Debería existir solidaridad para todos los que han conocido el sufrimiento y el extravío. Y es que si no permanecemos alerta, corremos el peligro de pasarnos la vida pensando con los mismos prejuicios y pautas morales del establishment de turno. Tanto si se trata de los que marcan el inmovilismo de la derecha, como de los que componen las contradicciones desmoralizadoras de la izquierda. Deberíamos ir con pies de plomo ante esa moral de doble filo que, marcada por la fe y el dogma, a menudo resulta imperceptible. Los salvadores de la patria y sus sermonarios son muy peligrosos, igual que los discursos transmitidos sagazmente por sus representantes: una cascada de conceptos que poco a poco van cristalizando en la conciencia colectiva. Me gustaría saber cuántas personas hemos sido capaces de mantenernos fuera de su alcance. Para avanzar es necesario creer, pero es conveniente dudar hasta de lo que creemos, porque no hay nada más paralizante que nuestros prejuicios. Hecha la reflexión, creo que debería tener carácter de obligación el que toda persona con conciencia crítica, -perteneciente a cualquier bando-, llevase a la práctica la siguiente reflexión de Camus: "En esta tierra hay plagas y víctimas y, en la medida de lo posible hay que negarse a estar con la plaga”.
Albert Camus, 1947/ Henri Cartier Bresson (Magnun photos/Contacto)
En 1939 Albert Camus publicó un artículo-manifiesto con los mandamientos que deben guiar la acción de los periodistas en tiempos de guerra —y de paz—. El texto lo recuperó hace un par de años Le Monde. En él, Camus defendía el derecho de cada persona a “elevarse sobre el colectivo para construir su propia libertad”, y definía las cuatro columnas del buen periodismo: lucidez, desobediencia, ironía y obstinación. Sin duda, el legado de Camus no sólo es necesario para el colectivo de periodistas, sino también para cualquier profesional. Añadiría a esta “mágica marmita de supervivencia” un elemento tan imprescindible como la bondad aunque no siempre funcione y nos encontremos muy a menudo con grandiosas decepciones.
Siempre he defendido la teoría de que la infelicidad es -en definitiva- el caldo de cultivo de la maldad. Es evidente que tampoco se puede permanecer en un estado de felicidad permanente. Resultaría sospechoso e incluso peligroso. Si analizamos la personalidad de la mayoría de aquellos que han ostentado el poder (político, social o económico) y que han regido el destino de millones de seres humanos en el mundo, podríamos llegar a la triste conclusión, de que la mayor parte, carece o carecía de la bondad necesaria para gobernar. Y es que en definitiva, estos “conductores del orden” han resultado ser más peligrosos que el desequilibrado copiloto de Germanwings, Andreas Lubitz.
No es un mensaje muy tranquilizador, pero si puede servir para hacernos algunas preguntas sobre quién controla a los “controladores” del mundo. Hay muchas formas de acabar con las personas y muchas maneras de hacerlas sufrir, lenta y silenciosamente. Personas que se convierten en seres anónimos que apenas aparecen en los titulares o de quienes ni siquiera se habla. Se les convierte en simples números y en parte de lo que entendemos como consecuencias del orden mundial. ¿Hasta qué punto la ciudadanía es responsable de mantener a estos lunáticos en el poder? ¿Por qué no desertamos de una sociedad donde la gente sencilla se ve obligada a vivir en medio de la abyección moral, sometida a la arbitrariedad de fuerzas colectivas y anónimas? ¿Qué absurdo destino nos espera, si seguimos siendo parte del rebaño? ¿Por qué siempre miramos el mundo bajo nuestras propias creencias? ¿Es que lo nuestro, por ser nuestro es siempre mejor?
Las victorias siempre serán provisionales, pero esa no es una razón para dejar de luchar. Nada hay realmente cierto, sino que los hombres hacemos las cosas por ley o por costumbre. Olvidémonos por una vez de tradiciones y prejuicios y sorprendámonos a nosotros mismos. Algunas tradiciones son puras leyendas, formas embrionarias de mentiras o simples falsificaciones históricas. Eduquémonos en cuestiones tan básicas y necesarias como la inteligencia emocional, la sensibilidad y la autonomía. Dejémonos de estereotipos simplistas, vacíos, huecos por su falta de complejidad. Luchemos para que caigan las máscaras y construyamos así nuestro propio rostro. Como señalaba José Luis Sampedro: “La vida debe ser un esfuerzo encaminado a hacerse lo que se es”. En realidad, es la misma idea sobre la felicidad que nos legó el astuto Sísifo: “(…) La lucha por alcanzar las cimas basta para llenar el corazón de un hombre. El gozo silencioso se encuentra en eso".