Joaquin Roy

Sobre el autor

Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet “ad personam” de Integración Europea y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami. Es Licenciado en Derecho (Universidad de Barcelona) y Doctor por la Georgetown University (Washington DC). Nacido en Barcelona, reside en Estados Unidos desde la administración Johnson.

Eskup

Grecia y Francia: Europa no es América

Por: | 18 de junio de 2012

A lo largo de más de cuatro décadas de residencia en Estados Unidos he estado detectando la persistente instalación de modos políticos y, sobre todo, sociales americanos en territorio europeo, especialmente el español. Todavía recuerdo cómo, no hace mucho,

 se me cuestionaba la predicción de que la prohibición de fumar en lugares públicos, los impuestos implacables, las primarias electorales, entre otras curiosidades de Estados Unidos llegaran a España. Tardaron, pero luego de la música pop y el cine de Hollywood, otros perfiles americanos establecieron cabeza de playa y se quedaron. Incluso se percibía la transformación de la política hacia un presidencialismo muy a lo Kennedy o Nixon, según se mire. Se temía recientemente el surgimiento del populismo que en los años 20 llevaron a la catástrofe europea. Mucho parece haberse quedado en camino. Europa no es América.

          Esta apreciación ha quedado demostrada por el ambiente y los resultados de las elecciones legislativas en Grecia y Francia, en diferentes modalidades de ”segunda vuelta”. Por una parte, es evidente la supervivencia de la variedad europea en las inclinaciones de elegir a los líderes. Nada más lejos del opresor bipartidismo que parecía instalado en algunos de los países europeos que precisamente ahora son protagonistas o víctimas de la crisis. Aunque hay una alternancia clásica en algunos países (Reino Unido, España, Francia, Portugal), lo cierto es que para gobernar se necesitan socios secundarios, cuando no coaliciones insólitas.

          Esta dimensión ha sido espectacularmente dramatizada por el nuevo reto griego para formar gobierno, a la vista del triunfo parcial de los conservadores de Nueva Democracia, de la derrota histórica de los socialistas del veterano Pasok y del avance insuficiente de la extrema izquierda de Syriza, dirigida por el carismático Alexis Tsipras. 433_athens-syntagma-2 El resultado es que la coalición por la que apuestan tanto una mayoría de griegos como en el resto del continente es la formada por conservadores (ayudados por los 50 escaños de propina que les da el sistema electoral) que hace pocas semanas se oponían a las medidas de austeridad, y los socialdemócratas, que su única alternativa era retirarse a los cuarteles de invierno. Lo más escandaloso de este favoritismo por esta coalición de gobierno es que la evidencia histórica demuestra que esos dos partidos han sido los culpables principales de la crisis, de las fraudulentas declaraciones sobre el estado de su economía, y la corrupción generalizada en la que Grecia se ha sentido comodísima durante décadas.

          Si giramos la mirada hacia Francia, la peculiaridad de las elecciones legislativas, a renglón seguido de las presidenciales, es el masivo acopio de poder del resucitado Partido Socialista, por el que nadie apostaba luego de los escándalos de su anteriormente candidato virtual Dominique Strauss-Kahn, que se autodestruyó por sus frivolidades sexuales, nunca convenientemente aclaradas. Si Hollande había llegado a dirigir el partido luego de haber superado a varios contendientes, entre ellos su ex compañera Ségolène Royal, 678956-120618-segolene pocos apostaban por su triunfo, que llegó por la ayudita de las estridencias de Sarkozy y el magistral uso de la oposición a Merkel y sus medidas de austeridad. Lo cierto es que Hollande logró el triunfo porque Francia es una sociedad básicamente “conservadora de izquierdas”, celosa en su mayoría de protegerse con las conquistas del estado de bienestar y la sacralizad del estado. O sea, lo contrario de los norteamericanos, cuyo ideal es un estado disminuido.

