerte es que puede darse que personas realmente inocentes puedan ser ejecutadas. Esto sería un mal irreversible y un fallo para las garantías del sistema jurídico. La alternativa de una larga condena puede permitir una revisión del caso.

Un tercer argumento en contra sería que la pena de muerte es utilizada como herramienta política. Las autoridades de algunos países la utilizan para castigar a los opositores políticos. Sería en caso de algunos países autoritarios o totalitarios. A los argumentos en contra ya analizados, se podría añadir este como vehículo contra el pluralismo y la democracia.

La novedad de este año es que el Papa Francisco ha modificado -únicamente- el artículo 2.267 del Catecismo de la Iglesia católica, declarando “inadmisible” la pena de muerte. Es un cambio histórico de la tradicional ambigüedad en este tema, esta institución se compromete ahora a trabajar para eliminar la pena de muerte ahí donde todavía esté en vigor.

 

(*) Oscar Pérez es profesor de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Carlos III de Madrid

Ideas para los Estados Unidos de Europa

Por: | 08 de octubre de 2018

CARLOS CARNERO (*)

 

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Matteo Salvini, en la conferencia de seguridad e inmigración de Viena. / RONALD ZAKAP

 

Las elecciones al Parlamento Europeo de mayo de 2019 abrirán y, a la vez, deberían abrir un nuevo ciclo en la UE.

Lo digo porque, en términos institucionales, será así por definición, al renovarse la Cámara y, después, teniendo en cuenta el resultado de los comicios, el presidente de la Comisión Europea y el mismo Colegio de Comisarios. Y, además, aunque no dependa ni de las urnas ni del Europarlamento, también cambiará el presidente del Consejo Europeo.

La cuestión es si también comenzará un nuevo ciclo político en un sentido profundo del término. Y no porque vaya a crecer el número y la diversidad de los escaños extremistas –algo que se da por descontado-, sino por el hecho de que los grandes partidos europeístas sean capaces de asumir el objetivo de culminar la unión política.

Seguramente, ese paso sería la mejor respuesta a la pujanza de los populismos de extrema derecha, en vez del apaciguamiento, que no llevaría a otra cosa que a favorecerla. Lo que implicaría que los europeístas vean la compleja coyuntura de la UE como una ventana de oportunidad y no como un momento de pánico.

Sin embargo, la cuestión es si, además de la voluntad, existe la viabilidad para hacerlo, toda vez que es inevitable modificar el Tratado para completar la unión política, y eso solo puede hacerse a través de la unanimidad.

¿La Hungría de Orbán, la Polonia de Kaczynski, la Italia de Conte y Salvini, dirían sí a dar ese paso o, sencillamente, lo impedirán en algún punto del recorrido haciendo uso de su poder de veto?

La imprevisibilidad de esos gobiernos hace difícil preveer su táctica, pero indudablemente será obstruccionista. ¿Cómo evitarla?

Proponiendo un nuevo pacto para que los futuros Estados Unidos de Europa contemplen dos conjuntos dentro del mismo marco institucional: por un lado, una federación de países que hayan decidido culminar su unión política; por otro, un conjunto de naciones que deseen permanecer en el actual nivel de integración comunitaria.

De esa forma, esos Estados Unidos de Europa serían una confederación de dos grupos de estados que actuarían como un conjunto en muchos terrenos (los actuales), pero no lo harían en otros adicionales, reservados a quienes se hayan federado entre sí.

Así, la Convención y la Conferencia Intergubernamental posteriores trabajarían para, por un lado, diseñar la estructura confederal y, por otro, la integración federal en los Estados Unidos de Europa, en los que nadie estaría obligado a dar un paso más allá de lo que ya se ha construido si no lo desea.

En ese marco, la unanimidad sería fácilmente alcanzable si se respetan dos premisas: la primera, que la reforma no contemplaría pasos atrás en lo que ya está en funcionamiento en la UE; la segunda, que la federación de países estaría abierta permanentemente a la incorporación de nuevos estados (procedentes de dentro o de fuera de la UE) que ingresen en los Estados Unidos de Europa, no existiendo una cláusula de abandono de la misma.

Hablo, pues, de un pacto constituyente que evitaría los bloqueos políticos y los legales. Un acuerdo que debería estar basado en una firme voluntad política de los grandes países (Alemania, Francia y España, entre otros) y partidos europeístas (conservadores, socialistas, liberales, verdes) y, al tiempo, en la capacidad de los estados más reticentes a entender que no pueden impedir a otros ir más deprisa, pero manteniendo la capacidad para cambiar de tren en un momento dado.

En la práctica, los Estados Unidos de Europa confederales que podríamos imaginar de esta forma garantizarían tanto un marco institucional único como un nivel de integración ya de por sí muy alto como el existente, sin impedir a quien lo prefiera ir más o mucho más allá, atrayendo en el futuro –con su éxito- a quien se hubiera quedado rezagado.

¿Varias velocidades, grupos diferenciados, escenario 5 de los propuestos al debate por la Comisión Europea? Lo importante es avanzar y hacerlo de forma inteligente en beneficio de la ciudadanía europea.

 

(*) Carlos Carnero es director gerente de la Fundación Alternativas y ex eurodiputado

La Revolución Tranquila

Por: | 05 de octubre de 2018

BRUNO ESTRADA LÓPEZ (*)

 

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Una Oficina de Empleo en la Comunidad de Madrid. / CARLOS ROSILLO

 

En el libro ‘La Revolución Tranquila’ reflexiono sobre cómo la izquierda puede recuperar la hegemonía cultural perdida desde finales siglo pasado. Esta recuperación se hará a partir de un proceso social más complejo que en el pasado, ya que el trabajo no ocupa el mismo espacio de centralidad que hace un siglo.

Tal vez el ejemplo que mejor muestre esos cambios en el mundo del trabajo sea el cartel que, durante la primavera árabe, mostraba un manifestante tunecino con la brutal contundencia de las frases cortas: ‘La llave de la libertad es el trabajo’. La libertad para ese hombre que vive en una ‘sociedad de la necesidad’ es sinónimo de salir de la pobreza, de acceder a un bienestar material mínimo. Por eso el trabajo en esas sociedades adquiere una dimensión tan omnipresente.

Sin embargo, en las ‘sociedades de la abundancia’, cercanas en muchos casos a situaciones de pleno empleo, esa libertad es más ambiciosa ya que está vinculada a la consideración del trabajo como un espacio de autorrealización, de proyección y desarrollo personal. Resulta evidente que esa diferente percepción, individual y colectiva, del trabajo tiene una profunda relación de osmosis con el cambio de valores en esas sociedades.

