Miguel Mora

Sobre el autor

es corresponsal en París, antes en Roma y Lisboa, fue redactor en la sección de Cultura y la Edición Internacional. Trabaja en EL PAÍS desde 1992, y es autor del libro ‘La voz de los flamencos’ (Siruela, 2008).

Toulouse, la republicana

Por: | 24 de mayo de 2013

BK91JYqCYAAJq4L.jpg_large
Foto: Laura Ribes (Instituto Cervantes).

El Instituto Cervantes de Toulouse inició el jueves un ciclo sobre la actualidad franco-española. Su directora, la periodista María Jesús García González, despojada como todos sus pares de presupuesto pero sobrada de imaginación, tuvo la gentil ocurrencia de organizar un debate entre periodistas, y convocó al jefe de Internacional de Le Figaro, el sabio y socarrón Pierre Rousselin, gran amante y conocedor de España, y al corresponsal de EL PAÍS en Francia, a la sazón autor de este blog. La moderadora fue la exreportera y editorialista del diario local La Dépêche, Marie-Louise Roubaud Revilla, nacida en España y criada en Toulouse, que condujo con maestría y altura de miras la conversación para sortear los estereotipos y llegar, entre bromas y veras, a los asuntos importantes.

La buena noticia fue que parecía que la prensa no está en crisis: hubo mucha gente en el salón de actos del Instituto, un coqueto chalé que parece sacado de los tiempos de la Institución Libre de Enseñanza. La mayoría del público era español, una plural representación de la centenaria colonia española de Toulouse, cuajada a fuego lento desde hace décadas en diferentes oleadas migratorias que han convertido a la apacible ciudad del Garona en la más hispanófila de Francia.

La marea empezó con los emigrantes de principios de siglo XX y los exiliados políticos (republicanos de todo tipo, pero sobre todo anarquistas) de la Guerra Civil, siguió con los trabajadores que abandonaron la miseria del franquismo en los años cincuenta y sesenta, y hoy ha traído a los nuevos refugiados económicos: algunos trabajan en el consorcio europeo Airbus (paradójicamente, Francia situó en Toulouse la industria aeronática porque era el sitio más alejado de Alemania), y otros son jóvenes  licenciados o cualificados de FP que se han visto obligados a irse de un país deformado por la burbuja inmobiliaria y rematado por la cura neoliberal y anti Estado de Bienestar recetada por la canciller alemana, a la que Roubaud Revilla rebautizó en un giro buñuluesco como "Angela exterminadora".

Fue una delicia visitar la pequeña biblioteca donde Javier Campillo guarda como un tesoro las obras escritas por y sobre don Manuel Azaña y las revistas y colecciones de libros que los anarquistas continuaron creando y publicando en Toulouse después de la guerra, sin resignarse jamás a la derrota.

Lo mejor del acto fueron, como sucede casi siempre, las preguntas -unas por lo pertinentes y otras por lo apasionadas-, y la estupenda retranca de Rousselin, que dejó algunas frases memorables, sobre todo esta: "Francia y España son dos países republicanos, uno con Rey y el otro sin él".

Respecto al arriba firmante, solo dar las gracias a los amigos del Cervantes y a los tolosanos y occitanos por la encantadora acogida.

¡Viva Toulouse republicana!

 

 

En París, con Edwards el memorioso

Por: | 01 de mayo de 2013

Edwards-cafe

Foto: David del Río.

Ahora es el señor embajador de Chile, un embajador encantador, eficaz y memorioso, con miles de libros leídos y recordados, un par de decenas escritos y diez mil anécdotas que son un lujo y una delicia escuchar.

Pero una vez fue "un joven burguesito", un novelista tímido e incipente que quería ser como su tío Joaquín, al que retrató de forma hilarante y magistral en El inútil de la familia.

Entonces, Jorge Edwards era un simple agregado o ayudante de otros ilustres embajadores chilenos. El primero fue Agustín Morla Lynch, ministro durante la Guerra Civil, que acogió a 3.000 refugados españoles en Chile: "Cuando llegué estaba viudo y triste, y prefería los perros pekineses a las señoras", recuerda.

Y luego, por supuesto, fue mano derecha de Pablo Neruda, además de discípulo, amigo, biógrafo y chico para lo que hiciera falta. "Venía siempre en barco hasta Moscú porque era jurado en el premio Stalin, que luego se llamó Lenin, y de allí viajaba hasta París. Adoraba el champán, alguna noche cayó una caja entera, y cada domingo íbamos al Mercado de las Pulgas y se compraba mil cahivaches que me mandaba a casa y después se llevaba no sé cómo a Chile, supongo que porque tenía amigos en la aduana".

El escritor y diplomático chileno de porte y apellido británico Jorge Edwards llegó a París en mayo de 1962, y según cuenta el escritor peruano Fernando Iwasaki, que acaba de escribir y diseñar la Ruta Edwards del Instituto Cervantes de París -hace la número doce y la primera chilena del instituto, que anuncia ya las de Vicente Huidobro y Pablo Neruda-, ahí enfermó de "parisitis" para siempre.

Edwards ha escrito, en un breve texto que presenta su ruta por París, que su parisitis estaba casi escrita, porque nació "en una casa francesa más o menos descalabrada del centro de Santiago", y porque "antes de viajar a París ya había leído a Julio Verne, Charles Baudelaire y Jean-Arthur Rimbaud, a Marcel Proust, a Jean-Paul Sartre y a Albert Camus".

