Foto: David del Río.
Ahora es el señor embajador de Chile, un embajador encantador, eficaz y memorioso, con miles de libros leídos y recordados, un par de decenas escritos y diez mil anécdotas que son un lujo y una delicia escuchar.
Pero una vez fue "un joven burguesito", un novelista tímido e incipente que quería ser como su tío Joaquín, al que retrató de forma hilarante y magistral en El inútil de la familia.
Entonces, Jorge Edwards era un simple agregado o ayudante de otros ilustres embajadores chilenos. El primero fue Agustín Morla Lynch, ministro durante la Guerra Civil, que acogió a 3.000 refugados españoles en Chile: "Cuando llegué estaba viudo y triste, y prefería los perros pekineses a las señoras", recuerda.
Y luego, por supuesto, fue mano derecha de Pablo Neruda, además de discípulo, amigo, biógrafo y
chico para lo que hiciera falta. "Venía siempre en barco hasta Moscú porque era jurado en el premio Stalin, que luego se llamó Lenin, y de allí viajaba hasta París. Adoraba el champán, alguna noche cayó una caja entera, y cada domingo íbamos al Mercado de las Pulgas y
se compraba mil cahivaches que me mandaba a casa y después se llevaba no
sé cómo a Chile, supongo que porque tenía amigos en la aduana".
El escritor y diplomático chileno de porte y apellido británico Jorge Edwards llegó a París en mayo de 1962, y según cuenta el escritor peruano Fernando Iwasaki, que acaba de escribir y diseñar la Ruta Edwards del Instituto Cervantes de París -hace la número doce y la primera chilena del instituto, que anuncia ya las de Vicente Huidobro y Pablo Neruda-, ahí enfermó de "parisitis" para siempre.
Edwards ha escrito, en un breve texto que presenta su ruta por
París, que su parisitis estaba casi escrita, porque
nació "en una casa francesa más o menos descalabrada del centro de
Santiago", y porque "antes de viajar a París ya había leído a Julio Verne, Charles Baudelaire y Jean-Arthur Rimbaud, a Marcel Proust, a Jean-Paul Sartre y a Albert Camus".
La anécdota seleccionada por Iwasaki para la web de las rutas del Cervantes es larga pero sabrosa: "Durante su primera residencia en París, Edwards trasnochaba en el Bus
Palladium, un enorme galpón oscuro situado en la subida de
Montparnasse, donde fue más de una vez en compañía de Enrique Lihn, de
Gastón Soublette, entonces agregado cultural de la embajada, de Martine
Barat, ciudadana egregia de Montparnasse y del Barrio Latino, de Maritza
Gligo ("una espléndida dama italiana", apunta al margen Edwards), que era, por encima de cualquier cosa, musa, y que tenía una
cuerda, completamente insuperable, para bailar en forma descoyuntada,
desaforada, hasta muy altas horas de la noche".
En ese lugar transcurrió probablemente esta escena narrada por Mario Vargas Llosa:
"Jorge Edwards era un joven tímido, educadísimo y tan futre un pije,
dicen los chilenos, que daba la impresión de conservar el saco y la
corbata hasta en el excusado y la cama. Había que intimar mucho con él
para tirarle de la lengua y descubrir lo mucho que había leído, su buen
humor, la sutileza de su inteligencia y su inconmensurable pasión
literaria. Sin embargo, de pronto, en el lugar menos aparente y dos
whiskies mediante, se trepaba a una mesa e interpretaba una danza hindú
de su invención, elaboradísima y frenética, en la que movía a la vez
manos, pies, ojos, orejas, nariz y, estoy seguro, otras cosas más.
Después, no se acordaba de nada".
Luego, según cuenta ahora ante una copa de vino blanco en su despacho de la embajada, Edwards conocería en la legación del número 2 de la calle Motte Piquet a mucha gente apasionante. "Aquí venían Louis Aragón, Nathalie Sarraute, Jorge Guillén, Luis Rosales, una hermana de García Lorca, y La Pasionaria, que vino a ver a Neruda y nos anunció que España estaba empezando a cambiar porque el Ejército y la Iglesia estaban cambiando".