Por eso, la hegemonía cultural de la izquierda en el siglo XXI se construirá a partir de la confluencia de diversas hegemonías: del mundo del trabajo, del feminismo, de la ecología, de la democratización de cada vez más aspectos de la toma de decisiones sobre nuestra vida, etc. Las imprescindibles alianzas entre el mundo del trabajo y otros movimientos sociales y políticos deben plantearse desde dos perspectivas:

- La creciente multiplicidad de sujetos y luchas transformadoras hace que los sindicatos ya no sean el único espacio de socialización de los trabajadores, como sucedía en el pasado, aunque no puede olvidarse que seguirán jugando un papel esencial. El conflicto capital-trabajo sigue siendo muy importante para construir sociedades más igualitarias.

- Los sindicatos, y los nuevos movimientos sociales, deben construir alianzas que, si bien no tienen que girar siempre alrededor del mundo del trabajo, no les son ajenas a los trabajadores en tanto que ciudadanos, como las cuestiones medioambientales, de derechos humanos, etc. De esta forma los sindicatos hoy en día vendrían a recoger las palabras que E. Berstein ya dijo hace más de cien años: una organización que quiere defender a los trabajadores no puede estar ajena a la lucha por los derechos de otros grupos sociales.

La magnífica película británica ‘Pride’ (Orgullo) nos ofrece una deliciosa narración de la unión que se produjo en los años ochenta en el Reino Unido entre el movimiento por los derechos de los gays y lesbianas y la lucha de los mineros contra el cierre de las minas decretado por Margaret Thatcher. Dos colectivos que partían de dos situaciones sociales radicalmente diferentes, urbana y transgresora una, rural e incluso conservadora en los valores la otra, pero a los que les unía el hecho de ser los excluidos de la sociedad.

Aquellos actores sociales y políticos de la izquierda que no apuesten por estos elementos poco a poco irán quedando al margen de la Historia. Dirección a la que se dirige gran parte de la socialdemocracia europea, aún enfangada en la Tercera Vía, sin capacidad de dar una respuesta satisfactoria a los profundos cambios que han sucedido, y que están sucediendo.

Toda revolución requiere definir al sujeto revolucionario, pero en esta Revolución Tranquila, confluencia de muchas hegemonías, lo más correcto es hablar de una pluralidad de sujetos, ya no estamos hablando del icónico trabajador industrial masculino. Ni se van a utilizar siempre similares métodos a los de las grandes luchas obreras del siglo XIX y XX. En la medida que los sujetos revolucionarios son, y serán, cada vez más plurales las alianzas serán más complejas y horizontales.

Será necesario tejer nuevas redes de alta densidad social, plataformas y coaliciones amplias a veces incluso esporádicas para reivindicaciones puntuales. De esta forma se podrán coordinar acciones de protesta y de propuesta cuyo objetivo es construir una sociedad más democrática y más justa, compuesta por mujeres y hombres cada vez más libres.

 

(*) Bruno Estrada López es adjunto al secretario general de CCOO

La mala salud del planeta y sus peligrosas consecuencias

Por: | 01 de octubre de 2018

DANIEL LEGUINA (*)

 

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Un hombre pasea por las calles de Pekín (China) con una mascarilla. / HOW HWEE YOUNG (EFE)

 

Mientras la salud de la especie humana ha mejorado notablemente en las últimas décadas, la del planeta es cada vez peor. El ser humano está degradando ostensiblemente el entorno a costa de mejorar su bienestar. Pero los desastres naturales que se suceden por el cambio climático influyen negativamente a largo plazo en la salud de las personas. Así las cosas, la salud planetaria, una nueva disciplina, pretende ocuparse del problema de la sobreexplotación de la Tierra y sus consecuencias en los humanos, para alcanzar altas cotas de bienestar sin dañar los procesos naturales del planeta.

La huella ecológica va en aumento, consumimos cada vez más y más rápidamente, y la capacidad de la Tierra tanto para producir nuevos recursos como para absorber residuos, contaminación y emisiones es muy precaria. Esta sobreexplotación ya está arrojando efectos negativos sobre la salud de las personas, debido a la degradación de los sistemas naturales y la polución.

Según datos de la OMS, desde el año 2000 la mortalidad de la malaria ha descendido un 60% en el mundo, mientras que el sida ha quedado ya en una enfermedad crónica para los que consiguen acceso al tratamiento. Por el contrario, la polución provoca ya casi cinco veces más muertes que estas dos dolencias juntas.

Las emisiones de carbono siguen creciendo -con China y Estados Unidos a la cabeza-, los océanos están cada vez más contaminados -la previsión es que para 2050 haya más plásticos que peces-, el consumo de agua se dispara, los bosques están desapareciendo y los fenómenos climáticos extremos se suceden cada año con mayor frecuencia. Sin embargo, la esperanza de vida mejora ya que la pobreza cae, el hambre también baja poco a poco y la mortalidad materno infantil desciende.

Una de las consecuencias del cambio climático que afecta directamente al ser humano es el aumento de la frecuencia e intensidad de los desastres naturales. Inundaciones, sequías, ciclones y huracanes, olas de frío y calor o incendios están ya constantemente en las noticias, con un elevado número de víctimas de forma habitual.

Pero más allá de los daños inmediatos de un desastre natural (muertes, destrozos), la salud de las personas que sobreviven también se resiente a largo plazo, así como las economías y los medios de subsistencia. Las áreas afectadas por inundaciones pueden experimentar tasas de mortalidad más altas durante meses y también de enfermedades crónicas durante décadas. Por ejemplo, la tasa de mortalidad en Nueva Orleans fue un 47% superior a la normal hasta diez meses después del huracán Katrina, según un estudio de la Rockefeller Foundation.

Los desastres naturales también afectan a la infancia: la exposición de las mujeres embarazadas a las emisiones de incendios forestales resultó en un peso al nacer más bajo entre los bebés en comparación con los bebés no expuestos, según el mismo estudio.

Experimentar un desastre natural también puede agravar las enfermedades mentales existentes o contribuir a nuevos problemas de salud mental. Después del huracán Katrina, entre un 30% y un 50% de los supervivientes sufrieron de trastorno de estrés postraumático. En el caso del huracán Sandy, más del 20% de los damnificados se vieron afectado por esta patología, el 33% tuvo depresión y el 46% ansiedad.

En lo que se refiere al cambio climático provocado por los gases de efecto invernadero y la polución, el calentamiento de los océanos y su acidificación está acabando con los corales y alterando los patrones de vida de las especies acuáticas. Asimismo, la propagación del virus zika, que causó estragos en América Latina, está claramente relacionada con el incremento de las temperaturas.

