Joaquin Roy

Sobre el autor

Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet “ad personam” de Integración Europea y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami. Es Licenciado en Derecho (Universidad de Barcelona) y Doctor por la Georgetown University (Washington DC). Nacido en Barcelona, reside en Estados Unidos desde la administración Johnson.

Eskup

La salud de Obama

Por: | 30 de septiembre de 2013

El principal problema de Barack Obama es haber ganado las elecciones dos veces. Fue una doble bofetada que los votantes que se quedaron en casa o eligieron en contra, y algunos de los que simplemente no pudieron ejercer su derecho (por minoría de edad), todavía no han digerido. El espejismo de las cifras globales oculta que ni siquiera dos tercios de los potenciales votantes se molestaron en acceder a las urnas. De los que lo hicieron, la mitad lo rechazaron frontalmente prefiriendo a MacCain o Romney. El resultado es que apenas una cuarta parte se decantó por Obama. Como recompensa de ese doble triunfo, los que prefirieron a sus opositores e incluso los que se abstuvieron le ha negado no solamente el perdón sino el simple reconocimiento. En sus guiones históricos todavía no se incluye el ascenso tan espectacular de un candidato negro.

            Ese mismo sector es el que escuchó los delirantes cantos de sirena de Sara Palin cuando calificó al senador de Illinois como “socialista” por haberse atrevido a proponer algunos programa amenazadores de gobierno en su campaña. La joya de la corona era, y sigue siendo todavía ahora, una moderada reforma del sistema de salud que se antojaba revolucionaria. Obama-ObamaCare-Time[1] El plan ha resistido en hilvanes hasta la actualidad, pero corre el riesgo de ser aniquilado si el sistemático ataque de los republicados y afines se sale con la suya.

Algunas cosas han cambiado en Estados Unidos ostensiblemente desde la mitad del siglo pasado, cuando se apagaron los fuegos de la Segunda Guerra Mundial, la última “guerra justa” de Washington. Algunas pautas de conducta no se han movido en absoluto. Cuando llegué a Estados Unidos, en el crepúsculo de la administración de Johnson, el padre de un colega mío en una elegante, excelente y cara escuela secundaria privada, tuvo la generosidad de adelantar algunas predicciones para ir conociendo al país. Médico de profesión, me advirtió que en un par de años el país adoptaría un sistema de salud “socializado”, semejante al europeo. Apenas yo me había recuperado de ese rotundo cálculo, se animó y casi con admiración por mi origen europeo, me aseguró que en el mismo espacio de tiempo Estados Unidos adoptaría el sistema métrico decimal. Banner_math_metric_system[1]

            Curioso en comprobar si tales predicciones tan drásticas se cumplirían, decidí quedarme en ese intrigante país. Mi familia sigue yendo al mercado, llenando el tanque de gasolina, calculando las distancias de viajes en coche y en avión en millas, midiendo  peso y estatura en un conjunto de medidas que siguen resonando a la vieja Inglaterra. Y casi medio siglo después examino cada año con cierto cuidado las condiciones del seguro médico proporcionado por mi universidad (con la obligatoria y generosa contribución de parte de mi sueldo, claro). Me siento afortunado, ya que millones de norteamericanos no tienen tal privilegio. Se juegan la vida y coquetean con la ruina financiera por no contar con seguro alguno y todavía no pueden acogerse a la protección de la cobertura médica de la jubilación completa.

            La tozudez del sistema en no haberle dado la razón al padre de mi amigo se debe, más que a una interpretación financiera de los gastos y beneficios de la aplicación del  propuesto sistema mixto, a unas razones intrahistóricas firmemente asentadas en la sique norteamericana, atizada por un grupo dominante de políticos en intereses económicos. El grueso del Partido Republicano y afines (no solamente los militantes del Tea Party) consiguen sistemáticamente ahondar en un doble sentimiento del americano medio. Por una parte, desconfía del gobierno, y por otro lado, tiene un pánico atroz a verse identificado con una clase inferior que debe llegar a fin de mes con la ayuda de los cupones de alimentos.