Quizá el escenario favorito del escritor, que siempre se ha movido entre los distrtos 7 y 14, sea la calle Delambre,
o "del hambre", según rebautizó la bohemia
latinoamericana y española a esa rúa del barrio de Montparnasse en
cuyos hoteles baratos, como el Lenox o el Odessa, frecuentados por
César Vallejo, se alojaron muchos escritores y
artistas del siglo XX.
En el número 11 de esa calle, advierte Iwasaki, "conviene echar una ojeada al antiguo bar de jazz "Rosebud", llamado así por el misterio de Ciudadano Kane, abierto
en 1962 y que fue refugio nocturno
de Edwards, de Carlos Fuentes, de Alfredo Bryce Echenique y de Simone de Beauvoir.
La esquina "metafísica" de la calle Delambre con el boulevard de
Montparnasse, donde transcurre la mayor parte de la ruta
de Edwards, lleva a los lugares más emblemáticos, como
el restaurante Le Dôme o el cementerio de Montparnasse, donde Edwards descubrió la casi invisible tumba de Baudelaire: "Está enterrado con su padrasttro, al que detestaba, enfrente de la tumba de Porfirio Díaz".
La ruta Edwards tiene 14 puntos, y cada uno procede de una cita de sus libros. "Muchos lugares salen de las novelas parisinas El origen del mundo y El inútil de la familia, otros de las memorias Adiós, poeta", cuenta el rutero Iwasaki.
Gran mujeriego, buen bebedor, mejor anfitrión y conversador, Edwards ha llegado a los 81 años con una agilidad mental envidiable y un sentido del humor permanente. Con un mínimo punto de nostalgia, explica que lo que ha cambiado de París en medio siglo "es que en los cafés y restaurantes ya no te puedes quedar mucho rato, ahora tienes que comer rápido porque si no te echan. Se perdió el ocio y el placer de pasear y conversar. Antes veías a Samuel Beckett entrar en La Coupole, se pedía un whysky y se quedaba allí toda la tarde escribiendo. Ahora casi nadie escribe y nadie pierde tiempo".
Edwards conserva intactos los recuerdos de Allen Ginsberg, que llegó a La Coupole cuando le expulsaron de Cuba por decir en la radio que había tenido un sueño erótico con el Che Guevara -"llegó la policía al estudio y lo metieron en el avión". De los poetas rusos Anna Ajmatova, Evtuchenko y Kirsanov -"que recitaba poemas sobre las mesas"-. Y de Carlos Fuentes, "que escribió un libro sobre Mayo del 68 con lo que le contábamos los amigos por teléfono".
Y de otros decenas de personajes más o menos olvidados, como Huidobro, "que no ganaría el Nobel pero conoció a Junger y fue corresponsal de guerra en Alemania y se llevó a Chile el teléfono de Hitler. Le invitaron a visitar la casa de la montaña, y como todo le parecía de muy mal gusto, cuando vio el teléfono, cortó el cable y se lo llevó".
El último recuerdo de Edwards El Memorioso es para su pariente Joaquín Edwards Bello, inventor de la enfermedad llamada parisitis, genio y figura. "Siempre quise ser como él. Una temporada vivió en un prostíbulo que se llamaba La Gloria, y cuando a los 82 años sufrió una parálisis facial, se sentó en la cama, cantó una canción -cantaba muy bien-, agarró una pistola y se pegó un tiro".
Este pasaje de Adiós, poeta explica mejor que todo lo anterior la parisitis de los Edwards: "Queríamos morirnos en París, como en los tangos, y el recuerdo de nuestras provincias de origen solo nos producía el efecto de una momentánea punzada, un interludio melancólico y secreto en medio de la vida cotidiana, marcada siempre por un ritmo nervioso, intenso, devorador".