La deforestación de los bosques y junglas también es responsable del desarrollo de algunas dolencias. Un artículo de los investigadores de la Universidad de Hawaii Bruce A. Wilcox y Brett Ellis, titulado ‘Los bosques y la aparición de nuevas enfermedades infecciosas en los seres humanos’, aclara que “un número cada vez mayor de estudios sobre las enfermedades infecciosas emergentes señala a las alteraciones producidas en la cubierta vegetal y en la utilización de la tierra, entre ellas, los cambios de la cubierta forestal (en particular, la deforestación y la parcelación de los bosques) junto con la urbanización y el aumento de la actividad agrícola, como principales factores contribuyentes a la aparición de enfermedades infecciosas”.

La transición a una economía verde es una necesidad de primer nivel para garantizar el futuro de la Humanidad. La contaminación por el uso de combustibles fósiles puede provocar un estado de invernadero irreversible y que la salud del planeta llegue a un punto de no retorno que fulmine a la mayor parte de la población mundial. No obstante, aún hay tiempo para revertir la situación: el mundo puede regenerarse transformando la economía y la forma de vivir a través de movimientos sociales que defiendan la sostenibilidad como única forma de desarrollo humano.

 

(*) Daniel Leguina es responsable de Comunicación de la Fundación Alternativas

Un Estado fallido a las puertas de Europa

Por: | 21 de septiembre de 2018

JOSÉ ENRIQUE DE AYALA (*)

 

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Mohamed Taher Siala, ministro de Exteriores libio, durante su visita a Madrid. / J.E.A.

 

Desde la derrota y muerte de Muamar el Gadafi, en octubre de 2011, en Libia reina el caos, no existe ningún poder que controle todo el territorio, ni mucho menos a las diferentes milicias armadas o katibas que solo obedecen a la voluntad de sus líderes, sin contar con los grupos terroristas de obediencia al Estado Islámico o a Al Qaeda en el Magreb Islámico que, a pesar de su decadencia, aun cometen atentados y se mueven libremente, especialmente en el sur. Al igual que pasó en Irak, la intervención occidental derribó a un dictador, pero no había un plan sólido, acordado con las fuerzas políticas locales, para el día después. Y el futuro de estos países, complejos y  de escasa tradición democrática, no se improvisa.

La consecuencia fue una nueva guerra civil de todos contra todos en 2014-2015, y el resultado final un Estado fallido con dos Gobiernos, ya que un tercero, el llamado Gobierno de Salvación Nacional de Jalifa Ghwell, surgido de una escisión del Congreso Nacional General (GNC), el resucitado Parlamento libio originalmente elegido en 2012, ha desaparecido prácticamente. El poder está dividido actualmente entre el Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA), con sede en Trípoli desde el 30 de marzo de 2016 cuyo ‘consejo presidencial’ está dirigido por Fayez al Serraj, que nació de la firma del Acuerdo Político Libio (LPA), con la mediación de Naciones Unidas (NNUU) en diciembre de 2015 precisamente para unificar políticamente el país, y el Gobierno de Abdulá al Thinni, con sede en la ciudad oriental de Bayda, que cuenta con el soporte de la Cámara de representantes de Tobruk, también en el este del país. NNUU y la mayoría de la comunidad internacional solo reconocen como poder ejecutivo al GNA pero reconocen la legitimidad de la Cámara de Tobruk como poder legislativo. Estas dos instituciones deberían ponerse de acuerdo pero hasta ahora han sido incapaces de hacerlo.

El día 17 de septiembre, Mohamed Taher Siala, ministro de Asuntos Exteriores del GNA, visitó España invitado por su homólogo español. En el marco de su agenda en Madrid, mantuvo un encuentro en Casa Árabe con un grupo reducido de políticos, empresarios, académicos y miembros de think tanks, en el que explicó la situación y perspectivas de su país desde el punto de vista de su Gobierno.

Según el ministro, los problemas de Libia vienen del exterior. A pesar de la mezcla entre población árabe y amazig (bereber) y de algunas corrientes musulmanas minoritarias, el país no ha tenido nunca tensiones étnicas ni religiosas, aunque tampoco una tradición democrática. A raíz de la caída de Gadafi muchos países intervinieron directa o indirectamente en defensa de intereses en ocasiones contrapuestos como Egipto, Emiratos, Qatar y algunos países europeos. Mucho armamento quedó fuera de control y se constituyeron un gran número de milicias, algunas de las cuales son simplemente mafias que buscan beneficio económico.

Criticó al Consejo de Seguridad de NNUU del que dijo que está inactivo en el tema libio, aunque elogió por su trabajo a Ghassan Salame, el actual representante especial del Secretario General de Naciones Unidas para Libia, uno de cuyos predecesores fue el español Bernardino León.

En lo que se refiere a la situación política, el ministro dijo que existe ya un borrador de Constitución, pero que no han sido capaces de reunir al Congreso (se refiere al de Trípoli) con quórum suficiente para debatirlo. No cree que se vayan a celebrar elecciones en diciembre, tal como estaba previsto en el Acuerdo Político Libio que dio lugar al GNA, ya que no se dan las condiciones. Estas condiciones deberían ser, en su opinión, que los ciudadanos puedan ejercer realmente su derecho a voto y se alcance una participación razonable, que todas las partes se avengan previamente a aceptar los resultados, y que exista suficiente seguridad, es decir, que las milicias armadas estén bajo control.

Su prioridad actual es la economía, pues piensa que si la economía se normaliza la política le seguirá. La producción de petróleo que bajó de 1,6 millones de barriles diarios antes de la guerra a apenas 150.000 ha superado ya de nuevo el millón y seguirá aumentando. Libia tiene las mayores reservas de petróleo de África y se trata además de un petróleo muy ligero y fácil de extraer, pero necesita el concurso de empresas extranjeras. Para impulsar definitivamente la economía es necesario unificar las instituciones y eliminar las duplicidades, ya que coexisten todavía dos compañías públicas de hidrocarburos y dos bancos centrales, incluso el de Tobruk está empezando a emitir su propia moneda.

La inseguridad retrae además las inversiones extranjeras, aunque algunos países como Turquía han empezado ya a normalizar su presencia. Para alcanzar un nivel razonable de seguridad explicó la necesidad de crear un ejército regular profesional que sustituya a las milicias, y que obedezca a la autoridad del GNA, ya que lo más parecido que existe ahora el llamado Ejército Nacional Libio del general Jalifa Haftar, que solo tiene relación –aunque conflictiva- con la Asamblea de Tobruk.

