Durante las últimas semanas los
medios de comunicación y los académicos americanos han girado sus miradas,
intrigados y perplejos, hacia la escena española (y catalana).
Según las
perspectivas personales, inclinaciones ideológicas y diverso grado de
ignorancia, el retrato general es el persistente estereotipo implantado por los
reflejos de una percepción tradicional del ser de España. El conocimiento sobre
Catalunya, tanto en Estados Unidos como en América Latina, es inexistente o
lastrado por los lugares comunes. De ahí que no sea fácil la labor de explicar
en el continente americano lo que está pasando en España (y Catalunya). Esto es
paradójico, ya que aplicando conceptos americanos el ejercicio pedagógico sería
fácil.
En América no se tiene conciencia plena de las dos
variantes de la construcción nacional. Una (étnica, cultural, “alemana”) prima
las raíces lingüísticas, raciales, gastronómicas, religiosas; la otra (liberal, cívica, “francesa”)
se cimenta
en la decisión de construir una entidad común a la que se promete adhesión. A grosso
modo, a trasladarse al este, la cultural destaca;
hacia el oeste, la cívica gana terreno. Su mayor triunfo es la adoptada en
Estados Unidos, imitada con diversa fortuna en América Latina. Se la da por
descontada.
Después de todo, sin embargo tanto la variante
étnico-cultural como la cívica-liberal son “construidas”. La base que sustenta
la cultural puede ser simplemente una serie de mitos nacionales enterrados en
el pasado, muchos inventados, precariamente constatables. La variante cívica es
la más puramente construida.
La étnica es la más difícil de formar, pues
necesita una base lógica, perceptible, un capital histórico que se comparte,
unas costumbres que se consideran heredadas y por lo tanto con obligación de
conservarlas, unos alimentos, unas creencias religiosas. Es una nación
“natural” y “eterna”.
La variante cívica es muy fácil de construir Solamente
depende de una decisión propia e individual. Pero es la más costosa, la más difícil
de contentar y por lo tanto de sobrevivir con el tiempo. El que se adhiere a
ella no lo hace por altruismo o por una dureza interna de la naturaleza o la
historia, sino por la expectativa de un beneficio, de una mejora de su vida
material o espiritual. La lealtad que se ofrece a cambio tiene un precio: se
espera una recompensa sólida y continuada. De ahí que la más novedosa
definición de esa nación sea la de Ernest Renan:
un plebiscito diario.
Los países cimentados en esta modalidad pueden
desaparecer de la noche a la mañana, si una mayoría de sus ciudadanos
consideran que no vale la pena pertenecer y que otras opciones nacionales son
más provechosas. Como que ambas variantes no son puras y se encuentran
frecuentemente mezcladas en un menor o mayor grado, la más eficaz configuración
es la que presenta una base cultural sólida (historia, territorio, lengua,
costumbres) convenientemente empaquetada y comercializada, a la que los recién
llegados se pueden adherir, sin ser forzados.
Para los estadounidenses no
debiera ser difícil entender un intento de definición cívica de quién es
catalán, y por lo tanto, quién pertenece a una nación catalana, de corte
cívico, es el que dio el presidente Jordi Pujol en plena apogeo de su poder:
“son catalanes los que viven y trabajan en Catalunya”. Añadía con el código de
nación cívica: ”y que quiera pertenecer”. Esa ocurrente definición respondía a
dos necesidades: nutrirse del voto de la inmigración y seguir contribuyendo a
la supervivencia de la misma Catalunya, necesitada de un aumento de su
natalidad. Era la fuerza de los “otros catalanes”, en expresión clásica de
Francesc Candel.
Por aplicación correcta de esta
interpretación “cívica” se tiene que aceptar también la opción de los que, a
pesar de residir en Catalunya, y por lo tanto de disfrutar de sus derechos
civiles, no consideran pertenecer a una “nación catalana”, aunque ésa sería la
meta última de Pujol.
De ahí que un práctico entendimiento de esos conceptos
sería que, por un lado, es “ciudadano de Cataluña” el español –o el ciudadano de otro país de la
UE o del mundo– que vive y trabaja –o no– en Cataluña”, y que por lo tanto
disfruta de los derechos que se derivan de esta condición. “Catalán”, en
contraste es, simple y sencillamente, quien se siente catalán. O sea, quien
quiera serlo.
Esta interpretación trataría de aclarar
la condición de millones de residentes en Estados Unidos, luego convertidos en
impecables ciudadanos de una “nación cívica”, pero que simultáneamente no dejan
de seguir perteneciendo a una “nación cultural” original. La protección contra
la globalización excesiva ha permitido recientemente que lo que se consideraba
una violación del código del “melting pot” sea hoy en día perfectamente
asumible. La cercanía del país de origen, las comunicaciones modernas y el
todavía bajo coste de los viajes hace que los “nuevos norteamericanos” puedan
conservar su lealtad práctica innata. No lo tuvieron tan fácil los inmigrantes
del siglo XIX y gran parte del siglo XX, forzados a olvidar.
Ese es el sentimiento e
interpretación, por ejemplo de una mayoría de puertorriqueños para los que su
nación (cultural) es Puerto Rico, pero su nación de elección (cívica) es
Estados Unidos. Pero esa dualidad también choca con la persistencia de la
ideología nativista (Samuel Huntington) que se empeña en resucitar una nación
(étnico-cultural) que dejó de existir o que en realidad no fue más que un
sueño, paradójicamente sublimado por el éxito impresionante de la variante
cívica.
Estados Unidos seguirá existiendo mientras las diversas oleadas de
inmigrantes (y sus descendientes agradecidos) voten afirmativamente el
plebiscito de Renan. Esta lección americana se merece estar presente en el
devenir español y catalán, sobre todo en tiempos de crisis. Ninguna lealtad es
eterna, incondicional e inamovible. Al final del día, además de emitir el voto
renaniano, españoles y catalanes preguntan: “y de lo mío, ¿qué?”