Joaquin Roy

Sobre el autor

Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet “ad personam” de Integración Europea y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami. Es Licenciado en Derecho (Universidad de Barcelona) y Doctor por la Georgetown University (Washington DC). Nacido en Barcelona, reside en Estados Unidos desde la administración Johnson.

Eskup

Al sur de Río Grande y Cayo Hueso

Por: | 28 de abril de 2013

Si dependiera de los bien disimulados deseos de los inamovibles intereses de Estados Unidos, América Latina podría perfectamente salir del radar de la atención del todavía poder hegemónico del hemisferio occidental. El interés norteamericano por sus vecinos se está debilitando por una combinación de factores, cada uno de ellos repleto de argumentos convincentes. Uno es la fascinación por el Pacífico. El otro es el proyectado acuerdo de libre comercio con la Unión Europea.

A pesar de ese diagnóstico, el presidente Barack Obama encara una visita a Latinoamérica, un escenario infrecuente en sus periplos internacionales. Centrará su atención en el aliado natural, México, y se reunirá en Costa Rica con los líderes de Centroamérica. El presidente mexicano Peña Nieto, Pena-nieto[1]identificado como uno de los cien líderes más influyentes del mundo por la revista Time, disfruta de un especial respeto (a pesar de sus problemas internos), antaño ausente por las contradicciones su formación histórica, el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Aunque se anuncia una reducción de la ayuda destinada a sectores políticos, se planea el aumento en las áreas comerciales. Se primaría, por lo tanto, el refuerzo de NAFTA, el único acuerdo comercial que ha sido un éxito razonable de la política de Washington desde que al final de la Guerra Fría George H. Bush y Salinas de Gortari forjaran una alianza que entonces pareció insólita y llena de riesgos.

La presidenta costarricense Laura ChinchillaChinchilla, heredera del respeto bien ganado por su distinguido predecesor Oscar Arias, encaja perfectamente en el retrato de las buenas amistades que le convienen a Washington. Guatemala apenas consigue despojarse del pasado militarista y represor, perennemente pendiente de su complejidad multiétnica. Honduras todavía no se ha recuperado de los efectos de la deposición sumaria de Celaya. La Nicaragua del Partido Sandinista de Daniel Ortega, reciclado aliado del ALBA, es un potencial campo de minas para reposados acuerdos. El Salvador todavía está inmaduro tras el ascenso al poder de la coalición liderada por los antiguos guerrilleros del FMLN de Mauricio Funes. La dictadura de las maras y la inamovible estructura oligárquica imposibilitan su progreso, dependiente de la remesas de la emigración. Panamá siempre será el socio seguro, pero debe evitar ser calificado como un lector fiel del guión washingtoniano. La puesta en marcha de las nuevas esclusas del canal marcará una época, que no conviene hacer peligrar.

En suma, el istmo centroamericano y México son el teatro idóneo de la nueva fase de la política del apoyo de Estados Unidos. Si en el país azteca la prioridad va a ser la economía, en Centroamérica el aumento de los favores de Washington tienen como foco de la lucha contra el narcotráfico y sus secuelas. Esta es la fuente de buena parte de los graves problemas de gobernabilidad, la criminalidad desbocada y la latente sombra de estados fallidos.

En el resto del continente el terreno de actuación de Estados Unidos está hoy dividido entre dos clases de países. Un bando está compuesto por los que mantienen un sólido ligamen con Washington, reforzado con acuerdos comerciales e implícitos pactos políticos. Los otros son los socios de una alianza explícitamente opositora y algunos de actitud ambigua. En suma, el panorama ideológico presentaría una amplia gama de opciones, dominadas en un extremo por una mayoría de los etiquetados como populistas. En el otro bando estarían los confiables para los intereses estadounidenses.   

Con la elección del centrista Horacio Cartes, el histórico Partido Colorado del Paraguay regresa al poder, remachando la defenestración sumaria del ex obispo Fernando Lugo. Surgiría entonces una excepción continental en la serie de la permanencia en el poder mediante elecciones sucesivas sin cuestionamiento de líderes que pertenecen a diferentes grados de la familia populista. Por otra parte, Cartes ya ha iniciado un acercamiento hacia sus vecinos, cortejando el apoyo de Argentina y Uruguay, y dando por descontado el de Brasil, para su reintegro en MERCOSUR, de donde el Paraguay fue suspendido por el traumático final de Lugo. Venezuela no pondría mayores obstáculos, ya que Maduro conseguiría de esa manera un toque pragmático de moderación. Bolivia no arriesgaría su candidatura para ingresar en MERCOSUR poniendo obstáculos innecesarios. En la zona “segura” quedaría también la moderación conservadora de Chile, que oscilaría del conservadurismo de Piñera al probable regreso en noviembre de la “Concertación” liderada por Michele Bachelet, en tándem con los democristianos.

