Luis Prados

Sobre el autor

es corresponsal en México, Centroamérica y el Caribe. Desde febrero de 2007 ha sido redactor jefe de la sección de Internacional de El PAÍS. Ahora empieza una nueva etapa.

Eskup

CSI: Monterrey

Por: | 18 de junio de 2012

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Miguel Ángel Hernández López estudió para programador informático, fue cámara de televisión y desde hace cinco años es empleado de los servicios forenses del Estado de Nuevo León. Su misión es recoger y trasladar cadáveres en un enorme camión-ambulancia. Ni que decir tiene que no para, "ocho, 20 servicios al día, depende”. A parte de los enfermos y ancianos y de quienes mueren en accidentes o riñas, la violencia vinculada a la delincuencia organizada mata entre 120 y 150 personas al mes en esta región del norte de México.

Cuenta que él y sus compañeros vuelven del lugar del crimen custodiados porque es bastante frecuente que los sicarios  les den el alto, les digan “malas palabras“ y exijan ver los cadáveres para comprobar que han cumplido el encargo o simplemente se los roban: “Vamos desarmados  y no voy a pelear por lo que no es mío”.  Otras veces son las propias familias de las víctimas quienes les amenazan. Como les ocurrió el pasado febrero cuando 44 presos murieron en el  penal de Apodaca durante una pelea entre el cartel de los Zetas y sus rivales. “La gente sobrepasó el cordón policial y nos rompieron los vidrios del camión porque querían ver a sus muertos. Si llegan a abrir la puerta trasera se llevan a los 12 cadáveres chorreando sangre que llevábamos”.

Miguel Ángel asegura que “nunca platica del trabajo en casa“. “Cuando llego le doy vuelta a la hoja. Todos los días veo cosas extrañas y diferentes y no me llevo a casa ni el asco”. Y ha visto auténticas salvajadas. Desde el casi medio centenar de mujeres asfixiadas por el humo, apelotonadas en su desesperación en  los baños, durante el incendio criminal del Casino Royale de Monterrey el pasado agosto a los reos empalados por la boca, cortados con CDs o agujereados con picahielos de Apodaca o los 49 cadáveres descuartizados, entre ellos seis mujeres - “tres embarazadas”- encontrados en bolsas negras de basura la noche del 13 de mayo de este año en el kilómetro 47 de la carretera Monterrey-Reynosa, cerca del municipio de Cadereyta.   

“Las bolsas estuvieron dos horas tiradas en la calle. Llevaban muertos  entre dos días y una semana. Olían feo. Las únicas marcas que tenían los cuerpos eran tatuajes pero no tenían nombres, solo figuras decorativas, alitas y cosas así. No había niños pero sí eran gente joven. Habían sido desmembrados por alguien que sabía cómo hacerlo, supongo que con sierras mecánicas. Sin
cabezas no hay huellas dentales y sin manos nos las hay dactilares. Con muestras de piel, sangre o pelo puedes sacar el ADN pero no hay modo de identificarlos porque no hay con qué compararlos”. Más de un mes después de  los hechos oficialmente no se sabe quiénes son las víctimas de esta nueva venganza entre los carteles que se disputan la plaza de Nuevo León.

“La saña de los crímenes está aumentado”, continúa Miguel Ángel. “Supongo que la intención es pegar dos veces, causar más daño a las familias y a la sociedad, crear psicosis y terror. A los 20 años no había visto un muerto. Ahora tengo 40, he visto 50 cadáveres en un sola noche y estoy seguro de algún día tendré que ir a recoger a 80 tirados en la calle”.    

No se queja de su trabajo, aunque no todos lo aguantan, “hay mucha raza que después de un servicio ya no vuelve más”. El salario mensual oscila entre los 6.000 y los 9.000 pesos (entre 340 y 512 euros), dependiendo de incentivos. Visten de blanco, llevan gafas especiales y unas mascarillas contra gases orgánicos para evitar el hedor de la muerte. Así evitan también ser reconocidos por los sicarios que a veces graban en vídeo la escena del crimen “para cerciorarse de que están muertos porque deben de necesitar pruebas”.

Cuando termina su trabajo empieza el de los médicos forenses. “Hay días en que no dan abasto. Se suspenden turnos y llaman a estudiantes de medicina para que los ayuden a limpiar cadáveres o les saquen fotos”.  Luego a la morgue -“donde hay cadáveres que están seis meses porque en la mayoría de las muertes violentas nadie se atreve a reclamarlos" - y de ahí a la fosa común.

Dice Miguel Ángel que cuando salen a un servicio “hay gente de la calle que al verlos se persigna” y que hay planes para ampliar la morgue. Esta no es la ficción de la televisión gringa sino la realidad mexicana, la de una insurgencia criminal cuyas secuelas perdurarán mucho tiempo en la sociedad de este país.     

 

El País

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