          El triunfo presidencial fue el trampolín del doblete electoral, con la conquista de la Asamblea Nacional, en parte por las carambolas del sistema de jurisdicción mayoritaria, por la que solamente los mejor colocados pasan a una segunda vuelta, que sí se parece a la americana costumbre. Curiosamente, ese sistema ha sido la razón de la insólita derrota de dos damas emblemáticas en los últimos tiempos de la política francesa. Una es Marine Le Pen, la sucesora de su temible padre en la derecha racista. La otra es precisamente la ex compañera de Hollande, Ségolène, madre de sus cuatro hijos. La ahora primera dama francesa, la periodista Valérie Trierweiler, se lanzó a tumba abierta con un mensaje digital de apoyo al opositor de Royal, el tránsfuga Olivier Falorni, en el escaño de La Rochelle, que le hubiera garantizado nada menos que la presidencia de la Asamblea, la joya de la corona para cualquier político francés. IMG_9147Se ignoran las consecuencias futuras de este episodio, pero a la vista de la curiosidad social de la política con respecto a las relaciones personales, nada tendría de sorprendente que todo siguiera igual, en contraste con las costumbres norteamericanas, donde incidentes como éste generarían un vuelco político.

Finalmente, el sector más derrotado de estos ejercicios ha sido el sentimiento anti-euro y contrario a la unidad europea. No solamente la moneda común está saliendo reforzada, sino que la atención hacia estos dos comicios ha sido no solamente continental, sino que ha rebasado los confines de la Unión Europea. Se ha hablado más de Europa que de Grecia y Francia. Por primera vez se ha especulado en clave electoral sobre Europa y de la Unión Europea. Y eso es bueno para todos, incluso para Estados Unidos.                             

 

Watergate; el comienzo del declive moral de Estados Unidos

Por: | 17 de junio de 2012

Siempre de actualidad, sobretodo después de habérsele otorgado el Premio Nobel, la obra de Mario Vargas Llosa frecuentemente ofrece ángulos novedosos para interpretar en complicado mundos contemporáneo y no pocos capítulos de la historia del continente americano. En las primeras páginas de una de sus mejores novelas, Conversación en ‘La Catedral’“, un personaje secundario, pero crucial, de nombre Zavalita, se pregunta enigmáticamente: “¿En qué momento se jodió el Perú?” Vargasllosa-conversacion

Con esta indagación pretende desentrañar el origen del deterioro de de la historia del país andino que desembocó poco tiempo más tarde en el establecimiento de la dictadura (una más en el país) de Fujimori. Quizá para desentrañar la respuesta a esa pregunta, el mismo Vargas Llosa se presentó como candidato a la elección presidencial y fue derrotado estrepitosamente el mandatario de origen japonés. El escritor se arrepentiría más tarde de su error y quizá fuera el último intento de un intelectual en capturar el poder en América Latina. Pero la pregunta de Zavalita sirvió para indagar acerca de numerosos misterios del continente.

          En las últimas décadas, similar búsqueda se ha hecho sobre la potencia hegemónica del norte: ¿en qué momento se jodió Estados Unidos? ¿Cuándo lo que estaba destinado a convertirse en punto de referencia y modelo para el resto de la humanidad, según Tocqueville en la perspectiva europea y Sarmiento den la latinoamericana, se había descarriado? Se dirá que ya en los albores del imperialismo norteamericano que llevó a tragarse más de la mitad del territorio mexicano y luego causando el “Desastre” de España en el 1898, Washington había dado suficientes señales de peligrosidad en poner en práctica el destino manifiesto y la “doctrina Monroe”. Lo cierto es que a lo largo de la primera parte del siglo XX, a Estados Unidos se le podían perdonar algunos pecados por insistir tenazmente en implantar su modelo de desarrollo capitalista y democracia liberal al resto del planeta, especialmente en el propio continente americano y en Europa. Si el Senado norteamericano no le permitió a Wilson sublimar su plan de la Sociedad de Naciones, la segunda oportunidad la tuvo Estados Unidos en Europa y el Lejano Oriente al domar contundentemente al nazismo y aplastar, nuclearmente, al Japón.