En el mismo terreno seguirían alineándose los ejemplos de Colombia y Perú. En Bogotá la escena está dirigida por un conservadurismo liberal sui géneris que no parece cambiar por la alternancia entre los dos grandes partidos. En Lima hoy gobierna el pragmático Ollanta Humala, muy evolucionado de sus tentaciones indigenista-radicales, pero que es sospechoso por sus veleidades de apoyo a Maduro. No es casualidad que Perú y Colombia hayan recibido el favor doble de la Unión Europea y Washington para sendos ejemplos de acuerdos de libre comercio.

Boston: simbolismo de una moderna masacre

Por: | 19 de abril de 2013

 A cualquier visitante en Boston se le recuerda que en 1770, como aperitivo de la lucha por la  independencia de Estados Unidos, se produjo delante de la Old State House Old state (edificio gubernamental colonial), la llamada “Boston Massacre”. Fue una muestra de la represión violenta de las tropas inglesas contra los protestones bostonianos. Los perpetradores de la nueva matanza de Boston quizá no repararon que lanzaban un sutil mensaje político, además del acto criminal y cobarde. Boston ocupa un lugar preferente en el altar de los mitos identitarios de Estados Unidos, que la inmensa mayoría de los ciudadanos creen fielmente y que de forma fácil aceptan turistas y residentes ocasionales. Boston es Estados Unidos en esencia pura, con todas sus excelencias, carencias y contradicciones. Cultura, historia, experiencia inmigratoria, política: todo se constata fácilmente en una de las urbes con pleno sabor americano. Quizá por eso los asesinos decidieron segar las vidas de los que se adherían al sueño, y los maratonianos de decenas de países que hoy pueden decir como “Le Monde” el 11 de Setiembre, que “todos somos americanos”.

      No son muchas las ciudades que poseen un gancho plenamente identificable de un aspecto de las señas nacionales, reales o inventadas. San Francisco y su Golden Gate, San Antonio con El Alamo, Nueva Orleans y el llamado barrio francés (español), Williamsburg colonial, Chicago arrogante, Miami latino, la megalópolis de Nueva York y el frío mármol de Washington. No es casualidad que los terroristas del 11 de Setiembre eligieran la Torres Gemelas (íconos del capitalismo) y el Pentágono (emblema del poderío militar). El cuarto avión muy probablemente estaba destinado a estrellarse contra el Capitolio (más que la Casa Blanca, menos localizable). Fan

    Pero Boston supera a todos esos escenarios por su impresionante elenco universitario, de todas clases y costos, cobijo de conservadurismo, liberalismo y radicalismo. Nada extraña que el puritano John Winthrope en 1630 sermoneara a sus conciudadanos bostonianos del destino de la urbe a convertirse en una ciudad en la colina ("City upon a Hill"), de reminiscencias bíblicas. Como mérito y cumplimento de la misión recibida, Boston presume de haber fundado la primera escuela pública de Estados Unidos, la Latin School de Boston (1635). Conseguir el ingreso en Harvard (la primera universidad de Estados Unidos, fundada en 1636) o en MIT es ya de por sí una proeza y probable garantía de éxito laboral, aunque sea al coste de hipotecar el peculio familiar y el futuro financiero.

Pero lo más identificable de Boston es su especial “parque temático” de hitos históricos, reales y magnificados, reverenciados y protegidos, como si de ellos dependiera la existencia de una nación que no ha sido desde su nacimiento más que una idea. El credo nacional sigue estando basado en un trío fundamental: “La vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Este último reclamo es ciertamente vago, pero no menos irrenunciable. La exigencia vitalista pertenece al reino del derecho natural. La “libertad” alude a propiedades otorgadas por el orden constitucional. Pero la “búsqueda” (que no la garantía) de la felicidad es lo que cabalmente define la genuina idea americana, y de Boston. La modernidad complementaria con su herencia histórica se demuestra por presumir de primera red de metro en los Estados Unidos.