En relación con la cuestión de las migraciones, el ministro resaltó que el fenómeno migratorio se ha producido siempre en la historia y que Libia está soportando una gran presión, ya que actualmente hay 700.000 personas en tránsito en su país, que desean llegar a Europa, a los que hay que acoger y alimentar. Cree que para reducir el flujo migratorio la Operación Sofía de la UE no es la solución, sino que ésta pasa por desarrollar los países africanos de los que proceden los migrantes, securizar las fronteras terrestres con medios electrónicos, algo que ya está haciendo Libia, y llegar a acuerdos con los países de origen para repatriar a los que no tienen derecho a asilo. En todos estos aspectos la UE puede ayudar mucho.

Hace años, había trabajo en Libia para más de dos millones de trabajadores extranjeros, pero no es el caso actualmente debido a la destrucción provocada por las guerras civiles. Aunque no es un país pobre, ya que la renta de los hidrocarburos debería ser suficiente para mantener a su relativamente reducida población, necesitan en estos momentos enormes inversiones para reconstruir el país, principalmente las infraestructuras que están en muy mal estado, en el transporte aéreo, y también en otros campos como la pesca o la agricultura, ya que en estos momentos es necesario importar la mayor parte de los alimentos. Por todo ello, un amplio acuerdo con la UE en el ámbito comercial y de inversiones es imprescindible para el futuro del país.

Es evidente que la UE tiene una responsabilidad insoslayable en Libia. En primer lugar  porque es en parte responsable del caos actual. Muchos Gobiernos europeos apoyaron a Gadafi, a pesar de sus actividades terroristas internacionales y de la represión sobre su pueblo, a cambio de su petróleo y su control de la emigración, y participaron luego en su caída cuando su crueldad se hizo insostenible, provocando una destrucción que aún no se ha recuperado. Además, la inestabilidad del país, a pocos centenares de kilómetros de las costas europeas, representa uno de los principales problemas de seguridad actuales para Europa, en términos de incertidumbre en el suministro energético y tráficos ilegales de todo tipo, especialmente de personas.

El drama de la emigración en el Mediterráneo, causa de tantas muertes evitables, tiene su foco principal en Libia, y se ve agravado por la actitud irresponsable del Gobierno de extrema derecha de Italia que intenta llegar a acuerdos bilaterales con Trípoli y Tobruk para detener el flujo migratorio, al margen del acuerdo marco de la UE que tampoco satisface al GNA. Los países europeos no pueden ser ajenos o indiferentes a la emergencia humanitaria de centenares de miles de refugiados y migrantes viviendo en Libia en condiciones infrahumanas a la espera de llegar a Europa o morir en el intento.

Ya es hora de poner seriamente el problema libio encima de la mesa del Consejo Europeo, para acordar y poner en práctica las medidas de ayuda a la reconstrucción política, económica y de seguridad que ayuden a normalizar el país, incluyendo un entorno digno para la población en tránsito que actualmente está allí bloqueada, y para ejercer la presión necesaria para que las partes se pongan de acuerdo. No será fácil, por supuesto, pero hay que hacerlo. Por razones prácticas, de interés propio, y también por razones humanitarias, a las que ninguna persona mínimamente decente puede ser ajena.

 

(*) José Enrique de Ayala es miembro del Consejo de Asuntos Europeos de la Fundación Alternativas

La Gran Recesión diez años después

Por: | 19 de septiembre de 2018

LUIS FERNANDO MEDINA SIERRA (*)

 

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Un empleado de Lehman Brothers abandona la sede el 15 de septiembre de 2008. / AFP

 

En estos días se cumplieron diez años del colapso de Lehmann Brothers, el gigante de la banca de inversión cuya bancarrota dio inicio a la crisis financiera más profunda de las últimas décadas. ¿Cómo se debe marcar esa efemérides? ¿Hay motivos para la satisfacción? ¿Para el pánico? ¿Para el escepticismo?

Hay reacciones para todos los gustos. Si hace diez años el temor era que se repitiera la Gran Depresión de los años 30, cosa que algunos creían, podemos darnos por satisfechos. La economía mundial no sufrió la devastación de aquella vez, con todo y el colapso de casi todos los regímenes democráticos de la época y la destrucción de los consensos políticos más básicos. No. Algunos países en los últimos diez años han sufrido más que en los años 30, pero no es esa la norma. Y aunque hay nubarrones políticos en el horizonte, no se asemejan a las sombras siniestras del periodo de entreguerras.

Pero si bien se evitaron los peores escenarios, lo que sí ocurrió no fue para nada trivial. Millones de personas desempleadas, millones de hogares que perdieron sus activos, inversiones que fueron a alimentar burbujas inmobiliarias de escaso valor social mientras que otras necesidades se siguieron sin atender, y un largo etcétera.

Pero, curiosamente, a diez años de la Gran Recesión, buena parte de los consensos de política económica siguen incólumes, con algunos pequeños cambios en el margen. Así lo indican, por ejemplo, las reacciones de los gobiernos ante la alarma generalizada de aquellos días. En retrospectiva, podemos decir que la Gran Recesión fue el producto de dos shocks combinados. Por una parte, el estallido de una burbuja inmobiliaria en algunas economías de tamaño apreciable, sobre todo Estados Unidos, pero también, por supuesto, España, y, por otra parte, el colapso de los mercados de deuda, en buena medida inducido por el hecho de que la burbuja inmobiliaria se había financiado con instrumentos que se encontraban dispersos en todo el sistema bancario mundial. No es fácil saber cuál de los dos shocks pesó más.

En todo caso, la reacción de las economías desarrolladas fue asimétrica: muchos recursos se dirigieron a restablecer la solidez de las instituciones financieras y, en cambio, muy poco se destinó a recuperar la demanda agregada deprimida por la pérdida de activos de los hogares. Para ponerlo más crudamente, rescates y recortes. Rescates para los bancos, recortes para los hogares.

Esa fórmula caldeó el ambiente político en muchos países, especialmente en los del Mediterráneo. Pero no se ve ningún intento por evitarla cuando (y el día esté lejano) se produzca un nuevo estallido.

Ha habido medidas para estabilizar un poco el sistema financiero. Tanto en Estados Unidos como en Europa se han introducido algunas regulaciones (o, mejor dicho, reintroducido) para evitar la proliferación de instrumentos de deuda incomprensibles. Se han aumentado un poco los requerimientos de capital. Y poco más. En los días álgidos de la Gran Recesión se hablaba de, por ejemplo, achicar los bancos para evitar que uno de ellos pudiera generar un riesgo sistémico. Esa agenda parece haberse archivado.

En cambio, las herramientas que se necesitarían para una respuesta fiscal más vigorosa siguen aún en la etapa de los nobles propósitos. En el caso europeo, tal vez el más dramático, un paso fundamental sería el de crear más estabilizadores automáticos de alcance continental para evitar que, como hace diez años, países vulnerables tengan que entrar en una espiral destructiva de recortes y ataques especulativos contra su deuda. Para eso se necesitaría cierta integración fiscal o por lo menos cierta mutualización de las deudas europeas.