            Ese sector, ampliamente mayoritario, vive en una permanente contradicción ideológica y sociológica. Es fundamentalmente “anarquista” y preferiría subsistir sin la tutela del gobierno. De ahí que deba autoprotegerse de su inacción de gobernanza con leyes y tribunales que religiosamente terminan por tolerar con entusiasmo. Por ese motivo, todo lo que rezume sabor de “socialismo” les pone nerviosos. Desde la cuna, les comen la conciencia con una dicotomía falsa entre “democracia” (capitalismo a ultranza) y “socialismo” (sinónimo de comunismo).

            Pero a los mismos ciudadanos que desconfían de los planes de Obama, ni en sueños se les ocurriría oponerse a otras facetas de la vida de Estados Unidos. Su existencia sería inconcebible sin la escuela elemental y media, gratuita, universal, y obligatoria, diseñada como una fábrica de ciudadanos. La sola mención de tener que pagar los libros de texto generaría motines. El que quiera una educación diferente o más cara, que la pague. Nada de “escuela concertada” a la española, con ligámenes religiosos, o moderados “vouchers”.

            De nada sirve recordarles a los estadounidenses que un par de docenas de países europeos y Canadá tienen indicadores de salud mejores que los de Estados Unidos, y expectativas de vida superiores, a un costo inferior. Si además, es Obama, de origen racial mixto, el que se atreve a proponer un sistema que desafía los oligopolios de la industria de los seguros privados y la presión de la profesión médica, con la anuencia de los productores de medicinas y las compañías de investigación que se alimentan de fondos públicos, el drama está servido. El cambio será más difícil que la adopción universal del sistema métrico.         

Siria, delenda est

Por: | 07 de septiembre de 2013

El abandono del titubeo de Barack Obama, para pasar a la acción contra el dictador sirio Bashar El Assad, tras el ridículo del primer ministro británico David Cameron al ser rechazado por su Parlamento para unirse a la estrategia de Estados Unidos, ha colocado al líder norteamericano en la recta final –en realidad un callejón sin salida. “Cartago, delenda est”, dice la historia que fueron las palabras proferidas por Catón Marcus_Porcius_Cato[1]el Viejo, senador romano, ante el persistente reto cartaginés. Expresaba el agotamiento de la paciencia de Roma por la tozudez de los cartagineses en competir por la hegemonía mediterránea al Imperio nacido a orillas del Tíber. Cartago rastreaba su origen al territorio de la antigua Fenicia, coincidente en sus dimensiones con parte de la actual Siria. Phoenicia_map-es.svg[1]

En las tres largas guerras “púnicas”, desde 264 a 146 a. C., Cartago se había burlado de los que insistían en capturar y mantener el monopolio del “Mare Nostrum”. Ese mar era un escenario natural para ejercitar el “destino manifiesto” del mayor imperio que haya existido en los aledaños de Europa. “Cartago, delenda est”: “Cartago, debe ser destruida”, según una de las traducciones más generalizadas, era el eco de las palabras de Catón.

            El resultado de ese decreto imperialista fue el cerco más descomunal que haya sufrido un enemigo de Roma. Liderado por Publio Cornelio Escipión Emiliano, el largo asedio del año 150 a.C., se ejecutó reforzado por fosos, empalizadas, innovadoras armas de todo tipo, y tras el ataque final, llegó el cumplimiento de la venganza advertida. Los desgraciados que no se pasaron a las filas romanas y que sobrevivieron los combates, y se rindieron bajo falsas promesas, fueron esclavizados o aniquilados. Por si acaso, para evitar la resurrección del antiguo competidor, la leyenda dice que los romanos sembraron el territorio circundante con sal, con el objeto de que la naturaleza no le jugara una mala pasada a los vencedores y facilitara el surgimiento de otra potencia adversaria.