    La forma más lógica de rastrear este código es dejarse llevar por el meticulosamente señalado “sendero de la libertad” (Freedom Trail), ahora parte del Parque Nacional Histórico de Boston (Boston National Historical Park), señalado en las aceras y pavimento con losa rojiza. Inaugurado en 1951, con un recorrido de unos 4 kms, cubre 16 íconos. Se puede comenzar en el parque Boston Common y visitar el cementerio donde están enterrados algunos de los líderes y fundadores de la nueva nación. Luego se puede entrar en la Old South Meeting House, uno de los edificios fundacionales del sistema deliberativo del que tan orgullosos los norteamericanos.  De ahí el itinerario lógico es encaminarse a la casa de Paul Revere Revere-best (mitificado patriota de origen francés hugonote), donde se diseñó el sistema de alertar a la población acerca del lugar de penetración de las fuerzas británicas, con el uso de señales de linterna: dos por mar, una por tierra. El periplo debe terminar en el monolito de Bunker Hill, Bunkeren la vecina comunidad de Charlestown. Un itinerario alternativo es tomar un ferry en el puerto hasta el muelle donde está amarrado el navío USS Constitution, el más antiguo de la armada norteamericana, en servicio ininterrumpido desde 1797.

      De regreso al centro, la escala obligada debe ser el escenario del Boston Tea Party (1774), emblemática muestra de irritación de los bostonianos, quienes, sin tratar de cruzar la raya de exigir la independencia, protestaron por la imposición de tasas sobre la comercialización del té. “Taxation without representation” (impuestos sin representación) fue el grito de guerra civilizada. Pero las reticencias inglesas a responder a esta petición razonable terminaron con la paciencia de la población e inspiraron la “revolución” que acabó por extenderse por toda las colonias. De ahí que los fundadores del movimiento político de tendencia contestataria, que ha considerado la oscilación centrista del Partido Republicano como una desviación, creen conveniente apropiarse de la emblemática etiqueta. No es casualidad que la variedad ideológica de Boston produjera haber sido la cuna de la carrera del frustrado candidato republicano Mitt Romney. Para equilibrar el ánimo, el día debe acabar obligadamente en Faneiul Hall, con una bien merecida cena con productos marineros.

      La paradoja de Estados Unidos consiste en disfrutar de un legado de rechazo del  coloniaje británico y luego conservar sus tradiciones políticas y normas jurídicas, para cimentar la construcción de la nueva nación en la atracción de los extranjeros, cualquiera fuera su procedencia. Boston es una muestra palpable. Aceptando la invitación de Edna Lazarus inscrita en la Estatua de la Libertad (“dadme vuestras masas hambrientas, anhelando ser libres”) las familias de los presuntos terroristas chechenos llegaron a Boston. La moderna y masiva bienvenida al resto del mundo mostrada por la Maratón fue castigada por la nueva masacre de Boston. Pero el año próximo, se celebrará otra carrera, de luto por la segunda moderna masacre, pero en busca de la felicidad.

 Fotos: Joaquin Roy

Sara Montiel y Margaret Thatcher

Por: | 08 de abril de 2013

            Su muerte el mismo día es mera coincidencia, pero simbólica y representativa. Las figuras de Sarita y Maggie revelan el trasfondo de sus respectivos países, viejas naciones europeas y antiguos imperios que se han resistido a desvanecerse, aferrándose a unas señas de identidad que solamente las dos damas desaparecidas (y sus numerosos admiradores) comprendían. Pero la España de “la violetera” y la Gran Bretaña de la “dama de hierro”, que ambas tozudamente intentaron mantener inalterables, fueron (y son) antitéticas y de diversa fortuna. La belleza en technicolor que la cantante manchega transmitió con voz inconfundible contrasta con la faz seria y distante de ex primera ministra británica. Pero en las dos se detectan unas señas intrahistóricas todavía perceptibles.

            La España que era el marco de la época gloriosa de Sara Montiel, Sara aunque se resiste a desaparecer, parecía que había sido superada por el desarrollismo, la industrialización y luego la burbuja inmobiliaria que han llevado a la crisis y el desprestigio. El país que los cuplés maquillaban era entonces un escenario más próximo, por más imaginado que fuera. El lanzamiento hollywoodense que la llevaron a alternar con Gary Cooper y Burt Lancaster era el triunfo que borraba el desencanto de “Bienvenido Mr. Marshall”, en un estado dictatorial apuntalado por Washington. Pero los espectadores embelesados por sus películas aceptaban de buen grado las melodías que les evitaban contemplar un paisaje pobre, sin más alternativas que el silencio, la resignación o la emigración.