Para hacer aún más inquietante el panorama, uno de los legados de la Gran Recesión ha sido un mundo de tasas de interés muy bajas. Esto no tiene por qué ser malo en sí. Pero sí quiere decir que, en caso de que llegara a haber una nueva crisis, los bancos centrales no tendrían a mano el recurso de bajar dichas tasas para estimular la economía. Esto no es un problema insoluble. En dichas circunstancias hay otros recursos como, por ejemplo, una agresiva política de gasto público o de expansión de la base monetaria. El problema es que van en contra de las ortodoxias que se habían ya enquistado desde antes de la Gran Recesión y que, a juzgar por todos los indicios, siguen vivas después de que los eventos han demostrado que había que repensarlas.

No es de extrañar que todos los pronosticadores estén ahora dedicados a buscar la nueva burbuja. En este momento, sin embargo, no parece haber ninguna tan descomunal y tan potencialmente destructiva como la de hace diez años. De modo que no parece haber razones para temer un nuevo colapso a corto plazo. Eso es, sin duda, una buena noticia. Pero, la mala noticia es que, estos diez años no han servido para generar nuevos consensos y nuevas voluntades políticas para reaccionar de manera distinta, ante un evento similar. Aunque conocemos la historia, parece que estamos condenándonos a repetirla.

 

(*) Luis Fernando Medina Sierra es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid

CARLOS CARNERO (*)

 

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El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, en el Parlamento Europeo. / EFE

 

Me gusta definir a la UE como una unión de valores para garantizar derechos.

Y la decisión del Parlamento Europeo de invitar al Consejo a constatar la existencia de un riesgo claro de violación grave por parte de Hungría de los valores de la UE es la mejor constatación de que esa definición se atiene a la realidad.

Muchos consideran equivocadamente que la UE es un club de países en el que lo esencial es repartir fondos presupuestarios y en el que lo normal es no tomar decisiones sobre temas complicados.

Olvidan, en bastantes casos deliberadamente, que la UE, por el contrario, es ante todo una democracia supranacional en la que funciona la división de poderes gracias a un marco constitucional (llamado todavía Tratado) que ya quisieran por lo avanzado de sus contenidos algunos Estados miembros.

En esa democracia supranacional (la primera de la historia), ir contra los valores que organizan la convivencia en paz y libertad -es decir, ir contra su ciudadanía- no es gratis.

Como hace unos meses hizo la Comisión Europea con la Polonia de Kaczynski, la Eurocámara ha ejercido ahora su derecho de propuesta motivada (que pueden ejercer ambas instituciones o un tercio de los Estados miembros) para que se active el Artículo 7 del Tratado de la UE.

Lo ha hecho por una amplísima mayoría (formada por socialistas, muchos conservadores, liberales, verdes, izquierda unitaria), como suele ocurrir habitualmente con sus decisiones, aunque esta vez el Partido Popular Europeo ha dudado hasta el último minuto, dando ‘libertad de voto’ (sería mejor decir que no estableciendo ninguna orientación indicativa de voto, por lo que diré más abajo sobre los eurodiputados). De hecho, parte de sus delegaciones no han votado a favor de la resolución adoptada, por diversas razones.

Pero entre las expuestas hay una especialmente equivocada: la utilizada por el PP español al afirmar “no queremos apoyar a Orbán, pero tampoco queremos que el Parlamento, el más político de los órganos, se convierta en un Tribunal de Justicia de los Estados miembros”.

El Parlamento Europeo –que, por cierto, no es un órgano, sino una institución de la UE: la diferencia es notable- no es un Tribunal, claro está, y, por ello, según el Tratado, no sentencia, sino que, en una primera fase, propone constatar al Consejo, con su aprobación previa, si existe el riesgo de violación grave de los valores de la Unión por un Estado. En una etapa posterior, el PE aprueba la constatación de la existencia de tal violación antes de que lo haga el Consejo.

Cumple así una función política esencial como la única institución europea elegida directamente por la ciudadanía: la de defender en Hungría los valores en que se basan sus derechos. Lo mismo que la Comisión, al haber activado la alarma con Polonia, ejerce a conciencia su papel de guardiana de los Tratados y del interés comunitario.

En pura lógica, al ser todavía la UE una construcción jurídica basada en un Tratado internacional, es a la institución intergubernamental por excelencia, el Consejo –en diferentes fases y con diferentes mayorías-, a quien le corresponde tomar finalmente una decisión.

Finalmente, el Estado concernido, si se le suspenden algunos derechos (como el de voto en el Consejo), siempre podrá acudir al Tribunal de Justicia de la UE.

Si esto no es una democracia bastante perfecta, se le parece mucho, la verdad. De forma que seguir hablando de déficit democrático europeo empieza a estar un poco fuera de lugar.

Cada partido político europeo y cada partido nacional miembro de los mismos pueden tomar la decisión que estimen oportuna en votaciones como la que nos ocupa. No digamos ya los eurodiputados, que no están sometidos a ningún tipo de mandato imperativo.

Pero los ciudadanos también tienen el derecho de interpretar la decisión adoptada y el voto emitido (o incluso el no voto, algo poco comprensible para un diputado, pues sería como un corredor que se sube a la bicicleta y se niega a dar pedales para que nadie sepa si piensa ir hacia delante o hacia atrás, aunque pueda sospecharse que preferiría esto último).

En el caso de la votación del Parlamento Europeo, justificar con argumentos tan poco convincentes como los del PP español el no apoyar (tres de sus miembros incluso han votado en contra) la aplicación del Artículo 7 del Tratado de la UE a la Hungría de Orbán (amigo del alma de Matteo Salvini y líder de un partido que incomprensiblemente todavía forma parte de la familia conservadora) no funciona, es un error en un partido europeísta.

Y, sobre todo, es un nubarrón sobre la firmeza de algunas formaciones cuando los europeístas tengan que hacer frente en común a la extrema derecha tras las dificilísimas elecciones al Parlamento Europeo de 2019. Un nubarrón demasiado negro y preocupante, que suena demasiado a apaciguamiento.

 

(*) Carlos Carnero es director gerente de la Fundación Alternativas y ex eurodiputado

Violencia política y polifacética

Por: | 12 de septiembre de 2018

PALOMA ROMÁN MARUGÁN (*)

 

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Una mujer sostiene una pancarta durante una marcha contra la violencia de género. / EFE

 

El empleo de la violencia es una estrategia condenable y, aun así, milenaria. Quien la utiliza conoce su función para modificar comportamientos. Cuando los castigos corporales a la infancia estaban tolerados, se consideraba un recurso más en la educación. La violencia es poderosa porque no tiene límites en cuanto a su alcance y sus espacios de actuación; pero detengámonos en uno concreto: la violencia política contra las mujeres, pudiendo extraerse algunas conclusiones de interés.