          Pero casi a renglón seguido Estados Unidos dio muestras incómodas de deterioro en su fibra político-moral. Por decirlo crudamente, se comenzó a j. al adoptar la estrategia de enfrentarse a amenaza soviética a cualquier precio. Paradójicamente, la base teórica de ese error está ya presente en el famoso discurso de Kennedy en su toma de posesión. Prometió enfrentarse a cualquier enemigo, aliarse con cualquier amigo, pagar cualquier precio, para logar el triunfo de la libertad. Pagar cualquier precio incluía formar contubernios con dictadores de toda clase y apoyar a “nuestros hijos de p.”, según la frase atribuida a F. D. Roosevelt para justificar su respaldo a Anastasio Somoza. En esos momentos, se representó el primer acto de la decadencia moral de Estados Unidos, pagada de forma carísima en Vietnam, aunque tenuamente justificada en Corea.

          Pero el segundo capítulo de esta violación de los principios se produjo en plena presidencia de Richard Nixon. 12006nixonLa mentira se aposentó en la Casa Blanca. Eran las primeras horas del  17 de junio de 1972, hace cuatro décadas. Un guardia de seguridad del complejo de oficinas y residencias llamado Watergate, sito en pleno corazón del poder político de Washington, con vistas privilegiadas al Potomac, a un tiro de piedra del flamante Kennedy Center, sede de conciertos, detectó que se había producido una entrada ilegal en el edificio. Raudo, en lugar de tirar del hilo por su cuenta, llamó a la policía y una cuadrilla de cinco intrusos fue pillada in fraganti en el interior de la oficina nada menos que del Comité Nacional del Partido Demócrata, que se enfrentaba a los republicanos presididos por Richard Nixon. 250px-WatergateFromAir

          El grupo estaba compuesto por agentes del FBI y la CIA. Algunos tenían vínculos directos en el núcleo duro del exilio cubano en Miami, que nunca le perdonó a Kennedy el abandono en Bahía Cochinos. En un hotelito de Dupond Circle de la urbe floridiana se tramó lo que luego se planeó cuidadosamente en una habitación de otro hotel, un Howard Johnson entonces (hoy residencia de la Universidad George Washington), al otro lado de la Avenida Virginia, frente al Watergate.

El resto es historia bien conocida. Dos reporteros del Washington Post, Carl Berstein y Bob Woodward, Woodward-and-bernstein-young se empeñaron en investigar lo que desde la Casa Blanca se justificó como un robo de tercera categoría. Los periodistas fueron arropados por un personaje enigmático que ha hecho historia de su nombre ficticio “ Deep Throat”, curiosamente el título de una película porno que causó furor en esos tiempos. Años después, la identidad del informante fue revelada: se trataba de un ex director adjunto del agente del FBI, Mark Fell, que de esa forma se vengaba de lo que consideraba tropelías del régimen, abusando de los mecanismos del poder que se debían emplear para su función primordial: garantizar la seguridad pública.

Uno a uno, “todos los hombres del Presidente”, según el título del libro de los reporteros y la película subsiguiente, 180px-All_the_President's_Men_book_1974los cómplices del desaguisado que protegían a su jefe máximo, fueron cayendo en desgracia, acusados de diversos delitos. Pero la violación mayor fue la de Richard Nixon: mintió desde el principio. Ya acorralado en 1974, dimitió de forma vergonzosa en un comunicado televisivo en el que mencionó a su madre (como pidiéndole perdón). En esos momentos, comenzó a j. Estados Unidos por segunda vez. Queda el recuerdo y el lugar  exacto del crimen. Se recomienda como parte de los recorridos turísticos, a poca distancia del monumento a Abraham Lincoln, quien se debe estar preguntando todavía que para eso no hizo la Guerra Civil y ofreció un gobierno del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo. Lo contrario de la mentira de Nixon.

