Cuando era muy joven no tenía ni idea de lo que significaba “el grito animal” al que se refería Diderot cuando hablaba de sexo. Sin embargo, había escuchado que la pasión puede asfixiar el entendimiento y la razón. Y que gracias a su fogosidad se sufre una transformación a todas luces reveladora. Yo quería experimentar las mismas sensaciones, pero estaba paralizado por el miedo. Si a esto añadimos la falta de naturalidad a la hora de hablar del tema, nos encontramos ante un problema que sólo podía solucionarse por cuenta propia. Todos sabemos muy bien que no se puede impedir que la naturaleza siga su curso. A los que nacimos en los años sesenta, nos educó una generación sometida, desbordada de miedos y de incertidumbres. A pesar de no haber padecido los peores años del franquismo, sí heredamos la mayoría de sus prejuicios. Crecimos en un país donde sólo podían satisfacer sus sueños más húmedos los gerifaltes del régimen y los cómicos. Por cierto, a estos últimos no se les permitía enterrar en sagrado por rojos, promiscuos y degenerados. Al resto los sepultaban bajo palio y con todos los honores.
"Cuando era muy joven no tenía ni idea de lo que significaba “el grito animal” al que se refería Diderot cuando hablaba de sexo".
Mi entrada en el universo de los adultos estuvo muy influenciada por el mundo del cine. Podríamos decir que mi primer momento de conciencia lo tuve frente a una pantalla. Pronto tuve la impresión de que el cine era más que un mero entretenimiento. Para mí fue el descubrimiento de toda una poderosa forma artística. Sin embargo, aquellas películas que descubrí en las salas de barrio con butacas insufribles y con un cierto olor a moho tenían mucho más que ver con la España gris del franquismo de lo que yo imaginaba. Sin saberlo aquellas películas que tanto admiraba habían pasado en su conjunto por una censura igual de perversa que la que sufrimos en nuestro país durante cuarenta años.
Primera versión de la censurada película del director William Wyler