Joaquin Roy

Trasfondo de la crisis

Por: | 20 de julio de 2012

En Barcelona, preparando el regreso a tierras americanas, con la agenda de rigor compuesta por conferencias y cursos, intento poner algunas ideas en orden para explicarles a los residentes del nuevo continente el trasfondo de lo que está pasando en España. Este es un modesto ensayo, sujeto a modificaciones y correcciones, según  marchen los hechos. Francisco_Silvela[1]

En primer lugar, conviene recordar que por lo menos tres generaciones en España no recuerdan, en sus vidas o en la memoria familiar, una crisis tan densa, hiriente y a todas luces incomprensible. Francisco Silvela,  pensador del crepúsculo del siglo XIX y presidente del gobierno, dijo en agosto de 1898, tras el desastre colonial, que España se había quedado “sin pulso”. En cierta manera, esta sensación es palpable hoy, sobretodo en el gobierno, a pesar de las drásticas medidas de recortes adoptadas. Esta sensación es solamente corregida por las protestas diarias en diversas ciudades, que han ampliado los focos de “indignados” de desempleados crónicos. El resto está anonadado, incrédulo, y apenas irritado por la catástrofe financiera que vive el país. Más que indagar sobre los detalles técnicos del drama y las soluciones que se proponen con urgencia, conviene meditar sobre el origen y transfondo.

          Aunque existen semejanzas con otros países europeos, en España el origen de la enfermedad actual se puede rastrear en la evolución de la sociedad en las décadas posteriores a la Guerra Civil, con una base detectable en todo el siglo XX. En cada familia se tiene en la memoria el recuerdo de lo contrario del dicho popular. En lugar de “todo tiempo pasado fue mejor”, en España la brutal realidad es que todo anteriormente fue peor para la mayoría.

En contraste, desde hace un cuarto de siglo, quizá coincidiendo con el ingreso de España en 1986 en la entonces llamada Comunidad Europea, nunca en toda la historia de España y sus antecedentes, desde el Imperio Romano, tantos habían vivido mejor durante tanto tiempo. Simultáneamente, se recordaba, directamente o por referencias, que los padres y abuelos habían pasado penurias duras y que millares de coterráneos de sus abuelos habían tenido que emigrar a otras tierras, de donde solamente una minoría habían regresado convertidos en acaudalados “indianos”.

En España, en suma, hasta muy recientemente, la inmensa mayoría vivía precariamente, comía deficientemente, se cobijaba en hacinamientos, se vestía con harapos, era analfabeta, y se movía en carros tirados por mulas, luego en ferrocarriles humeantes. Todo comenzó a cambiar al principio de los 60, gracias a la confluencia de tres factores, de origen contrastivo: el Plan de Estabilización por el que se despojó de la autarquía, la llegada de inversiones y del turismo, y la emigración del exceso de fuerza laboral a otros países europeos, con la consiguiente recepción de remesas.       Thumb.large.noticia_9660[1]  

El escenario se trocó ostensiblemente. No fue un despertar de repente, ya que al principio de los años 60 se detectaba ya un cambio notable con el crecimiento de la clase media y las mejoras de las condiciones de la clase trabajadora, sobretodo la urbana, Primero fueron los pequeños automóviles, a imitación de los disfrutados por italianos, luego el uso universal de frigoríficos y aparatos domésticos de limpieza y cocina. Luego, de estar sujetos al realquiler en casa ajena o apretujados con familiares, las nuevas generaciones de españoles se dedicaron con pasión a conseguir una vivienda propia, superando en pocas décadas en ese status a alemanes y noreuropeos, que nunca abandonaron la tónica del alquiler. Es más: no bastaba con una morada urbana, sino que la escalada del estatus ascendería a disfrutar de una segunda residencia.

Es comprensible que esa espectacular mejora de nivel de vida fuera considerada como un justificado premio por el esfuerzo tanto de los accedían a los escalones laborales como de sus padres. En gran parte se había conseguido por el empleo múltiple, la jornada extendida, y luego por la incorporación de la mujer a las filas de trabajo en proporciones inconcebibles en el pasado. En resumen: a los españoles nadie les había regalado nada ni habían heredado masivamente fortunas familiares. Si habían accedido a empleos públicos se los habían ganado en un pulcro sistema de oposiciones que, al menos entonces, solamente estaba moderadamente impregnado de corrupción, de tinte político.

El llamado Estado de Bienestar, que se había posicionado en España cuando maduraba el siglo XX, de sus remotos orígenes europeos (no de inspiración comunista, sino de Bismack, nada menos) fue apuntalado y reforzado institucionalmente por el franquismo como un mecanismo más de asegurarse la dócil adhesión de la sufrida población, que en unos primeros años se había plegado al control de régimen por el miedo de la guerra y la represión. De tener un sector primario de proporciones descomunales, basado en la agricultura y la ganadería, España pasó en pocas décadas en convertirse en un modesto poder industrial y luego predominantemente basado en los servicios.    

La democracia, renacida en 1976 con la desaparición de Franco, reforzó ese modo de vida. La instalación en la UE fue exitoso, tanto en la dimensión política como económica, superando la media de PIB. España, por fin, no era diferente, como había dicho el lema franquista. Se había convertido en la novena potencia económica del planeta, el tercer destino turístico, y presumía de mayor donante de ayuda el desarrollo en América Latina, donde sus inversiones habían superado a sus socios europeos e incluso a Estados Unidos. Seguían surgiendo artistas de fama mundial y sus deportistas conquistaban trofeos y medallas de alcance planetario. El español era la “primera segunda lengua” del mundo.

En ese contexto, al tener al alcance el crédito fácil proporcionado por el Mercado Unico y la implantación del euro, la fiebre consumista fue brutalmente irresistible. La economía, basada predominantemente en la construcción (el “ladrillo”), estalló como una burbuja de jabón multicolor, con una fuerza más contundente que en otros países.  885555a[1] La caída fue fulminante. La intervención o el rescate (¿diferencia meramente semántica?) será una medicina amarga, difícil de digerir. Como tras el 98, se deberá recuperar el pulso, aunque sea por la contundencia de la protesta.

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Sobre el autor

Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet “ad personam” de Integración Europea y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami. Es Licenciado en Derecho (Universidad de Barcelona) y Doctor por la Georgetown University (Washington DC). Nacido en Barcelona, reside en Estados Unidos desde la administración Johnson.

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