La primera aproximación mental conduce a pensar en violencia física ejercida contra las mujeres que se dedican, de una u otra manera, a la política. Somos capaces de imaginar, y lo que es peor, recordar, casos concretos en que determinadas personas han sido y son víctimas de una represión brutal o de actos contra su integridad personal. Estas circunstancias llevan aparejadas de siempre una derivada especialmente terrible contra las mujeres, como es la práctica de la violación como un rasgo distintivo de esta violencia, que pone de manifiesto una práctica miserable contra el cuerpo y la mente de las mujeres, y que además conlleva estragos colaterales, muy dignos de tener en cuenta: como es la humillación personal y familiar, y la proyección del temor incluso sobre aquellas mujeres que no la han sufrido, ya que opera como una amenaza colectiva constante.

Esa doble función atemorizadora de la violencia, es decir dañar (e incluso matar) a una persona y/o a sus familiares (caso especial, son los hijos), pero a la vez que el hecho sirva de ejemplo para otros casos que se animen a deponer su actitud o a dejar su actividad, resulta muy patente. La violencia física o su amenaza (acrecentada con algún ejemplo concreto) en el ámbito de la política y ejercida contra las mujeres, se desarrolla a través del crimen o de la desaparición. Pero existen otros tipos de violencia política, no sólo contra las mujeres, pero también, como puede ser la prisión por motivos ideológicos o el exilio.

Esas historias, algunas de verdadero terror, la mayoría de las veces evocan distintos y lejanos lugares; pero la reflexión continúa con el siguiente interrogante: ¿En las sociedades democráticas, donde los derechos de ciudadanía están garantizados, y por tanto es difícil que se trate de ‘disuadir’ la actividad política de las mujeres a través de métodos expeditivos, en estos escenarios, no existe pues, violencia política contra las mujeres?

Lo cierto es que la vacilación dura poco; sí, claro que existe violencia política contra las mujeres. Habría dos dimensiones a tener en cuenta: una primera sería la individual, por tanto, la ejercida contra mujeres concretas con el ánimo de desanimarlas en su senda política y, de paso, como aviso a navegantes. En esta dimensión fundamentalmente está el acoso sexual, mucho más extendido de lo que pudiera parecer. Sirva como ejemplo el movimiento MeToo en el ámbito de la industria del cine, pero no es un caso aislado.

Quizá la estrategia más extendida como botón de muestra de esta dimensión sea el sexismo. Habría mucho que reflexionar sobre este concepto, que a pesar de todo sigue resultando resbaladizo, porque aún sus fronteras no están bien delimitadas, de forma que todavía sus prácticas están situadas en el uso y la costumbre, y su denuncia muchas veces es tildada como exageración. Ser imperceptible no lo hace inocuo. Pero sin duda, su ejercicio es el más habitual como forma de violencia contra las mujeres políticas, según numerosos testimonios de quienes lo han sufrido o lo sufren.

Un problema político de todos

La segunda dimensión sería la colectiva; aunque se padezca personalmente, su raíz tiene que ver con el universo colectivo, y sus valores y sus prejuicios compartidos. Se trata de violencia política contra las mujeres, porque se ejerce sobre ellas por ser más vulnerables, al ser consideradas subordinadas por un patrón social de dominación. La violencia de género es un exponente conspicuo. Es violencia física, psicológica, económica, familiar que, si bien ha existido siempre, afortunadamente está ya en la lógica de que es un problema político de todos.

Pero habría más manifestaciones que a veces pasan desapercibidas como vinculadas a esta dimensión, pero sí pertenecen, como la trata de mujeres, con su agravante: la trata de mujeres inmigrantes, donde la vulnerabilidad y la sumisión es doble; el maltrato, en el sentido de no atender adecuadamente a refugiadas (y refugiados); o la prioridad de educación e incluso de alimentación de los niños sobre las niñas.

Repasando la actualidad de estos días, es difícil mirar para otro lado sobre estas cuestiones. Una de ellas, es el caso de la niña india que ha sido rechazada por sus adoptantes por tener una edad superior a la consignada, en un país donde la ración alimenticia de las niñas les aleja de nuestros estándares; y otra es el caso de los bebés robados. La tragedia que supone este asunto se acerca también al sufrimiento infligido a la mujer como eslabón más débil; según parece los niños y las niñas eran arrebatados tanto a madres solteras como a madres con escasos recursos, ya que constituían victimas más fáciles.

La violencia, o su amenaza, siempre está ahí como un recurso en las relaciones de poder que, por su propia naturaleza, son asimétricas. La intención está tanto en modificar un comportamiento como en preservar la inmovilidad, y que no se vea menoscabado un statu quo. Es una constante; por eso, aunque a veces soñemos con que se ha producido un avance civilizatorio que la excluye, no es verdad; por ello, mientras tanto, debemos seguir empeñados en observarla, conocerla, criticarla e intentar erradicarla.

 

(*) Paloma Román Marugán es profesora de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid

Fin del cambio de hora, ¿y después qué?

Por: | 10 de septiembre de 2018

ANSGAR SEYFFERTH (*)

 

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Con su propuesta de suprimir el cambio de hora, la Comisión Europea ha abierto un debate de consecuencias aún inciertas. En caso de seguir adelante, cada uno de los estados miembros de la Unión tendrá que decidir con qué horario se queda durante todo el año, lo cual como veremos más adelante podría poner en un aprieto a España, abriendo un conflicto territorial. Además, en España este debate se mezcla, frecuentemente de forma un tanto confusa, con otras cuestiones, como el huso horario al que debería pertenecer España y la racionalización de los horarios.

Repasemos brevemente la situación actual: en la Unión Europea conviven tres husos horarios, el occidental (o de Greenwich; GMT), el central (adelantado en una hora frente a Greenwich; GMT+1) y el oriental (adelantado otra hora más; GMT+2). Desde que entre los últimos domingos de marzo y de octubre el reloj se adelanta una hora (1974 en el caso de España), durante siete meses del año los horarios en los tres husos pasan a ser, respectivamente, GMT+1, GMT+2 y GMT+3. Referente a España, con la excepción de las Islas Canarias, que –como Portugal, el Reino Unido e Irlanda– pertenecen al huso occidental (GMT en invierno y GMT+1 en verano), el resto del país pertenece a pesar de su ubicación geográfica al huso central (GMT+1 en invierno y GMT+2 en verano), desde que Franco alineó en 1940 la hora con la de sus aliados alemanes. En los últimos años ha cobrado fuerza la reivindicación de una vuelta a al huso occidental.

