Miguel Mora

París resucita el cine soñado y secreto de Adolfo Arrietta

Por: | 28 de abril de 2013

 

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El cine mágico, soñado y sin presupuesto de Adolfo Arrieta, o Udolfo, Alfo o Adolpho Arrietta, según se hace llamar ahora, director amateur y underground nacido en Madrid en los años cuarenta, siempre se ha entendido y valorado mejor en Francia que en España.

La última prueba es el rescate y el homenaje, dignos de un grande del oficio, que París dedica estos días al autor de Flammes (El Bombero, 1978, en las fotos), su película más completa, que 35 años después se ha reestrenado en la sala MK2 Beaubourg y ha sido saludada por la crítica como un clásico de culto.

La esponja cultural francesa, visible en las entregadas crónicas de Le Monde, Libération y Cahiers du Cinema, y en el entusiasmo de una creciente legión de fanáticos de Arrietta, relaciona su cine con el de dos grandes excéntricos locales, Jean Cocteau y Jacques Demy, del que la Cinemateca ofrece ahora una retrospectiva integral, y con Chelsea Girls, la mítica película del artista estadounidense Andy Warhol.

El director y crítico Serge Bozon ha festejado este regreso a los felices setenta y ha escrito en Libération que “si Cocteau es madera, Arrietta es vapor y alas de papel”: según Bozon, el cineasta madrileño hereda de Demy “lo que va entre las canciones, una cierta cualidad de silencio y la dulzura de los cuentos perversos”.

El artífice de la resurrección es la productora Capricci, que además de reestrenar Flammes, edita un cofre con las 14 películas de Arrietta, desde El crimen de la pirindola (1966) en adelante; le dedica una retrospectiva en el cine Médicis, y ha editado un libro con una entrevista de Philippe Azoury al director y guionista, titulado Un morceau de ton rêve (Un trozo de tu sueño), una frase de Flammes.

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Esa película faro, que Arrietta ha vuelto a montar ahora –nunca deja de retocar sus películas- y que sigue tan fresca y original como el primer día, es un tronchante cuento de hadas, institutrices y bomberos protagonizado por Caroline Loeb y Javier Grandes, con Isabel García Lorca (foto) y una aparición breve de Enrique Vila-Matas. Trufada de diálogos espléndidos, destaca una frase de Grandes, gran amor y actor fetiche de Arrietta, fallecido en 2012: “Yo no soy bombero por vocación, soy bombero por azar”.

El universo irónico y onírico de Arrietta, siempre a vueltas con los ángeles, los fuegos y la depravación suave, o virgen –“todas mis películas cuentan la historia de una perversión”, dice-, ha sido un descubrimiento para Mathieu Lis, director de origen polaco, que ha visto Flammes ahora por primera vez. “Es una película genial”, comenta, “y he entendido por qué Arrietta es, más que un símbolo de una época, el subconsciente de todo un cine y una crítica francesa mal conocida por el gran público pero cada vez más influyente en el medio artístico”.

Sonriente y lustroso, la inesperada estrella invitada se pasea por el distrito IV con su aire de dandy y un aspecto mucho más saludable del que solía tener. Cuenta que se ha recuperado de una peritonitis y que ha dejado el tabaco y otras hierbas. Ya no se pinta los cristales de las gafas con tippex como en los noventa, y ha superado la ludopatía bursátil a la que se entregó una época. Y explica que se aburre mortalmente en Madrid: “No pasa nada de nada, salvo ese cabreo general. La pandilla del cine no tiene el menor interés. Es como si hubieran vuelto los años cuarenta”.

Arrietta llegó a París en 1968 huyendo del franquismo, pero tampoco en eso se pone pretencioso. “No vine exiliado ni a hacer la revolución, sino a divertirme y a estar con Javier... Madrid fue gracioso a su manera hasta que la policía se enteró de que había un pequeño reducto clandestino donde algunos jóvenes fumaban grifa y veían y hacían cine fuera del circuito. Entonces hubo que irse”.

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Tras rodar en Madrid sus primeros dos cortos con una cámara Kodak, se instaló en 1968 en el Hotel des Pyrénées, calle de la Ancienne Comédie, cerca del bulevar Saint Germain, con otros ‘jóvenes turcos’ madrileños: “Javier Grandes y yo dormíamos en la habitación 6; Mari Cruz, una amiga pintora, bastante  chiflada, que se tintaba las gafas de negro y derramaba copas en las fiestas desde el piso de arriba, en la 7; y Miguel Ángel Irazazabal, otro gran pintor que ahora vive en Antibes, en la 14. Ya no me acuerdo de quién pagaba las cuentas, aunque igual era yo mismo, porque entonces era rico”.

