"La indiferencia" elbuenodejohnny.com por Chufo
Es triste pero se puede caminar sin cabeza. La semana pasada estuve cinco días de viaje por trabajo. El sábado por la mañana bajé cuatro veces a la calle. La primera salida fue para pasear a Frida y las otras tres para hacer la compra semanal. Subí y bajé los tres pisos y sus consiguientes 51 escalones cargado de bolsas y botellas. Un total de 204 peldaños si sumamos los cuatro viajes. Si algún iluso cree que todo este ejercicio me ha servido para tener una silueta de efigie griega, le exhorto a que venga a comprobarlo. La veterinaria nos aconsejó que Frida no bajase escalones, ya que los teckels suelen acabar con problemas de columna, así que llevamos ocho años bajándola en brazos para evitar posibles riesgos. No quiero ni mencionar lo que parecemos cuando nos vamos de viaje o cuando regresamos cargados con maletas y bolsas y tenemos que controlar su ímpetu para que no se enrede entre nuestras piernas.
Como todos los fines de semana vamos a visitar a mi hermana. No voy a insistir en lo de siempre. Pero nadie puede llegar a imaginar lo mucho que odio ese centro. Y sin embargo, soy plenamente consciente de que si no existiera, yo ya estaría muerto. Si no fuese por lo mucho que me duele entrar allí, no pararía de abrazarles. Y hago justo todo lo contrario. Me dirijo directamente a mi hermana, sin apenas detenerme en los demás. No es que no me importen, es que mi capacidad de resistencia tiene un límite. Qué fácilmente solemos juzgar, cuando ni siquiera sabemos de qué seríamos capaces en las mismas circunstancias. Lo primero que hago al llegar es llevármela a su habitación. Ella se agarra fuertemente a mi cuello, y de la forma más rápida posible y sin apenas detenerme la incorporo de su silla y la coloco sobre la cama. Antes era mucho más fácil moverla, pero ahora apenas puedo con su peso. Y a pesar de que este ejercicio y el de las escaleras se repiten desde hace años, no solo no he adelgazado, sino que cada día me siento más cansado física y emocionalmente. Sin embargo y pese a mis múltiples quejas, no puedo dejar de preguntarme, ¿qué derecho tengo a lamentarme si comparo mi situación con la suya?
Helvia Giralt Álvarez (1969)
El último día la encontré llorando calladamente. Entiendo que eran lágrimas de tristeza y soledad, y que además no sabe cómo gestionar su desaliento. Dicen que la costumbre es una segunda naturaleza, pero yo sé que nunca conseguiré acostumbrarme. Y en medio de estas circunstancias y pese a la cantidad de años que llevamos combatiendo, en el momento de la despedida no pude evitar pensar en el dolor que tienen que estar sintiendo los refugiados que han escapado de Siria y que sufren nuestra situación; ¿cómo lo tendrán que estar pasando aquellos que se han visto obligados a abandonar personas como mi hermana? ¿qué será de los que padecen alguna discapacidad y que ahora están solos? ¿qué estará pasando con todos los que dependen de la voluntad ajena para sobrevivir? ¿por qué solo se habla de las mujeres y de los niños durante las guerras? Parece ser que la cifra de refugiados llega a los dos millones, lo que convierte esta huida en uno de los mayores éxodos de la historia reciente. No sé cuántas personas habrá en Siria con parálisis cerebral, pero solo pensar que puede haber alguien en sus mismas condiciones, esperando una visita que no volverá a producirse, se me parte el alma.
En las guerras, las personas con discapacidades diferentes y los ancianos acaban teniendo el mismo valor que los perros. Daños colaterales. Esto no significa que el resto de la población no sea importante, todos los somos. Pero deberíamos ser especialmente sensibles con aquellos que pueden romperse con el primer golpe. La crisis migratoria está mostrando la auténtica realidad europea. La Unión Europea, como proyecto político ya no existe. Ya no es capaz de crear consenso en temas de relevancia. Me paro a pensar y me digo a mí mismo; “si en el centro de mi hermana hay algunos residentes que jamás reciben la visita de un pariente o de un amigo, ¿a quién va a importarle, aquí y en el resto del mundo, la vida de un minusválido o de un anciano sirio?” Y este es el verdadero horror. No se trata solo del poder, sino de todos nosotros. El verdadero error es pensar que necesitamos fuerzas para lo propio y lo ajeno. Todo lo que ocurre en una guerra debería importarnos. El dolor inmenso e indescriptible de un inocente bajo las bombas tendría que despertar de una vez por todas nuestras conciencias.
