Estoy contando los días que quedan para ver la última película de Bayona, “Un monstruo viene a verme”. Es una emoción parecida a cuando era niño y no veía llegar el día en el que estrenaban una de aventuras. Nunca olvidaré esa sensación casi física, compuesta de ilusión, nerviosismo y magia que sufría al sentarme en aquellas butacas desvencijadas esperando a que se abriesen los cortinones de color burdeos y se apagasen las luces, no sin antes observar la ondulación a modo de baile de aquellas pesadas telas que se dividían en dos como el mar rojo. El espectáculo y la salvación siempre emergían tras aquella esperada ceremonia. Cuando aparecía THE END en la pantalla el trayecto al cuarto de baño era directo y sin preámbulos. No sabía entonces que toda experiencia profunda se formula en términos de fisiología.
Es de las pocas cosas de mi niñez de las que conservo una impresión cercana. Un niño lo es todo en potencia, su mirada abarca el universo entero. ¿Con qué sueñan los niños que no han sido educados para las emociones? ¿Cómo ser felices de adultos si no nos han enseñado a sentir como niños? ¿Dónde buscan refugio aquellos que sufren? ¿Dónde se esconden los niños que no han sido amados? ¿Qué causas son las que provocan que puedan llegar a abusadores o víctimas? ¿Qué futuro les espera a ambos? ¿Quién saldrá peor parado con el paso del tiempo?
Quiero ver la última película de Bayona, ya que no quisiera extraviar al niño que fui. Al mismo tiempo, necesito contrapesar la idea que siempre he mantenido de que la aventura de la conciencia termina siempre en fatalidad. Siento toda la admiración del mundo por las personas que consiguen salvarse gracias a la imaginación. La cultura y la sensibilidad pueden representar un asidero incluso más indestructible que la propia familia. Conor, el niño protagonista empieza a sufrir y a plantearse su corta existencia cuando advierte el inevitable deterioro de su madre durante la enfermedad. No es otra cosa que el miedo a perder la seguridad, la protección y el amor que tanto necesitamos. Siempre he defendido que la maldad está muy vinculada a esa falta de afecto. ¿Se puede ser bueno cuando no te han querido? ¿Se puede ser empático cuando te desprecian o ignoran?
Queremos ser más felices que los demás, y eso es dificilísimo, porque siempre imaginamos a los demás mucho más felices de lo que son en realidad. Todo es mucho más complejo de lo que parece a simple vista. A pesar de que el poder, el orden social y las clases dirigentes (aquí es igual el color político), intenten vender lo contrario. Cada uno de nosotros es como una caja cerrada bajo llave, y abrirla supone un riesgo. Como luciérnagas desbocadas salen en estampida, la felicidad perdida, los sueños rotos, las ilusiones, las ausencias y también las derrotas. Solo nos importa lo que no hemos realizado, lo que no podíamos realizar, lo que hemos perdido. Toda nuestra infelicidad y dolor permenecen permanecen agazapados en el fondo. Al final, el infierno es ese presente que no se mueve, esa tensión en la monotonía esa eternidad vuelta al revés y que no se abre a nada. Ese no comunicar, ese feroz e infecundo aislamiento. Olvidamos que fue con lágrimas y no con el agua, con la que Prometeo mezcló la arcilla para moldear al hombre.
Algunos adultos creen, y así educan a sus hijos, que hablar de sentimientos sigue siendo cosa de mujeres y soñadores. Venimos al mundo con el fin de pisar fuerte y de golpear antes de ser golpeados. Venimos al mundo a ser líderes, no víctimas. Reconocer nuestro sufrimiento es admitir que somos vulnerables y necesitamos ayuda. Solo vivimos en la medida en que consumados ilusionistas, nos entregamos a un ejercicio distorsionador de la realidad con el fin de alterar la auténtica magnitud de nuestro drama; huimos de la soledad para no enfrentarnos con nosotros mismos.
No hay libertad de ser, como no hay libertad de nacimiento: antes que condenados a elegir, estamos condenados a amar. ¿Porqué resistirnos a ello? A los pragmáticos, a los realistas, a los amantes del orden que nos acusan de perdedores e idealistas, yo les respondería con una inteligente reflexión de Cioran, al que siempre regreso: “La utopía es el motor de la acción individual y social. Solo actuamos bajo la fascinación de lo imposible, esto significa que una sociedad ha de dar a luz una utopía y de abocarse a ella. De lo contrario está amenazada de esclerosis y de ruina”
Ya estoy sentado en el cine. Se apagan las luces. Necesito mi dosis de fantasía y necesito creer en la humanidad. El bien puede resistir derrotas, el mal no. ¿Podemos creer en otra cosa que no sea la utopía?