El neopopulismo en Estados Unidos

Por: | 02 de junio de 2012

 

Ahora va en serio. Con la nominación virtual de Romney Mitt%20Romney%20Flag[1]como candidato republicano a la presidencial de Estados Unidos, Obama deberá enfrentarse a las cuestiones pendientes directamente, mientras su retador deberá definirse en sus ambigüedades demostradas durante la campaña para ir eliminando uno a uno a sus mediocres competidores. Ahora el rojo y el azul harán uso de un arma preferida, que se considera erróneamente monopolio de latinoamericanos y europeos: el populismo. El neopopulismo norteamericano, aunque simultáneo con la nueva oleada latinoamericana, y comparte no pocos ángulos con sus vecinos del sur, tiene perfiles diferentes. Entre ellos destaca el hecho de que en Estados Unidos tiene una base más conservadora, anti-inmigración y desdeñosa del estado.

          Las primeras señales recientes fueron dadas precisamente en el estado feudo de la todavía familia más influyente políticamente de Estados Unidos durante buena parte del anterior siglo. En el primer “round”, para la estupefacción de los fieles al partido demócrata, el republicano de Massachussets Scott Brown fue elegido al Senado en enero de 2010, capturando el escaño detentado por Ted Kennedy durante casi medio siglo, que quedó vacante a su muerte. Brown anunciaba que se dirigía a Washington para cambiarlo, con aires de “outsider” populista. 

Confirmando el impecable mensaje populista de abandonar la gobernatura de Alaska, Sarah Palin se dirigía entonces a una convención del llamado Tea Party, celebrada en la ciudad de Nashville (sede del “country music”). Amenazaba con una campaña de oposición a la forma de gobernar de Obama, al gasto público y la subida de impuestos. El lema del té de este confuso movimiento se remonta a la revuelta del Boston colonial, escenario de la victoria de Brown, en la que los patriotas norteamericanos arrojaron a la bahía cargamentos de la apreciada británica bebida, como protestar por la exacción de una tasa de importación. Desde entonces, el sistema electoral se cimenta en la convicción de que no se puede tolerar “taxation without representation” (impuestos sin representación). Aunque Palin salió trasquilada en sus intentos, el espíritu de su conducta populista se mantuvo latente, listo para ser relevado.

Pero el propio presidente Obama parecía haberse subido ya entonces al carro populista en su mensaje del “Estado de la Unión”. Atacó los abusos de Wall Street, insistió en los aspectos centrales de su plan de salud, y prometió luchar por los derechos de la mayoría y sobretodo de los más necesitados.

Esta oleada populista, sin embargo, no es una novedad. El populismo es consustancial a la identidad y la práctica políticas de la nación fundada paradójicamente por una élite intelectual, inspirada en la ilustración. Estados Unidos es una idea forjada por un puñado de terratenientes cultos. Con el impacto inmigratorio, la industrialización y el abandono de la primacía de la agricultura, la praxis política adopta estrategias para captar el favor de las masas. No hay mejor credo populista que el plasmado en la leyenda de los versos de Enma Lazarus en la Estatua de la Libertad: Liberty ”dadme vuestras masas cansadas, pobres y acurrucadas, que anhelan respirar libres”.

De ahí que la historia norteamericana sea rica en ejemplos de liderazgo político de toque populista. En contraste al elitismo de Jefferson y Washington, la muestra decimonónica más emblemática de populismo fue Andrew Jackson, pionero de la proyección imperial de Estados Unidos. Capítulos populistas notables son el Greenback Party y especialmente del Progressive Party, liderado por Theodore Roosevelt, y el movimiento “Share our Wealth” de Huey Long en la década del 30. Las frustraciones de los populistas fueron notables: William Jennings Bryan, pese a su impecable oratoria, fue sonoramente derrotado durante el primer tercio del anterior siglo. Quizá le faltó el balcón del ecuatoriano Velasco Ibarra.