La anécdota seleccionada por Iwasaki para la web de las rutas del Cervantes es larga pero sabrosa: "Durante su primera residencia en París, Edwards trasnochaba en el Bus Palladium, “€œun enorme galpón oscuro situado en la subida de Montparnasse, donde fue más de una vez en compañía de Enrique Lihn, de Gastón Soublette, entonces agregado cultural de la embajada, de Martine Barat, ciudadana egregia de Montparnasse y del Barrio Latino, de Maritza Gligo ("una espléndida dama italiana", apunta al margen Edwards), que era, por encima de cualquier cosa, musa, y que tenía una cuerda, completamente insuperable, para bailar en forma descoyuntada, desaforada, hasta muy altas horas de la noche".

En ese lugar transcurrió probablemente esta escena narrada por Mario Vargas Llosa: €œ"Jorge Edwards era un joven tímido, educadísimo y tan futre €“un pije, dicen los chilenos, que daba la impresión de conservar el saco y la corbata hasta en el excusado y la cama. Había que intimar mucho con él para tirarle de la lengua y descubrir lo mucho que había leído, su buen humor, la sutileza de su inteligencia y su inconmensurable pasión literaria. Sin embargo, de pronto, en el lugar menos aparente y dos whiskies mediante, se trepaba a una mesa e interpretaba una danza hindú de su invención, elaboradísima y frenética, en la que movía a la vez manos, pies, ojos, orejas, nariz y, estoy seguro, otras cosas más. Después, no se acordaba de nada".

Luego, según cuenta ahora ante una copa de vino blanco en su despacho de la embajada, Edwards conocería en la legación del número 2 de la calle Motte Piquet a mucha gente apasionante. "Aquí venían Louis Aragón, Nathalie Sarraute, Jorge Guillén, Luis Rosales, una hermana de García Lorca, y La Pasionaria, que vino a ver a Neruda y nos anunció que España estaba empezando a cambiar porque el Ejército y la Iglesia estaban cambiando".

Quizá el escenario favorito del escritor, que siempre se ha movido entre los distrtos 7 y 14, sea la calle Delambre, o "€œdel hambre", según rebautizó la bohemia latinoamericana y española a esa rúa del barrio de Montparnasse en cuyos hoteles baratos, como el Lenox o el Odessa, frecuentados por César Vallejo, se alojaron muchos escritores y artistas del siglo XX.

Edwards-iwasaki

En el número 11 de esa calle, advierte Iwasaki, "conviene echar una ojeada al antiguo bar de jazz "€œRosebud"€, llamado así por el misterio de Ciudadano Kane, abierto en 1962 y que fue refugio nocturno de Edwards, de Carlos Fuentes, de Alfredo Bryce Echenique y de Simone de Beauvoir.

La esquina "metafísica"€ de la calle Delambre con el boulevard de Montparnasse, donde transcurre la mayor parte de la ruta de Edwards, lleva a los lugares más emblemáticos, como el restaurante Le Dôme o el cementerio de Montparnasse, donde Edwards descubrió la casi invisible tumba de Baudelaire: "Está enterrado con su padrasttro, al que detestaba, enfrente de la tumba de Porfirio Díaz".

La ruta Edwards tiene 14 puntos, y cada uno procede de una cita de sus libros. "Muchos lugares salen de las novelas parisinas El origen del mundoEl inútil de la familia, otros de las memorias Adiós, poeta", cuenta el rutero Iwasaki.

Gran mujeriego, buen bebedor, mejor anfitrión y conversador, Edwards ha llegado a los 81 años con una agilidad mental envidiable y un sentido del humor permanente. Con un mínimo punto de nostalgia, explica que lo que ha cambiado de París en medio siglo "es que en los cafés y restaurantes ya no te puedes quedar mucho rato, ahora tienes que comer rápido porque si no te echan. Se perdió el ocio y el placer de pasear y conversar. Antes veías a Samuel Beckett entrar en La Coupole, se pedía un whysky y se quedaba allí toda la tarde escribiendo. Ahora casi nadie escribe y nadie pierde tiempo".

Edwards conserva intactos los recuerdos de Allen Ginsberg, que llegó a La Coupole cuando le expulsaron de Cuba por decir en la radio que había tenido un sueño erótico con el Che Guevara -"llegó la policía al estudio y lo metieron en el avión". De los poetas rusos Anna Ajmatova, Evtuchenko y Kirsanov -"que recitaba poemas sobre las mesas"-. Y de Carlos Fuentes, "que escribió un libro sobre Mayo del 68 con lo que le contábamos los amigos por teléfono".

Y de otros decenas de personajes más o menos olvidados, como Huidobro, "que no ganaría el Nobel pero conoció a Junger y fue corresponsal de guerra en Alemania y se llevó a Chile el teléfono de Hitler. Le invitaron a visitar la casa de la montaña, y como todo le parecía de muy mal gusto, cuando vio el teléfono, cortó el cable y se lo llevó".

El último recuerdo de Edwards El Memorioso es para su pariente Joaquín Edwards Bello, inventor de la enfermedad llamada parisitis, genio y figura. "Siempre quise ser como él. Una temporada vivió en un prostíbulo que se llamaba La Gloria, y cuando a los 82 años sufrió una parálisis facial, se sentó en la cama, cantó una canción -cantaba muy bien-, agarró una pistola y se pegó un tiro".

Este pasaje de Adiós, poeta explica mejor que todo lo anterior la parisitis de los Edwards: "Queríamos morirnos en París, como en los tangos, y el recuerdo de nuestras provincias de origen solo nos producía el efecto de una momentánea punzada, un interludio melancólico y secreto en medio de la vida cotidiana, marcada siempre por un ritmo nervioso, intenso, devorador".

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal