Israel Galván presentó el martes en París (Teatro de la Villa) su último espectáculo, Lo Real. Reducido a dos horas y bastante más rodado que en el tumultuoso estreno de Madrid, donde el siempre sensible abonado del Real pateó y gritó lindezas como "viva España" o "vete con Zapatero", la mirada surrealista y valiente de Galván y su álter ego, Pedro G. Romero, sobre el holocausto gitano, el Porraimos, arma uno de los espectáculos flamencos más fascinantes de la historia de este arte.
Tiene todavía algunos fallos, se le puede reprochar algún exceso escenográfico, quizá a ratos peca de intención vanguardista y resulta poco "comprensible", pero siempre sorprende, es de una originalidad muy galvaniana, y todo lo que se ve y se oye en el escenario tiene un interés, una calidad artística, una fuerza, una honradez y un magnetismo poco frecuentes.
Hablando de la muerte, el espectáculo está muy vivo, tiene toneladas de corazón y rebosa energía y creatividad. Y eso, viniendo de la España que viene, no es ya un acontecimiento, sino más bien un milagro. No extraña nada, por tanto, que fuera abucheado por las momias de la plaza de Oriente y maltratado por gran parte de la crítica. Seguramente no podía pasar otra cosa: el espectáculo es demasiado complejo para ser bien interpretado sin un largo rodaje previo y una labor de poda, Y Galván es demasiado personal y demasiado distinto y flamenco como para poder ser valorado justamente desde esquemas habituados a mirar desde la alta cultura y la alta costura -zarzuelera-.
Ahora, lo fundamental, el núcleo, no tiene reproche posible. El baile, el cante y el toque flamencos brotan como oro negro por todas las esquinas. La música de Chicuelo pasea con elegancia por la toná, la granaína, la soleá, las rondeñas o las piezas contemporáneas (los portazos, que decía Morente), y el repertorio de letras y palos bebe de la más honda escolástica flamenca; Tomás de Perrate y David Lagos cantan por derecho, incluso cuando se imita a Antonio Molina, y Galván baila cada pieza (¡incluso por granaínas!) de forma más poderosa, desvalida, entregada y honda que la anterior.
Con el torso desnudo, la escoliosis y la fibra a la vista del respetable, y usando los tirantes como un instrumento más), su despliegue de arte, talento y química es abrumador, al límite del agotamiento físico y de la enajenación mental, según pide la salvaje historia que se cuenta.
Mención aparte merece el monumento a la soleá, bailada y zapateada a la antigua (!) pero sobre una plancha de acero, y los magníficos fandangos de Ronda: más flamenco y para dentro no se puede bailar. Y lo impresionante es que, pase lo que pase, alargue lo que alargue Galván los pasos, los giros, los saltos, la percusión en todas sus facetas (uñas y pestañas incluidas), jamás pierde el compás. ¿Será cosa de la escoliosis?
Y luego están las mujeres, sublimes las tres, cada una en su estilo.
Belén Maya alcanza con las dos soberbias coreografías que Galván le cede el cénit de libertad, sobriedad y precisión dramática de su carrera, y parece gozar (sufriendo) hasta cuando baila subida en unos zuecos de madera; Isabel Bayón dibuja un prodigio de gracia y ligereza en la parodia de la bailaora guiri (con lo difícil que es bailar mal cuando se sabe bailar bien) encarnando a Carmen la Chinche, protagonista de la película nazi-sevillana de Leni Riefenstahl donde la propia cineasta interpretaba a una bailaora. Y la tercera es Uchi, simplemente Uchi (Carmen Lérida): una gitana tímida y genial, que baila clavada como una chincheta, sin moverse del sitio, y convierte un viejo anuncio de lejía en una creación de rap flamenco.
Bobote y Caracafé, percusión, jaleos y también guitarra el segundo, dan sabor, veneno y pinceladas de flamencura cada vez que aparecen, y cuando no también.
La poesía y la reflexión sobre el arte, la vida y la muerte que Galván destila bailando Lo Real son un abismo duro, muy personal, difícil de definir con palabras. Todo lo que diga un simple espectador sonará torpe y gastado, y seguramente será falso porque Galván baila antes que nada para él mismo.
Sus palabras, incluidas en el programa de mano, parten de la frase que le espetó una vez el filósofo Georges Didi-Huberman ("Israel, bailar lo real es bailar lo imposible") y son la mejor vía para entender el significado sagrado de su baile.
"Por muchas razones, hablar del genocidio, de la persecución nazi, ha formado parte de mi educación. No había vergüenza. Había que hablar del genocidio, de nuestra persecución. No había nada que esconder. De alguna forma, ese hablar censurado se convirtió para mí en un estigma. Lo que se hablaba en mi casa parecía molestar fuera. Este es mi caso. Bailar lo im-bailable, lo imposible de bailar, es quizás mi caso. Mi respuesta a todo eso. El proceso ha sido lento. Poco a poco, mi cuerpo se ha ido transformando por el baile. Mi manera de bailar es como un veneno que te marca para siempre, me lleva poco a poco y me ha traído hasta aquí. Hoy tengo más ganas de bailar, más ganas que nunca. Y, es verdad, me enfrento a cada paso con la sensación cierta del fracaso. Bailar lo real es como bailar lo imposible. (...) Yo siento la muerte más cerca de mi cuerpo; las fuerzas que me faltarán un día, las gasto. Bailar siempre ha significado para mí muerte y resurrección. Bailar como si fuera la última vez, siempre. Bailar, sin fuerzas ya, sacando la energía de ahí mismo, de la falta de fierzas. Todo eso Lo Real me lo está dando. Bailar me es cada vez más necesario. Me doy cuenta de que bailar, en este momento, es muy importante para todos".