Pues bien, si sigue adelante la abolición del cambio de hora, algunos países –seguramente la mayoría– se quedarán con su actual hora de verano durante todo el año, y otros con la de invierno. En consecuencia, se redibujarían las franjas horarias del mapa de arriba. Si por ejemplo España se queda con su actual hora de invierno (GMT+1), mientras todos los demás países de su entorno extienden su actual hora de verano a todo el año, España dejaría de compartir hora con Europa Central y volvería a tener la misma hora que Portugal, el Reino Unido e Irlanda. Pero es importante aclarar que no sería España quien habría cambiado de huso, sino todos los demás, porque la hora original de cada huso, que hasta la introducción del cambio de hora se aplicaba durante todo el año, es la de invierno, no la de verano. España volvería a la situación vigente hasta 1974 (GMT+1 durante todo el año), mientras los demás países tendrían una hora más que entonces.

En el ejemplo anterior, el cambio de hora en la frontera hispano-lusa simplemente se sustituiría por un cambio en la frontera franco-hispana. Y si también Francia decidiera quedarse con su actual hora de invierno, este límite se situaría algo más en el Este aún. ¿Pero qué pasa si España, por su ritmo de vida y la importancia de su sector turístico y gastronómico, no quiere prescindir de sus anocheceres estivales tan tardíos y decide quedarse con su actual hora de verano (GMT+2), mientras Francia se queda con la de invierno (GMT+1), para evitar amaneceres excesivamente tardíos durante los cortos y frecuentemente oscuros días de invierno sobre todo en el norte del país, preocupada de que podrían aumentar los accidentes de tráfico y restar productividad a su industria? Sería una situación antinatural, de dos países vecinos donde el más occidental, con una hora solar más tardía, tendría una hora oficial más adelantada que el país más oriental. Los husos horarios dejarían de ser franjas y se entremezclarían, con Francia compartiendo hora con Portugal, y España con Alemania. Para evitar semejante despropósito uno de los dos países (o ambos) tendría que rectificar.

Se trata de un mero ejemplo hipotético, para evidenciar la necesidad de una coordinación entre los países europeos (no solo los de la Unión) en la elección de sus horarios. Hasta que no tengamos un acuerdo razonable sobre el nuevo mapa horario, sería temerario seguir adelante con la supresión del cambio de hora. Pero este acuerdo podría ser más complicado de lo que parece, dado que hasta dentro de algunos países puede haber importantes discrepancias, presumiblemente sobre todo en España. Posiblemente nos daremos cuenta de que no estamos tan mal con el actual cambio de hora y que es más fácil decir que no nos gusta por los inconvenientes que nos pueda causar dos veces al año, que encontrar una alternativa que no levante ampollas. Veamos qué soluciones se perfilan para España.

Una opción, muy en línea con su posición geográfica y que parece contar con bastante apoyo político, es la de adoptar en todo el país, inclusive las Islas Canarias, la hora GMT+1 (nuestra actual hora de invierno, salvo en Canarias donde es la de verano). Así no solo tendríamos una única hora nacional, sino también ibérica, si como es previsible Portugal opta por su actual hora de verano.

Sin embargo, al suponer anocheceres estivales una hora más tempranos en la España peninsular y en las Islas Baleares, debido a la supresión del adelanto del reloj de marzo a octubre, sería seguramente un cambio impopular, dado el aprecio que solemos tener a las largas tardes de luz, que coinciden con nuestro habitual tiempo de ocio. Sobre todo en el turístico Levante, con los anocheceres más tempranos del país, cabría esperar una resistencia feroz contra la hora GMT+1, que hasta podría reavivar el conflicto catalán. También el Parlament Balear aprobó en 2016 por unanimidad una declaración institucional en la que pidió al Gobierno central mantener la hora de verano (GMT+2) durante todo el año en el archipiélago, una propuesta a la que se unió posteriormente la Comunidad Valenciana. Entonces era una reivindicación meramente simbólica e irrealizable dado que el cambio de hora era obligatorio en la Unión Europea, pero que si efectivamente llega a suprimirse puede aspirar a ser una solución alternativa –y ya no solo para Baleares y Valencia.

Accediendo a la adopción de la actual hora de verano (GMT+2), el Gobierno podría evitar un probable conflicto con estas regiones orientales y todos conservaríamos nuestras tan apreciadas largas tardes de luz, que en invierno hasta se prolongarían en una hora al suprimirse el retraso del reloj de octubre a marzo. Pero de la misma forma también se retrasarían los amaneceres invernales, hasta pasadas las 9 horas a principios de enero en todo el territorio nacional, algo que actualmente en Europa solo sucede en latitudes mucho más septentrionales, como Escandinavia. Pero mientras que ahí es inevitable por la corta duración de los días invernales, en España sería consecuencia de la hora elegida, la más adelantada frente a su posición geográfica de toda Europa. Cuanto más nos desplazamos al oeste, más se acentuaría este fenómeno, hasta llegar a amaneceres pasadas las 10 horas en Galicia a principios del año –algo que puede ser ventajoso para recuperarse la mañana de Año Nuevo de los excesos de Nochevieja, pero que en circunstancias normales parece un disparate.

Por tanto, aunque la hora GMT+2 puede ser muy popular y ventajosa para una parte de España y favorecer el turismo, no parece viable para las zonas más occidentales durante todo el año. En caso de optar por ella como hora permanente, convendría asumir que al menos las Islas Canarias y Galicia se quedasen con la hora GMT+1, coincidiendo (seguramente) con Portugal. Si bien este doble huso se perfila a priori como un inconveniente frente a la opción descrita anteriormente (GMT+1 para todo el territorio nacional), no debería descartarse de antemano, sobre todo si la opción GMT+1 acaba derivando en un conflicto territorial. No tendría por qué suponer una complicación insalvable para España, donde ahora mismo también conviven dos husos horarios. Cuando se indica la hora en la radio, a la famosa coletilla "una hora menos en Canarias" solo habría que añadir "y Galicia”.

Geográficamente tendría mucho sentido, ya que Galicia pasaría a formar conjuntamente con Portugal una zona horaria común para la franja más occidental de la península ibérica. El inconveniente de un cambio de hora en la frontera oriental de Galicia que lo separa del resto de España se vería compensado por la desaparición del cambio en la frontera meridional con Portugal. Tampoco debería interpretarse como una muestra de incapacidad de ponerse de acuerdo, sino más bien como la consecuencia de la considerable extensión Este–Oeste del país: el anochecer a finales de junio y el amanecer a principios de enero se producen más de una hora antes en Mahón (Menorca, Baleares) que en La Coruña (Galicia).

