Los buenos científicos son los seres más escrupulosos del planeta. Cuando por mínimo que sea algún detalle no termina de encajar en sus teorías, enseguida dudan que su hipótesis podría estar equivocada. Para ellos la frase “la excepción confirma la regla” es el sinsentido más grande que podamos imaginar.
Todavía recuerdo a Vera Rubin explicarme cómo a principios de los años 70 vio que las estrellas exteriores de la galaxia Andrómeda giraban a la misma velocidad que las del centro. “No podía ser! No podía ser No podía ser!” me decía a sus más de 80 años todavía activa en su despacho de la Carnegie Institution en Washington DC.
Las galaxias acumulan muchísima más masa en su centro, y según todas las leyes de la física, esto debería hacer que las estrellas centrales giraran mucho más rápido que las exteriores. “Al principio sí pensé que había cometido un error de cálculo o que quizás Andrómeda tenía algo peculiar”, me explicaba Rubin, “pero observé otras galaxias y ocurría lo mismo. Podía parecer un detalle sin importancia, pero enseguida pensé que podía implicar un gran error en nuestras leyes de la física o conocimiento sobre el universo”. A la postre el descubrimiento de Rubin fue la primera evidencia experimental de que el universo contiene cantidades ingentes de una materia oscura oculta a nuestros sentidos, y que todavía no hemos averiguado de qué está constituida.
En ciencia una excepción nunca confirma una regla, todo lo contrario; es una amenaza. Eso de ignorar las evidencias cuando desafían nuestras convicciones no forma parte del buen uso del método científico. Reafirmarse no es una muestra de fortaleza sino de debilidad metodológica. Si algo chirría, es que algo falla y quizás toca sustituir el modelo.
Fíjate si no en los físicos teóricos empecinados en que una de sus dos teorías más exitosas, la mecánica cuántica y la relatividad de Einstein, debe contener algún error fundamental pues la primera describe perfectamente el mundo subatómico y la segunda todo lo demás, pero no terminan de encajar matemáticamente entre ellas. Con lo fácil que sería contentarse aplicar una u otra en función del sistema que analices, esta incompatibilidad les chirría profundamente, dudan, y su inconformismo les hace buscar entre supercuerdas alguna teoría mejor que destrone una de ambas.
En la sociedad también hay infinidad de cosas que chirrían, y que en lugar de aceptarlas como mal menor te piden revolución y cambio radical de modelo. Algunas son obvias y otras más sutiles. A mi alma científica hay algo que desde hace tiempo le tiene consternado: la rutina de trabajo de los abogados.
Me dicen que les llega un cliente pidiendo que defienda sus intereses en un caso, se plantean unos objetivos, y empiezan a buscar pruebas que los respalden. Aparentemente lógico. No nos suena extraño. Pero no puedo dejar de pensar que representa el proceso inverso de la metodología científica: el investigador primero busca evidencias y luego saca conclusiones. En cambio el abogado parte de unas conclusiones y a posteriori busca pruebas para defenderlas. Incluso trata de esconder las que le sean contrarias. Algo chirría.
Ya sé que muchos científicos malos hacen lo mismo, y que el abogado es parte de un sistema donde también hay fiscales, jueces y procedimientos. Y reconozco que lo natural en nuestro quehacer cotidiano es pensar y actuar como abogados. Pero sus frases como “hay dos verdades; la real y la del caso” o “lo que no está en los autos no está en el mundo” irritan profundamente a mi razonamiento científico. Es más; creo que aplicadas a altas esferas conllevan graves efectos negativos en la sociedad, y que plantearnos sus efectos podría tener consecuencias revolucionarias.
Como explico en la página 390 de “El ladrón de cerebros”, mi disquisición empezó hace un par o tres de años conversando con una amiga abogada de un prestigioso bufete de Washington DC, que a sus veintitantos años ganaba 5 veces más que cualquier investigador posdoctoral con 10 años más de experiencia. Se quejaba por mucho trabajo en un caso complicado donde defendía a Microsoft. Estábamos comentando el caso, y en un momento determinado se me ocurrió preguntarle si en el fondo Microsoft llevaba razón o no. Se quedó pensando con expresión de qué pregunta más absurda, y me dijo “claro que no tiene razón. Por eso vienen a nosotros. Les van a sancionar seguro, pero nuestro trabajo es conseguir que la cantidad sea la menor posible”. Por fin entendí la lógica tras el copioso salario de mi amiga y ciertos bufetes de abogados: A Microsoft le merecía la pena ir a ese bufete porque era uno de los mejores, por tanto uno de los que conseguiría mayor reducción de sanción, y aunque facturaran mucho más que otros profesionales, les continuaba saliendo a cuenta. Mi amiga me decía que si la acusación fuera injusta quizás con sus propios abogados ya resolverían el caso. Todo muy lógico, pero perverso también. Desde entonces tengo cierta manía a los abogados ricos. Por lo menos los estadounidenses. Creo que en gran medida lo son a base de intentar tergiversar la realidad.
