"Prefiero un quetzal a cinco vacas" le dijo el alcalde de un poblado interior de Costa Rica a Rodrigo Gámez, presidente del Instituto Nacional de Biodiversidad en San José, para dejarle tranquilo ante la llegada de unos empresarios que querían explotar sus bosques. El sentido era muy claro: los quetzales –pájaros preciosos que habitan en los bosques del Caribe-, generaban muchos más ingresos en turismo que la ganadería o agricultura.
Recupero esta historia grabada y anotada el verano pasado en el INBIO, tras escuchar a un miope asegurar que proteger la biodiversidad era un capricho de países ricos, pero un lujo para países en pleno desarrollo.
Por desgracia todavía hay quien, frente a argumentos éticos y de responsabilidad con la naturaleza, dice anteponer el bienestar humano y el progreso económico a un simple pajarito. Lejos de ser coherente, esta búsqueda del beneficio inmediato es absolutamente cortoplacista. Incluso en términos estrictamente económicos, a medio plazo conservar es mucho más rentable que destruir.
Y si no, que se fijen en lo ocurrido en Costa Rica. Rodrigo Gámez me explicó que a pesar de ser un país tan pequeño, debido a su orografía, temperatura estable, y haber sido un puente intercontinental que tras su formación permitió el encuentro de especies provenientes de América del Sur y del Norte, acumula hasta el 4% de biodiversidad existente en todo el mundo. Mucha más que Canadá y EEUU juntos. Y lo más importante: ha sabido conservarla. Un tercio del territorio de Costa Rica está protegido, es de los pocos lugares donde los bosques están creciendo, y apostó por un modelo de turismo sostenible que ha enriquecido tanto a la naturaleza como a sus ciudadanos.
En los trópicos se acumula el 80% de la biodiversidad mundial. Protegerla y saber sacarle partido es una apuesta ganadora para los países que la contienen. Sin duda hay problemáticas prioritarias, pero no deben ofuscar el hecho que la biodiversidad es un tesoro irremplazable que cada vez será más cotizado, incluso económicamente.
“Es mucho mejor vender un árbol 1000 veces que sólo una”, me dijeron en la reserva biológica de Monteverde en relación a los visitantes que les llegan. “Pero no es sólo el turismo lo que da beneficios!”, insistió Rodrigo Gámez tras explicar la anécdota del quetzal.
Rodrigo me mostró sus gráficos mostrando que en los parques nacionales el turismo naturalista dejaba más ingresos por hectárea que la deforestación para plantar café. Pero enseguida mencionó los beneficios derivados de las numerosas investigaciones internacionales que atraen los manglares, bosques nubosos o arrecifes coralinos. Habló de mejoras en la calidad de vida, de la educación recibida por los 180.000 alumnos que pasan por el Inbioparque cada año, de biodiplomacia, y del síndrome de déficit de naturaleza que afecta a niños urbanos por falta de contacto con entornos naturales.
Y a continuación, me acompañó por sus laboratorios de bioprospección, donde científicos y empresarios locales perseguían descubrir principios activos de animales y plantas para sintetizar químicamente pinturas, pesticidas, o medicamentos de origen natural. Dos de los productos que esa institución ya ha patentado y comercializado eran un tranquilizante a partir de una variedad de tilo, y unas pastillas para problemas digestivos elaborados con extractos de la planta “hombre grande”, utilizada tradicionalmente para tratar dolores estomacales.
Además de los aspectos medioambientales, la clave es comprender que la biodiversidad también es una valiosísima fuente de recursos que puede generar productos de alto valor agregado si la sabemos explotar de manera sostenible.
Cuando la oruga de una mariposa Morpho se posó en el hombro de Rodrigo me preguntó si sabía cuál era el origen del color azul de sus alas. Tras mi expresión desencajada explicó que las flores deben su color a pigmentos; sustancias químicas que producen color. Pero los tonos de las alas de algunos insectos, aves o mariposas son el resultado de estructuras microscópicas que reflejan la luz a diferentes longitudes de onda. Los pigmentos llevan siglos utilizándose como tintes o pinturas, pero hace poco que estos otros colores estructurales se están empezando a utilizar industrialmente para conseguir productos con color propio sin necesidad de ser pintados. Era sólo un ejemplo de lo que se puede aprender y aprovechar con los centenares de miles de especies diferentes que habitan en Costa Rica.
A sus 73 años envidiablemente bien llevados, Rodrigo Gámez no necesitaba argumentos económicos para justificar su compromiso con la preservación de la naturaleza. Yo tampoco. Invertimos más tiempo y pasión conversando sobre los árboles del parque, los hilos de araña, o sus colecciones de mariposas y extenso catálogo de especies de insectos. Pero si como presidente del Instituto de Biodiversidad de Costa Rica le tocaba demostrar la rentabilidad de proteger la biodiversidad frente a políticos y gobernantes, disponía de argumentos sólidos para hacerlo.
La biodiversidad es una fuente de riqueza, no sólo en sentido metafísico.