Desde la Costa Azul, Irazazabal cuenta que esos fueron los años “más felices” de su vida. “Yo llegué al hotel el 29 de septiembre de 1971. Muchas noches íbamos a cenar a casa de Marguerite Duras, que había adoptado a Javier y Adolfo, y veíamos a Vila-Matas, que vivía en su chambre de bonne, en el sexto piso. Un día le encontré muy raro, estaba con dos tipos y le dije: ‘Te dejo, que te veo muy bien acompañado’. Luego supe que eran dos policías que le acusaban de haber puesto la bomba del Drugstore de Saint Germain”.

“Mi padre no me mandaba dinero”, sigue el pintor, “pero la dueña del hotel, la señora Renoux, era un ángel. Un día me pidió que pagara, le conté lo que pasaba, y decidió que no solo no me cobraba la habitación sino que me daba 20 francos diarios para gastos. Me dijo que sabía que un día se lo pagaría todo. Y sí, se lo pagué. Siempre llevo su foto en la cartera”.

Bajo la protección fascinada de Duras, a la que conoció en el Festival de Pesaro cuando presentaba El juguete asesino (1969), Arrietta filmaría en Francia cinco películas más en una década: Pointilly (1972), un relato basado en una novela de Sade; Las intrigas de Sylvia Kouski (1975) y Tam Tam (1976) -dos recreaciones de fiestas parisienses transgresoras y llenas de travestis-, la archicitada Flammes (1978), y Grenouilles (Ranas, 1983), un intento de rodar una historia de tres hombres-rana que resultó fallida por la falta de producción: "Solo había dos trajes de buzo y eran pequeños".

De vuelta a España, Arrietta firmó Kiki, la gata (un episodio de la serie televisiva Delirios de amor, en 1989), y el ‘largo’ Merlín (1990). Tras 14 años de ausencia, volvió con Eco y Narciso (2004) y Vacanza permanente (2006), y, el año pasado acabó Dry Martini. Buñuelino cocktail, siete minutos de homenaje a Buñuel.

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Ahora, su regreso a París coincide con un fenómeno cultural muy novedoso: la reescritura de la historia del cine francés de los setenta. Según Mathieu Lis, “la revalorización de Arrieta y otros cineastas menos conocidos de aquel tiempo, como Vecchialli, Guiguet o Biette, forma parte de una suerte de revisionismo de la Nouvelle Vague, basado en la idea de que los espíritus más puros de esos años quedaron sepultados bajo el peso mítico de Godard y Truffaut. Ahora estamos asistiendo al ‘aggiornamento’ de esa historia. El reestreno de Flammes no es un epifenómeno sino una señal de los tiempos”.

Ingrid Caven, que fue musa y mujer de Fassbinder, cree que el rescate se debe sobre todo a que “el cine francés se ha convertido en una industria y ha perdido el sentido de la artesanía, la poesía y la libertad que representaba Adolfo. Su cine costaba dos francos, no necesitaba productor ni guion, pero captaba el aire de su época”.

Bozon hace la pregunta clave: “¿Por qué es importante Arrietta para la historia del cine? Por su dirección de actores, que siempre alcanza la gracia, y por la puesta en escena, o más bien por su puesta ‘en rumor’, esa capacidad de obtener la máxima atención del espectador sin recurrir a ningún suspense, privilegiando al contrario una espera imprecisa, un relato de bruma”.

Encantado de haber resucitado, Arrietta da las gracias al productor portugués Paulo Branco, que lo invitó el año pasado al Festival de Estoril, pero no se resigna a entrar en el museo y ha terminado ya el guion de su próxima película. Dice que lo escribió tumbado en el sofá, como siempre, y que será una adaptación irreverente de un clásico español. “No diremos cuál porque trae malísima suerte. Pero sé que la rodaré como las primeras. Con una camarita pequeña y sin un euro”.

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Sobre el autor

es corresponsal en París, antes en Roma y Lisboa, fue redactor en la sección de Cultura y la Edición Internacional. Trabaja en EL PAÍS desde 1992, y es autor del libro ‘La voz de los flamencos’ (Siruela, 2008).

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