Las opiniones del cardenal Fernando Sebastián diciendo que “la homosexualidad se puede normalizar con tratamiento” son, además de ofensivas, equivocadas y perjudiciales
Lo siguiente es traducción literal de un fragmento del artículo científico “Electric Aversion Therapy of Sexual Deviations” publicado por John Bancroft y Isaac Marks en 1968 en la revista científica Proceedings of the Royal Society of Medicine:
“La terapia de aversión busca asociar estímulos nocivos a algún aspecto de conducta o actitud desviadas. Los primeros métodos fueron agentes químicos como la apomorfina usada para generar náuseas y vómitos. Con este método Morgensten et al (1965) trató a 13 travestis. 7 mostraron una gran mejora y 5 alguna. Recientemente la aversión eléctrica ha suplantado a la química porque es más segura, fácil de controlar y más precisa. (…) Los autores de este texto hemos utilizado aversión eléctrica en 40 pacientes masculinos: 16 homosexuales, 3 pederastas, 14 travestis y transexuales, 3 fetichistas y 4 sadomasoquistas. Este artículo es un informe preliminar de los resultados hasta la fecha”.
Si dicha introducción os escandaliza, atención a la parte metodológica:
“los shocks eléctricos se aplicaron en los brazos del paciente asociados a tres aspectos diferentes de la desviación sexual: 1- Durante el propio acto (Ejemplo: electroshock al travesti cuando se vestía de mujer). 2- Con fantasías desviadas (Ej.: al masoquista tan pronto señala la presencia de una fantasía masoquista en su mente). 3- Con respuesta eréctil a estímulos desviados (Ej.: al homosexual cuando empieza a tener una erección ante la foto de un hombre atractivo)”.
¿Resultados? Negativos! A pesar de ser voluntarios que deseaban con todas sus fuerzas cambiar de orientación sexual, ni con electroshocks los homosexuales dejaban de sentir atracción física por los hombres.
Y no se trata de un estudio aislado. En una búsqueda de literatura científica de la época –antes de la desclasificación de la homosexualidad como enfermedad mental- se pueden encontrar artículos como “Change in homosexual orientation” (1973), “A case of homosexuality treated by in vivo desensitization and assertive training” (1977), “Alternative behavioral approaches to the treatment of homosexuality” (1976)… todos sin “éxito”.
“Las terapias de reorientación no funcionan”, me dijo tajante el propio John Bancroft en Julio de 2012, ya septuagenario, durante el congreso de la International Academy of Sex Research en Estoril (Portugal).
Bancroft fue director del Kinsey Institute, es autor de más de 200 artículos científicos, y se considera una referencia en el estudio de la sexualidad. Le pregunté cómo pudo haber realizado tales experimentos, y no dudó en definirlos como “el aspecto más embarazoso de su carrera”.
Me explicó que él empezó sus investigaciones en psiquiatría utilizando electroshocks para intentar revertir la pedofilia: se mostraban imágenes de infantes mientras se medía la reacción del pene, y si había principio de erección se suministraba una descarga eléctrica con el fin de que el individuo asociara el estímulo a una respuesta negativa.
Bancroft me explicó que en esa época la homosexualidad estaba mucho más estigmatizada, que a su consulta llegaban gays atormentados suplicándoles ayuda, que “científicamente entonces pensábamos que el comportamiento sexual se podía modificar más fácilmente”, y que por todo eso pensaron en aplicarlo a los gays que querían modificar su orientación sexual.
Insistió en que “ahora es algo ridículo y la terapia se basa en aceptarse, no en corregir”, pero defiende que en esa época pensaban que les estaban ayudando. “Y en realidad era todo lo contrario”, dijo asegurando que entre sus pacientes “empezamos a observar un enorme sufrimiento, depresiones, e incluso intentos de suicidio”.
Un inciso importante: Obvio que tenemos control sobre nuestro comportamiento, y un gay bajo presiones religiosas puede evitar tener relaciones con otros hombres. Pero no logrará cambiar sus deseos. Lo que todos los estudios siguiendo a pacientes en terapias psicológicas reparativas concluyen es que efectivamente alguien puede evitar comportarse como homosexual, pero no dejar de serlo. Y lo más importante: este proceso suele venir acompañado de un enorme daño psicológico.
Lo dicen infinidad de científicos, como Robert Spitzer de la Columbia University autor en 2002 de un estudio con 143 hombres y 57 mujeres que habían sido sometidos voluntariamente a terapias reparativas, o Ron Stall director en la Pittsburg University del centro de investigación en salud de LGBT (Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transexuales), autor del mayor estudio hasta la fecha sobre salud física y mental de homosexuales, y a quien también entrevisté durante la escritura de “S=EX2”.
Stall ofrece un dato que debería ser definitivo: los índices de depresión y suicidios son abrumadoramente mayores entre adolescentes gays viviendo en familias y entornos hostiles que no aceptan su homosexualidad, que entre los adolescentes que reciben comprensión y apoyo para aceptar su orientación sexual.
Si una madre o padre quiere lo mejor para su hijo homosexual, lo peor que puede hacer es seguir los nefastos consejos de quienes sugieran intentar corregir la tendencia sexual de su hijo. Porque además de no conseguirlo, le generarán muchísimo daño.
Lo perjudicial no es la homosexualidad sino la homofobia. Quienes deben cambiar son los homófobos, no los homosexuales.
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