            Los cartagineses habían incomodado a los romanos, no solamente inmiscuirse en territorios exteriores objeto de disputas, sino que se habían atrevido, liderados por Aníbal, a incursionarse en tierras de la península itálica, aunque no había podido penetrar la capital. Pero en esa segunda Guerra Púnica, el travieso estratega recorrió gran parte de la Península Ibérica, sur de Galia y media Italia actual montado en elefantes, 520px-Hannibal3[1]con los que cruzó, todavia en la actualidad para asombro mundial, los Alpes. Fue en cierta manera el paso de una línea roja, pero poco pudo hacer Roma para someter definitivamente a Cartago, y debió esperar a una nueva contienda.

            las huellas de esta estretegia son detectables para los visitantes a Túnez. Al dirigirse a los aledaños de la antigua Cartago desde el puerto de La Goulette, se sienten decepcionados. De la capital cartaginesa no queda nada, y solamente los restos de las construcciones romanas son prueba fehaciente del devenir histórico. Ruinas de termas y residencias nobles, un anfiteatro, algunas columnas identificables, son apenas las anclas para el fanático de la historia. Todo se halla a un tiro de piedra del actual palacio presidencial y las viviendas exclusivas de la nueva élite. Pareciera que nada ha cambiado desde la “revolución del jazmín”, que detonó lo que exageradamente se llamó “primavera árabe”. Siguen mandando una minoría y el resto anhelando por la emigración… a Roma y capitales del viejo imperio. Cartage-ruins

Por eso quizá los guías turísticos encaminan a los visitantes, luego de una escala rauda en un museo de modestas dimensiones, con cierta insistencia, a dos lugares emblemáticos, cercanos entre sí. Uno es un cementerio fenicio y el segundo son los restos del semicírculo del puerto militar de la antigua notable marina cartaginesa. En el cementerio se recuerda la insólita y cruel costumbre cartaginesa de ofrecer en sacrificio a los primogénitos varones. Quizá esa cruel tradición expresara la comodidad púnica en reclutar las necesarias fuerzas terrestres entre mercenarios externos. La marina, en cambio, era fundamentalmente indígena y constituía la mágica ancla del predominio en el resto del Mediterráneo gracias al comercio, más que a la ocupación de territorio.  El resto queda para la imaginación. Se da de esta manera la razón a los defensores de la leyenda de la siembra de sal.  Tunez-cement 

Obama cometió el error lógico de haber advertido que la manipulación y uso de armas químicas se considerarían como el límite que no estaría dispuesto a tolerar. Creyó que la admonición sería suficiente. Pero El Assad apostó que precisamente por pasar la raya y le haría pensar a Obama sobre las consecuencias de una acción drástica, que en el fondo el sirio creía que el presidente norteamericano no quería en realidad ejecutar. La pusilanimidad de los aliados durante más de un año ayudó a la continuación de la ambigüedad. El apoyo material y moral de Rusia, Irán y otros hicieron el resto.

Ahora, Obama y Kerry han insistido que no están en realidad repitiendo la amenaza de Catón y la estrategia consiguiente en terminar con el régimen sirio. No se trata –dicen- de la destrucción de Siria como estado, sino solamente en disminuir su capacidad, en primer lugar, de seguir produciendo armas químicas y luego usarlas irresponsablemente.

Hay que “degradar” la capacidad bélica de Assad, dicen desde el Pentágono, en un vocabulario de resonancias militares que no se entiende bien en las aulas de West Point y que MacArthur y Patton no firmarían. Pocos observadores sinceros, dentro y fuera de Estados Unidos, creen en la efectividad de esa promesa.

“Siria, delenda est”, en fin, se lee en los polvorientos caminos del país, navega en el Mediterráneo sobre las banderas de los destructores norteamericanos, y esas palabras en latín se escuchan claramente en Moscú, por muy difícil que sea la traducción. En Riad, Jerusalén y Estambul nadie lloraría por la caída del moderno régimen cartaginés entronizado en Damasco. Pero nadie lo dirá en público.

  El único obstáculo para que Obama no llegue a decidir la aniquilación del régimen de El Assad es que, sin sembrar la sal, en ese territorio surgirían como vencedoras las nuevas fuerzas que ahora se oponen al dictador. A renglón seguido se convertirían en enemigos quizá más letales de Washington y sus aliados, porque, en el fondo poco tienen que perder (ahora no tienen casi nada), en contraste con El Assad, que solamente le quedaría la (improbable) negociación.                             

El País

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