            La Gran Bretaña en la que arremetió con furia Margaret Thatcher era percibida por sus círculos conservadores como una traición a los valores eternos de la Inglaterra Imperial que había dejado paulatinamente que en muchos de sus antiguos territorios coloniales se pusiera el sol. Se trataba todavía de paliar ese lento desmoronamiento con la admirable ficción jurídica de la Commonwealth en cuya cúspide se colocaba a la monarca todavía actual. Eran los tiempos felices en que los escándalos de la casa de Windsor quedaban reducidos a la memoria del Edward VIII, quien había renunciado insólitamente al trono en 1936, “por el amor de una mujer” (con aire de bolero). Luego vendrían los escarceos de Charles y la tragedia de Diana.

            Los tiempos de Sara, leídos hoy, sobretodo con una perspectiva reaccionaria, se recuerdan con nostalgia. Nada se sabía (o no se publicaba por una prensa amordazada) de la corrupción barata y de poca monta que dominaba la supervivencia en un país que apenas se había recuperado de la cruel Guerra Civil (1039-1939) y el aislamiento tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Sarita vendía violetas mientras todavía presos republicanos terminaban la construcción del Valle de los Caídos. La Sexta Flota llegaba a los puertos mediterráneos, mientras Rota y Torrejón eran objetivos geoestratégicos de los soviéticos en la Guerra Fría, convirtiendo a España en miembro forzado de la OTAN, sin voz ni veto, con todas las desventajas y ninguna de las desventajas. El franquismo recibía una prórroga de un par de décadas.

    Maggie[1] Maggie arremetió en medio de un país que había adoptado numerosos aderezos del estado de bienestar con el que todavía intentaba corregir los históricos desequilibrios sociales que se habían en entronizados desde la Revolución Industrial. La evidente división de clases era suavizada por servicios de salud, pensiones, educación que han sido la marca de los gobiernos laboristas (etiquetados en conversaciones distendidas como “socialistas”). Thatcher se propuso desmantelar ese entramado contrario al “laisser faire” y el liberalismo con el (viejo)liberalismo que había encontrado al otro lado del Atlántico al socio idóneo para bailar el tango de la expresión angloamericana: Ronald Reagan.

    La España de Sarita, una vez desaparecido el franquismo, se afanó en recuperar el tiempo perdido y apostó por reinsertarse al otro lado de los Pirineos. Ortega y Gasset había dicho que “España era el problema y Europa la solución”. Desde 1986, año del ingreso, hasta mediados de los 90, España se convirtió en la décima potencia económica del mundo y el mayor donante de ayuda al desarrollo en inversor en América Latina. Nunca tantos españoles de tres generaciones que convivían en esos años habían vivido mejor durante tanto tiempo.

     Maggie se había tragado en su momento el ingreso del Reino Unido en la entonces todavía llamada Comunidad Económica Europea, centrada en el Mercado Común. Enmendándole la plana a su correligionario Edward Heath, se propuso frenar la europeización más allá del Mercado Unico, enterrando toda seña de supranacionalidad, un guión que ha heredado David Cameron. Lo que hace apenas pocos años era una lejana hipótesis académica, ahora el “Brexit” es parte del plausible guión. 

    Hoy la España de Sarita ha resucitado con el colapso inmobiliario, el desempleo generalizado, la emigración y las dudas acerca de su sistema político. La Gran Bretaña imperial recibió un golpe de vitaminas con la decisión de Maggie de contraatacar en las Malvinas. Curiosamente, odiada en Buenos Aires, se merece un monumento frente a la Torre de los Ingleses, al lado del memorial a los caídos. Su decisión representó el golpe de gracia a la decrépita dictadura de Galtieri. David Cameron se mueve como un Hamlet entre el ser o no ser en Europa. Maggie lo hubiera hecho de otra forma. Sarita es solamente una memoria de que la falacia de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Entre protestas de indignados, ni socialistas ni conservadores resultan aceptables. A los fumadores no les queda ni ese consuelo, expulsados del ágora.                                                                 

El País

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