En cualquier caso, dada la complejidad de la cuestión, abordada con mayor profundidad aquí, no deberíamos complicarla más aun entremezclándolo con otros asuntos, como la conciliación laboral o la productividad, asuntos que no mejorarán con un mero cambio de nuestra hora oficial. Mezclar estos asuntos, como ocurre con frecuencia bajo el término genérico de ‘racionalización de los horarios’, solo añade confusión, muy palpable en el debate público.

De la misma forma tampoco parece razonable plantear el asunto en clave ideológica: una cosa es el origen franquista del actual horario español y otra cosa es la cuestión meramente práctica de qué horario es el que más nos conviene hoy en día. Regresar a la hora abolida por Franco -es decir, la de Greenwich (GMT) en la España peninsular y Baleares–, implicaría retrasar el reloj en dos horas frente a nuestra actual hora de verano, o, que es lo mismo, una hora frente a nuestra actual hora de invierno, dejando por ejemplo a Barcelona con unos anocheceres entre las 16:20 (a principio de diciembre) y las 19:30 (a finales de junio) aproximadamente. ¿De verdad queremos eso? Cuesta creerlo y da la impresión que algunos que lo piden no son conscientes de ello, y en realidad se refieren a la hora GMT+1 (que como ya aclaramos anteriormente es precisamente la hora ‘alemana’ adoptada por Franco, por mucho que ahora Alemania pretende sustituirla por la hora GMT+2).

 

 (*) Ansgar Seyfferth es director para España y Portugal de la empresa STAT-UP Statistical Consulting & Data Science

Brexit, mercados y estados

Por: | 06 de septiembre de 2018

LUIS FERNANDO MEDINA SIERRA (*)

 

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Un funcionario se lleva una bandera británica de la Comisión Europea en Bruselas. / REUTERS

 

Como ya nos hemos acostumbrado a que vuelvan escenas del pasado, no es del todo sorprendente que en las últimas semanas el Gobierno inglés haya estado considerando seriamente la posibilidad de almacenar comida y medicinas en caso de que ocurra lo peor tras el Brexit. Ese tipo de cosas eran comunes en tiempos más rústicos, pero hasta hace poco parecían impensables en una de las economías más avanzadas del mundo en el siglo XXI.

Sin entrar a pronunciarnos sobre los beneficios o desastres del Brexit y sus posibles escenarios, este evento es un muy buen recordatorio de que ciertos debates académicos de vieja data al final tienen relevancia en la vida práctica de los ciudadanos. El comercio internacional genera aumentos en la eficiencia de las economías. De eso no hay mucha duda. A fin de cuentas, mientras más competencia exista en la producción de cualquier bien, será más fácil conseguir dicho bien al menor costo posible. Ya desde el siglo XIX economistas como Bastiat habían explicado este raciocinio. Así las cosas, todo país debería simplemente dedicarse a reducir sus aranceles y negarse a tener vínculos comerciales exclusivos o preferentes con otros países. Debería dejar que a sus puertos lleguen los bienes más baratos, vengan de donde vengan.

Pero en la práctica las cosas no son tan sencillas. Algunos economistas consideran que los mercados son mecanismos autónomos que se autorregulan. Quienes eso creen, no tienen ningún problema en aceptar las recomendaciones de Bastiat y sus seguidores contemporáneos. Pero para otros economistas, y en esto están en compañía de politólogos y sociólogos, los mercados son el producto de una serie de delicados diseños institucionales en los que los estados juegan un papel central.

A los puertos británicos llegan todos los días alimentos procedentes de Europa. Tal vez no son los más baratos. Pero sí son los que cumplen con ciertas condiciones fitosanitarias que se han venido pactando durante décadas en la Unión Europea. Gran Bretaña podría, por supuesto, decidir que no quiere saber nada de tales condiciones. Así, si alguien quiere enviar carne con salmonela a los mercados británicos, deberían ser los consumidores los que tomen la decisión de si vale la pena arriesgarse. (¿No les parecía sospechosa esa bandeja de carne en el supermercado a menos de la mitad del precio de la que estaba al lado?).

Pero esa sería una decisión institucional, política. En la actualidad, Gran Bretaña, al igual que muchos otros países modernos, ha tomado la decisión de que la protección de sus consumidores es una labor del Estado y esto a su vez induce una estructura particular de los mercados. Salirse de la Unión Europea implica salirse de esa estructura. Hay otras estructuras, por supuesto. Estados Unidos tiene otros sistemas de regulación sanitaria, o de seguridad, o de calidad, o de tantas otras cosas. Gran Bretaña podría orientarse hacia allá si lo quisiera. O podría crear su propio sistema de regulaciones. (Al fin y al cabo, ya conducen por la izquierda y algunos practican el balconing. Lo de la excentricidad se les da bien…).

Cambios tecnológicos

Ahora bien, debido a una serie de cambios tecnológicos (por ejemplo: bienes cada vez más complejos, cadenas de producción más extendidas) y políticos (por ejemplo: la prioridad en el mundo noratlántico por evitar nuevos conflictos después de 1945), ha habido una tendencia a que las estructuras de regulación de los mercados sean cada vez más transnacionales. Esto ha tenido muchas ventajas ya que permite aprovechar economías de escala en la producción.

Por eso, el libre comercio es, en nuestro tiempo, un problema no solo de mercados sino de Estados. Para que existan mercados funcionales tienen que existir Estados funcionales tanto para la regulación doméstica como para abordar los temas interestatales.

Más allá de los dilemas que esto plantea para Gran Bretaña, también debe ser motivo de reflexión para los demás países. La globalización no debe ser entendida simplemente como un proceso que compete a los mercados. La globalización necesita también de procesos políticos, mientras más transparentes y democráticos mejor, para que se puedan repartir de manera equitativa las ganancias del comercio, de una manera que sea compatible con las necesidades de regulación de los estados participantes.

Mientras llega el día definitivo del Brexit, es un tema que nos debe motivar a pensar y, de pronto, a almacenar whisky y queso stilton. 

 

(*) Luis Fernando Medina Sierra es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid

Alternativas

Sobre el blog

Crisis de la política, la economía, la sociedad y la cultura. Hacen falta alternativas de progreso para superarla. Desde el encuentro y la reflexión en España y en Europa. Para interpretar la realidad y transformarla. Ese es el objetivo de la Fundación Alternativas, desde su independencia, y de este blog que nace en su XV Aniversario.

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José Antonio NogueraJosé Antonio Noguera. Profesor Titular de Sociología en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) y director del grupo de investigación GSADI (Grupo de Sociología Analítica y Diseño Institucional).

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Paloma Román MarugánPaloma Román Marugán. Profesora de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid. Autora y coordinadora de distintos libros, artículos en revistas especializadas, artículos divulgativos y artículos de prensa.

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