Sé que yo también estoy tergiversando y no atendiendo a la enorme mayoría de abogados que trabajan por una sociedad más justa. Mi reflexión no es hacia ellos sino contra esta manera de pensar donde primero se sacan conclusiones y después se buscan las evidencias. Independiente de la profesión. Recuerdo un físico contratado por un lobby nuclear explicándome que su trabajo era reunirse con congresistas y personalidades influyentes para convencerles de las ventajas de la nuclear y necesidad de invertir más en ella. Ese físico de alma impura no tenía nada de científico. Me confesó sin miramientos que si estuviera contratado por el lobby antinuclear encontraría fácilmente argumentos para defender lo contrario, y que “una cosa es mi opinión personal y otra mi trabajo”.
Yo lo entiendo, al igual que la abuela siempre defenderá a su nieto, el forofo argumentará a favor de su equipo preferido, o el alcalde sabrá cómo justificar la contratación de su amigo que le invita cada año a regalos. Esta manera de pensar donde primero decidimos y después buscamos el argumento que nos justifique, es la que nace en nuestra mente de manera natural. Y seguro es la más adecuada para que nuestros genes sobrevivan y se reproduzcan con el máximo bienestar posible. Pero no deja de chirriarme. Porque una cosa es el fútbol, los amigos o la religión, y otra la toma de decisiones políticas.
Resulta que me han invitado a participar como ponente en el congreso “El Ser Creativo” que se celebra los próximos 6 y 7 de noviembre en el circo Price de Madrid, con el lema “Ideas para cambiar el mundo”. Me indicaron que pensara en alguna idea nueva, creativa, provocadora, y que pudiera tener un impacto en la sociedad. Participando en el bloque de educación, no pude dejar de imaginarme qué pasaría si a los niños les enseñáramos de verdad a pensar como científicos en lugar de como abogados. A hacer de la duda una aliada y no un signo de debilidad. A atender más a las evidencias empíricas que a la ideología o ideas preconcebidas. Al fin y al cabo si la educación y cultura nos humanizan es por corregir algunas de las instrucciones que el pasado evolutivo ha instalado en nuestros genes.
Y todavía más lejos; ¿qué pasaría si al igual que la medicina tomáramos decisiones sociopolíticas basadas en la evidencia y no la ideología?. ¿Qué pasaría si poco a poco la sociedad fuera sustituyendo el pensamiento del abogado por el pensamiento del científico? Yo siempre digo que no tengo ideas sino hipótesis. Simplemente se trata de atender primero a las pruebas y sacar conclusiones después, en lugar de a la inversa.
En seguida pensé en recuperar el lema “Piensa como un científico, no como un abogado” para mi charla. Pero no lo voy a hacer. Me ocurre una cosa: no sé suficiente de economía, historia, política y sociología como para responder a las preguntas que acabo de plantear. Me parece una idea provocadora y una crítica muy válida, pero lo que en realidad hace avanzar el mundo no son sólo las críticas sino las propuestas constructivas. Y no logro identificar bien los aspectos en los que sustituir el pensamiento de abogado por el de científico repercutiría en mejoras en la sociedad. Y si bien defiendo a la duda como una aliada, es cierto que también llega a ser una tortura.
Sé que el pensamiento científico es constructivo, inconformista, colaborativo, optimista, piensa a largo plazo, está por encima de la ideología, y siente un gran respeto por la verdad. Me siento plenamente convencido que –más allá incluso de aplicaciones tecnológicas y mejoras médicas- si la metodología científica impregnara a la sociedad, el mundo sería mejor. Y me suena fabuloso esto de pensar como científicos y no como abogados. Pero me da pavor la demagogia, y el discurso constructivo no está maduro todavía. Las discusiones entre científicos duran poco cuando hay datos de por medio.
Sin embargo gracias a la ciencia he aprendido algunas pocas cosas más: en un sistema complejo las conexiones hacen que el todo sea más que la suma de las partes y de varios cerebros contrastando ideas desde diferentes conocimientos de partida puede emerger algo inexistente en ningún cerebro aislado. Que internet tiene justo esta magia de conectar y expandir memes cuando resulten exitosos. Que la intuición no es fruto de casualidades aleatorias sino de mensajes elaborados a partir de toda la experiencia acumulada en nuestro inconsciente, y que si bien la razón en ocasiones nos previene de espetar sandeces en otras es un freno que coarta nuestra creatividad: Si la intuición te pide que a pesar de tus dudas racionales lances con fuerza el mensaje “Piensa como un científico no como un abogado”, porque te dice que algo de poderoso hay en él, no puedo evitar terminar estas líneas solicitando vuestras opiniones sobre en qué medida, bajo qué circunstancias y en qué ejemplos concretos pensar como científicos en lugar de cómo abogados implicaría mejoras a nivel individual, y sobre todo social.
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