Franklin D. Roosevelt, con su New Deal, y su sucesor Harry Truman no pudieron resistir la llamada populista. Su lema plasmado en una inscripción que presidía su mesa de trabajo lo confirma: “el dólar termina aquí”. George Wallace Wallacese acercó al éxito en los 60, captando el favor de los obreros blancos. Ejemplos populistas fueron el billonario Ross Perot, lo sigue siendo Ralph Nader, defensor de los derechos del consumidor, y el demócrata John Edwards, luego descabalgado de la contienda política por sus aventuras sentimentales.

En fin, el evangelio populista está entronizado, para escándalo de los liberales tradicionales, en la propia Declaración de Independencia redactada por el elitista Jefferson, Jeffdonde se fijan como derechos inalienables “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Es todo un contraste con el lema de Canadá, cuyo sistema se basa en la creencia de la preeminencia de “la paz, la justicia y el buen gobierno.” El sentimiento populista está apoyado por la firme convicción reaganiana de que el mejor gobierno es el poco gobierno, casi con una afición anarquista.

En la actualidad, la oleada populista se ha visto favorecida coyunturalmente por la crisis económica. Siempre está respaldada por el sistema mayoritario, que presiona a candidatos a cortejar el voto de una mayoría, con la recompensa de acaparar unilateralmente los escaños, sin que luego tengan que compartir el poder con los representantes de otros partidos, seña de los sistemas  parlamentarios europeos.  En el fondo, todo el entramado transpira una desconfianza hacia los partidos, a los que los candidatos no parecen deber lealtad, más allá de agradecer haber sido colocados en las boletas por la maquinaria partidaria, sujeta a la dictadura populista de las primarias. Más que apostar por el debate político en las legislaturas, los populistas prefieren dirigirse directamente a sus fanáticos (mediante los “talk-shows” televisivos y radiofónicos), desdeñosos de la prensa de referencia y de la “élite liberal de Hollywood”.

La diferencia con las prácticas del pasado, y sobretodo con el perfil de los populismos latinoamericanos (con los que Estados Unidos es incapaz de dialogar), es que el fenómeno actual está capturando la derecha y amenaza con raptar el conservadurismo tradicional norteamericano. Esta es una dimensión ya temida por los republicanos, que pueden verse arrastrados a desastres electorales en cuanto las aguas puedan volver a su cauce. La respuesta, en otoño.

En conclusión inter-americana, las dos tendencias populistas del continente americano, como se ha visto en los anteriores análisis, tienen puntos de contacto. En común poseen una animadversión hacia los partidos tradicionales, de los que tratan de ocupar el espacio natural. Aunque esta captura ha tenido más éxito en América Latina, la pauta de momento no pasa de ser un tenue experimento en Estados Unidos, donde el populismo puede verse destinado a simplemente quedar infiltrado en las filas republicanas. El papel de la inmigración separa a ambas tendencias. Mientras en Latinoamérica el populismo se nutre de los restos de la inmigración (recientemente, interna), en Estados Unidos el sentimiento populista actual se cimenta en los sectores anglos, blancos, con notoria animadversión hacia los hispanos, columna vertebral de los que se percibe como una amenaza a la identidad nacional.

En fin, mientras en Estados Unidos los sectores neopopulistas poseen una base social de clase media, en América Latina se nutren de las capas más discriminadas, en los aledaños de la pobreza. Confirmando la tendencia histórica, innata en sus sociedades, mientras en América Latina la oleada populista un refuerzo del papel del estado, en Estados Unidos el proyecto es precisamente su debilitamiento. Curiosamente, esa estrategia de liberalización es la que en Latinoamérica generó niveles de desigualdad en los que se ceban el nuevo y el viejo populismo. Mientras tanto, en Europa la variante del populismo que fue en parte el motor de los desastres ideológicos del siglo XX amenaza con apoderarse de la escena electoral.                      

 

 

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