Las grandes cuestiones de la vida no tienen nada que ver con la cultura. La gente sencilla tiene muchas veces intuiciones que un filósofo no puede tener, puesto que el punto de partida es lo vivido, no la teoría.
Cada fin de semana preparamos a mi madre una crema de verduras, compramos un pollo asado y el periódico del domingo. Ya no cocina ni sale a la calle si no va acompañada. Una vez leí que, si no fuese por los huéspedes, las casas serían como tumbas. El exceso de soledad mata.
La vida es una comedia para aquellos que piensan y una tragedia para aquellos que sienten. Así he pasado los años, intentando equilibrar mis fuerzas entre la razón y los sentimientos. Por suerte siempre hay destellos de luz, grietas por las que se cuelan la razón y el conocimiento, recordándonos la ingente cantidad de dolor que hay acumulado en este mundo. No tengo derecho al drama.
Es la parte de la razón la que me gustaría que prevaleciese sobre mi persona. La emocional me desborda y me paraliza. Si la balanza de la vida no está equilibrada, al final se rompe. Los significados están en nuestras cabezas, pero tienen su origen en la cultura. ¿Quién es entonces el responsable de nuestros actos?
Si la balanza de la vida no está equilibrada, al final se rompe.
Mi madre ya no va a visitar a mi hermana pequeña con parálisis cerebral. No se encuentra bien, y ha tomado la determinación de ir distanciándose para que el día de mañana su ausencia no sea tan dolorosa. Hace un par de años, y sin hablar con nadie, ya desmanteló su habitación. Ahora ha llegado algo más lejos, y ha decidido ir desvaneciéndose poco a poco, como si fuese una de esas sombras chinas que proyectaba su padre sobre la pared del dormitorio. Los sentimientos y el saber raramente hacen buenas migas.
Lisa Mieth
Son 87 años. Adivino que esa parte racional que a mí me falta se la ha quedado para ella sola. Podría pasar de puntillas, podría hacer ver que no me doy cuenta de lo que está haciendo, pero me consume la tristeza. O se hacen las cosas a tiempo, o luego los remordimientos acaban revoloteando sobre nuestras cabezas como cuervos hambrientos.
Al entrar en casa de mi madre con las bolsas de la compra, lo primero que encontré sobre el mueble del recibidor fue un libro que me había dejado mi hermana mayor. De repente pensé en lo mucho que la quiero. Siempre que voy a casa de nuestra madre y me enfrento a su situación me voy abatido y sin energía. ¿Qué es el conocimiento, en el fondo, sino la demolición de algo? Comprendo que pueda parecer irracional, pero cuando salgo de allí con un libro en las manos es como si me hubiese subido a un bote salvavidas.
¿Qué es el conocimiento, en el fondo, sino la demolición de algo?
Sé que el hundimiento puede producirse en cualquier momento, pero, mientras tanto, yo me tomo la lectura como una tabla de salvación. Leer me recompone. En el fondo, he llegado a la conclusión de que no hay respuestas. Cierto es que, por error o por accidente, las hay, pero no son respuestas en sí mismas.
Las motos van con combustible, y yo con un lápiz y un libro. ¿Por qué dedicamos una gran parte de nuestra vida a las historias? Yo creo que es porque las buenas historias nos aprovisionan para la vida. Cioran decía: “Generalmente leer y escribir no es la solución, pero, como nadie puede hacer nada por nadie, puedes hacerlo entonces por ti mismo, para curarte, aunque solo sea momentáneamente”. Narrando nuestra oscuridad se ve más claramente la vida.
Nunca he recurrido a un manual de autoayuda. Me parecen panfletos saturados de tópicos. Necesito que los libros me sorprendan, me hieran y de alguna forma me reafirmen. Las historias estereotipadas carecen de contenido. No cruzan fronteras; las arquetípicas sí. La vida es demasiado compleja como para buscarle respuestas simples. Supongo que trato de esconderme. Quizás pienso que a través de vidas ajenas remitiré mis miedos. No es un consuelo, ni sé si me valdrá para siempre, pero necesito pensar que sin palabras, sin escritura y sin libros no hay historia, no existe el concepto de humanidad. Existimos y resistimos gracias a la aparición del otro.
Necesitamos de los demás para vivir. Aunque para las cosas transcendentales estemos solos, sin los otros no somos nada. Yo no deseo escapar de la vida a través de los libros, sino encontrarla. Necesito utilizar mi mente de modo estimulante, disfrutar, aprender, y aportar equilibrio a mis días. Creo que todos llevamos tanto dolor acumulado que nos hace falta vivir una realidad ficticia que ilumine nuestra realidad cotidiana.
Me gusta cuando abro un libro y van cayendo las máscaras como por arte de magia. El lector no puede engañarse frente a un autor, no puede ocultar sus sentimientos con coraza alguna. Nuestra mente se vuelve más vulnerable y receptiva. Cuando lo que descubro es profundo y original me siento comprendido y en tierra firme. Si, por el contrario, el contenido es convencional y predecible, me siento igual de infecundo que lo que estoy leyendo. Y sin ser consciente cedo frente a la melancolía y el victimismo.
El lector no puede engañarse frente a un autor, no puede ocultar sus sentimientos con coraza alguna.
La vida puede ser un camino saturado de arquetipos convencionales. Yo la quiero entender como una lucha constante contra la parte más tediosa y reaccionaria de nuestro ser. Vivimos en un mundo complejo y fragmentado. La verdadera vida debería ser aquella que empieza en el último peldaño de nuestra zona de confort. De nosotros depende saltar o retroceder, pero somos seres contradictorios, cobardes e incomprensibles. Nos da miedo la libertad. En nuestra mano está ser como musarañas entre claroscuros o como luciérnagas en una noche de primavera.
Hoy no sólo padecemos una crisis sistémica, sino de toda una concepción del mundo y de la vida basada en la deificación de la técnica y la explotación del ser humano. En contra de la teoría dominante que proclama que no hay nadie indispensable, mi madre ha demostrado con su generosa actitud que dicha premisa neoliberal es incierta.
Todas las historias tristes tienen la misma importancia, y a todas ellas les debemos un respeto reverencial. Tal y como decía John le Carré: “Mi definición de una sociedad decente es la de una que primero cuida de sus perdedores y protege a sus débiles”.
El problema metafísico central del ser humano es su condición efímera y mortal, su esencial transitoriedad. La vida y su contenido. El futuro solo pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños. A mi madre ya no le queda ninguno.
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