Tintineó mi móvil sobre la mesita de noche. Era una llamada de mi madre. Llevo mucho tiempo pensando que en cualquier momento habrá terminado todo. Con un nudo en el estómago entré en su casa y me la encontré tendida en el suelo. Acaba de cumplir 87 años.
Me estiré a su lado e intenté tranquilizarla. Verla así, asustada, frágil, y desarmada, me hizo, -una vez más-, sentir culpable. Al cabo de un buen rato la incorporé, calenté unas hierbas y la acompañé a la cama. Eran las cinco de la mañana.
Aquel día me costó mucho conciliar el sueño. De golpe me vino a la memoria una frase de Emily Dickinson, “La vejez llega de repente, y no gradualmente como se piensa.” Todos somos hijos de nuestras penas. Y al mismo tiempo también lo somos de nuestra grandeza y servidumbre. Nos balanceamos entre el hacer y el ser. El camino hacia nosotros mismos nunca es seguro.
La lenta despedida de mi madre me hace sentir terriblemente infeliz. “No hay nada más pesado que la compasión. Ni siquiera el propio dolor es tan pesado como el dolor sentido con alguien, por alguien, para alguien, multiplicado por la imaginación, prolongado en mil ecos. El dolor ajeno llega a ser más duro que el propio. El amor hace que esto sea así. La compasión es un gran peso porque es un dolor irresoluble”. Milan Kundera dixit.
Mi teoría es que la gente mayor desaparece en el momento en el que ya no puede compartir sus sueños. Ya no se viste sola, le tiemblan las manos y se cae a cada nuevo paso. Borges decía que la vejez es un naufragio. Supongo que el hecho de tener una hija con parálisis cerebral, de la que ella no quiere despedirse, lo hace todo mucho más doloroso.
Para saber quién soy verdaderamente necesito descargar peso. Sin embargo, coincido con Pessoa cuando dice “hacer es descansar”. De nuevo me enfrento a mis contradicciones. ¿Hacer nos libera, o nos encadena? Dentro de unos años, ¿de qué habrá servido todo este sufrimiento? ¿De haber destinado todas las energías en mí mismo, sería hoy otra persona?.
Contextualizar me sirve para comprender. La globalización, la tecnología y el individualismo han incrementado este exacerbado sentimiento de soledad que sufren ahora mismo millones de personas mayores en el mundo. Cada vez estamos más solos y con relaciones menos comprometidas. ¿Cómo podemos compaginar el cuidado a nuestros mayores con nuestra vida? ¿Dónde está el límite?, ¿Quién se encargará mañana de recomponer las piezas rotas?.
Estamos en una sociedad que, progresivamente, se ha deshumanizado. Nos bombardean con el tema del éxito y la competitividad, pero nadie señala la importancia de la construcción de la sociedad. Los valores, la empatía, la justicia, la solidaridad, tienen que ver con cómo queremos ser. Nos estamos jugando qué tipo de sociedad queremos tener. Hablo de una cuestión más íntima y moral. Hablo de acompañar hasta el final a quien te ha cuidado y querido en los momentos más decisivos de la vida. Aquellos en los que éramos pura arcilla.
Sé que no lo hago bien. La actitud que proyecto hacia madre es la de la saturación, el cansancio y la tristeza. Enfrentarme a su deterioro me contrapone a una verdad que no quiero asumir. Todo pasa, sobre todo el ser humano. Y todo sitiador se convierte en sitiado. No estoy facilitando las cosas para que pueda irse.
Aquellos que no han sido felices en la infancia permanecen dañados de por vida. Quien no fue amado de pequeño, ya no puede sentirse en casa en el mundo. La humillación de la indiferencia no se puede borrar. La confianza en el mundo, desmoronada ya desde el primer golpe y hundida por completo por la falta de amor real no vuelve a recuperarse. A menudo los niños y niñas que sufrieron un temor así tienen que lidiar toda la vida con una imagen paterna que presenta a los progenitores como personas cariñosas, afectuosas y cuidadosas. No hacerlo da miedo. Este miedo es tan enorme que uno lo rechaza incluso antes de llegar a experimentarlo. Ya lo señalaba Cioran, la tragedia como conocimiento.
Nunca tendremos suficiente tiempo para agradecer lo que nos han querido. No hay nada que sustituya la seguridad que da el saber que hay puertas que siempre permanecerán abiertas. Una casa es el lugar donde uno es siempre esperado. Esto no significa que la familia no sea al mismo tiempo una institución compleja, abarrotada de heridas, y sufrimiento. Por perfectas que quieran parecer algunas, sobre todo las modélicas, solo es cuestión de sentarse y observar.
La familia es la primera locomotora que nos impulsa en la vida. Es la relación con sus miembros la que construye el complejo teclado de nuestro cerebro, nos ayuda a saber quiénes somos recogiendo el deseo natural de vincularnos, nos ofrece la seguridad necesaria para estar con los demás recordando de dónde venimos y la confianza para salir al mundo sabiendo hacia dónde vamos, o hacía dónde no queremos ir. La familia puede ser, por momentos, el faro que nos guía, o la embarcación en la que hundirse. Nada es tan complejo, intrincado, perverso, dañino, e irremediable como la familia. Y al mismo tiempo, y si has tenido suerte, en esta lotería que es la vida, no hay mayor fortuna para la vida adulta que haber tenido unos padres que te han querido. Lo que uno construya luego con ese patrimonio, tanto por exceso, como por defecto, ya es cosa de cada uno, y del destino.
De repente me siento como Homero, la tierra se me ha vuelto pequeña. Todos llevamos en nuestro corazón una Ítaca interior que unas veces soñamos con reconquistar, otras con recuperar, y, a menudo con preservar. Sin embargo, ¿cómo recobrar la figura de la tierra madre que se difumina?, ¿cómo retener algo que se te evapora entre las manos?, ¿cómo imaginar el futuro sin esa presencia omnipresente, incluso en la distancia?.
El drama que vivimos en la actualidad es que todos los ámbitos de nuestra vida están contaminados por la idea del beneficio y del lucro. La imagen ha destronado a la palabra, es ella la que incide en el curso de la historia. Los sentimientos ya no determinan el curso de las cosas. Hace años que no abrazo a mi madre, son muy pocas las ocasiones en que he tenido el valor de mostrarle mis sentimientos. He huido siempre de todo sentimentalismo, por miedo a romperme. Maldita contención machista y patriarcal. Con lo fácil que hubiese sido educarnos en la ternura, sin miedo a ser cuestionados.
Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que todavía estoy a tiempo, y me imagino que corro a su lado para darle un abrazo con todas mis fuerzas. Y me dan ganas de decirle lo mucho que la necesito. Pero soy tan poca cosa, me siento tan frágil y tengo tanto miedo.
No soy nada.
Nunca seré nada.
No quiero ser nada.
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Pessoa.
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