He llegado a la conclusión de que cuantos menos problemas tenemos- menos utilizamos la inteligencia. De lo contrario, no puede entenderse esta falta de sensibilidad y preocupación por el dolor ajeno. Estamos actuando de la misma forma que hizo el mundo con nosotros, -salvo México- tras nuestra guerra civil. Los bárbaros eran y siguen siendo legión. Ni siquiera algo tan cruel como nuestra contienda, y actualmente la diáspora siria nos hace cuestionarnos; ¿quiénes somos?, ¿qué estamos haciendo? ¿tenemos memoria? Si nos fijamos, la mayoría de las veces nos limitamos a vivir dócilmente igual que los delfines amaestrados. Y lo curioso es que nos gusta. La indiferencia y el olvido son relajantes y finalmente garantizan la felicidad. En definitiva, lo que queremos es vivir tranquilos. Bastante tenemos ya con lo nuestro; “siempre han existido guerras, como siempre ha existido la pobreza”. El número de indolentes que hay en el mundo es tan elevado que hasta mí me sorprende. Está situación es aún más interesante cuando se constata que, entre ellos muchos ocupan posiciones de prestigio y de notable poder, por lo que ejercen una influencia notable sobre nuestras vidas: "¿qué puedo hacer yo, si los que pueden mover los hilos permanecen impasibles? ¿cómo puedo cambiar su situación si apenas tengo tiempo para cambiar la mía? ¿Por qué sufrir por los sirios, cuando en mi país ni yo mismo les importo?”
Hablando con una amiga que ha desempeñado la mayor parte de su vida profesional en Médicos Sin Fronteras y plantearle mi preocupación por las personas con discapacidad en Siria, me confesó que en la mayoría de conflictos armados estas personas son abandonadas a su suerte. Y que incluso hay quien piensa, que es mejor acabar con sus vidas antes que dejarlos indefensos ante el enemigo.
La inteligencia debería requerir estímulos continuos para mantenerse activa, como cualquier otro órgano o facultad: el uso la exalta y el reposo la atrofia. Fue así como comprendí que en cualquier jerarquía toda persona tiende a ser ascendida, hasta alcanzar su nivel óptimo de incompetencia: por tanto, todo cargo está destinado a terminar en manos de un incapaz. De hecho, esta debe ser una de las explicaciones para entender la actual condición de los dirigentes europeos, y de la inoperancia de Bruselas. Mientras ellos continúan con sus debates estériles, centenares de personas naufragan en los mares. La inteligencia y comprensión ya no son necesarias para que el mundo funcione; la imbecilidad y la indolencia lo hacen igual de bien, o incluso mejor. Los juicios de valor están totalmente ausentes de los sistemas burocráticos y por ende del poder, porque la estructura jerárquica los ha convertido en algo inútil y superfluo; de este modo, han ratificado el fin de la prerrogativa que suponía la inteligencia. La indolencia ha acabado dominando el mundo, forma parte intrínseca del poder.
Hacer es ser. Si no nos movemos por la gente más cercana, ¿cómo pretendemos que nadie lo haga por las personas más vulnerables en Siria o la India? A estas alturas todos hemos comprendido que el sueño americano no es posible para todos. Ahora el reto es saber con qué lo reemplazamos. La máscara progresista ostentada durante años atrás por parte del Establishment ha dejado paso a las fauces del monstruo capitalista, que cuenta en euros las vidas humanas, y permite el ascenso de la ultraderecha y los mensajes xenófobos. El sistema se ha encargado de reducir el pensamiento hasta su mínima expresión. Razonar cuesta caro a quien lo intenta.
Por suerte, el fondo está sembrado de buenas personas. A menudo no es fácil saber cuál es el camino correcto, porque no solo hay un camino, pero podemos mirar atrás, ver que ha sucedido y hacer lo posible para que el horror no se repita. ¿Por qué no aprendemos? Sabemos que solo el aceite y los bastardos ascienden. ¿Por qué entonces apoyamos a esta gente para que dirija nuestras vidas? ¿Por qué permitimos que nos asfixien y condicionen? ¿Por qué consentimos que nos diluyan en la masa?
Volveré como siempre a mi hermana, y tengo el deber de preguntarme si lo que verdaderamente me entristece y trastorna es su situación o la carga que supone estar siempre pendiente de ella. Es como una mochila de la que uno no consigue desprenderse nunca, pero cuya carga es menor si es compartida. Quizás a nivel individual no podemos con el drama de los refugiados sirios, ni con los discapacitados que son abandonados en una desaguadero en cualquier parte del mundo. Pero posiblemente podríamos con todo, si compartiésemos nuestra fuerza y al mismo tiempo nuestro dolor. Compartir es la receta.
La solución, si existe, no puede ser otra que ir cogidos de la mano. Y no me importa que los satisfechos del sistema me encuentren absurdo. No es piedad lo que necesitamos, es acción y justicia. Tal y como decía Vicente Ferrer; "yo sólo tengo dos manos, necesito muchas más". Nunca deberíamos olvidar que una de las más perversas expresiones del mal es la indiferencia.