Joaquin Roy

Sobre el autor

Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet “ad personam” de Integración Europea y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami. Es Licenciado en Derecho (Universidad de Barcelona) y Doctor por la Georgetown University (Washington DC). Nacido en Barcelona, reside en Estados Unidos desde la administración Johnson.

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La genuina “relación especial”

Por: | 22 de diciembre de 2013

En el vocabulario de las relaciones internacionales existe un consenso bastante generalizado que la relación entre Estados Unidos y Reino Unido es “especial”. Esto justifica el análisis y la predicción consistentes en que, a pesar de desacuerdos pasajeros, Londres y Washington terminan por forjar una coalición a prueba de todas las dificultades. Esta convicción, que raramente se cuestiona y cuya invalidez es difícil de probar, se amplifica y adapta a otra “relación especial” que resulta sumamente útil para justificar en principio compromisos, coaliciones y alianzas, e incluso tratados explícitos, que uno se pregunta por qué no han sido sublimados con anterioridad.

Ese es el caso de la “relación muy especial” entre Estados Unidos y la Unión Europea. La carencia de un acuerdo concreto entre esas dos grandes entidades en un terreno que comparten de forma incuestionable (comercio e inversiones) debe haber estado en la mente de los dirigentes y expertos. De ahí el surgimiento del proyecto de “Partenariado Transatlántico para el Comercio y la Inversión” (Transatlantic Trade and Investment Partnership, TTIP)”.

Ttip-pupLos datos son impresionantes. La relación económica entre Estados Unidos y Europa es la más sólida del planeta. En volumen, su importancia es impresionante, tanto en términos absolutos, como para cada una de las partes con respecto a la otra. Su intercambio comercial representa el 30% del total mundial, con un total que rebasó los $600 mil millones. El sector servicios abarca el 40% del trasvase mundial. En ambos terrenos, cada una de las partes es el proveedor más importante de la otra. En la ayuda exterior al desarrollo, su contribución dual llega al 80% de la mundial. Mientras la población conjunta de más de 800 millones (501 en Europa y 310 en Estados Unidos) solamente representa menos del 12% de la mundial, el porcentaje de PIB rebasa el 50%, casi a partes iguales (28% de la Unión Europa y 25% de Estados Unidos).

Por lo tanto, el proyecto es lógico. Lo que uno se debe preguntar es sobre la causa de la conveniencia de acometerlo ahora. La respuesta es que el mundo es ahora mucho más complicado. Los precedentes de anteriores experimentos pueden rastrearse a la formación del Espacio Económico Europeo entre los sub-bloques de la UE y los países que todavía estaban en la EFTA. Esto provocó el “contraataque del imperio” ya al final de la Guerra Fría con la ampliación del pacto de libre comercio entre Estados Unidos y Canadá para incluir a México en la construcción de NAFTA. El siguiente paso en esa lógica fue la puesta en marcha del Area de Libre Comercio de las Américas, fundada a bombo y platillo en Miami en 1995. El proyecto fue descarrilado por la mala sintonía entre Washington y algunos países latinoamericanos de miras populistas, pero también por las reticencias de Brasil que nunca quiso ser cola de ratón.

Ahora, se acomete un complemento de la estrategia de Estados Unidos de forjar tratos individuales con algunos países el hemisferio, en tándem con el acuerdo del Pacífico. Sin que lo reconozca en público, el gobierno norteamericano no se fía de la solidez de los tratos con Asia, entre países de tan diversas tradiciones, intereses e inclinaciones ideológicas. Con el TTIP, Washington y Bruselas se guardan las espaldas mutuamente, convencidos de que los enemigos nuevos son los componentes de las economías emergentes, de características tan variopintas como China, Rusia y el mismo Brasil (los llamados BRICS). Europa y Estados Unidos han descubierto lo mucho que comparten en su histórica “relación especial”.

En cualquier caso, una serie de detalles estructurales y perfiles coyunturales  representarán obstáculos en la senda de las negociaciones. En primer lugar, habrá que prestar atención al calendario electoral en ambas orillas. El nuevo Parlamento Europeo puede presentar exigencias que hasta entonces los negociadores no pueden garantizar. Iniciar unas negociaciones no prevé su consecución, sujeta a los procedimiento internos de cada una de las partes. El Congreso de Estados Unidos tendrá la última palabra por parte norteamericana. El fantasma del proteccionismo se cierne a ambas orillas. El problema del espionaje norteamericano se entrometerá en la madeja comercial. La protección de datos personales se convertirá en una condición innegociable. El “enriquecimiento” artificial de alimentos al modo de Estados Unidos será rechazado en Europa. El terreno pantanoso de la desregulación se convertirá en un obstáculo para el progreso y cierre de los acuerdos. Finalmente, cabe preguntarse qué actitud tomarán otros actores externos que consideran que esta nueva alianza euroamericana es una amenaza para sus intereses.

La acción no ha hecho más que empezar para el refuerzo (o debilitamiento) de la “relación especial”. Detrás de los fríos razonamientos está la convicción (o deseo) de que es una tarea en la que ambas partes están condenadas a entenderse. Si éstas no lo hacen, ¿qué otras? No de extrañar, por lo tanto, que numerosas entidades académicas, políticas y económicas a ambos lados del Atlántico se hayan propuesto prestar atención a lo que se puede convertir en el acuerdo económico-estratégico más importante de esta primera parte del siglo XXI.  

Lejos de la UE hace mucho frío

Por: | 15 de diciembre de 2013

Los ciudadanos de Ucrania (al menos los que se han estado manifestando vociferadamente en Kiev) se resisten a que su país recaiga bajo la égida rusa. Anhelan un acercamiento sólido hacia la Unión Europea. Le recriminan a su presidente Víctor Yanukovich Yanukovich-_1557527c[1]que rechace el ofrecimiento de la Unión Europea de un generoso Acuerdo de Asociación, una especie de puente de espera para ingresar algún día en la propia UE.

Al otro lado del tablero, Moscú emplea todos los argumentos de fuerza disponibles para que Ucrania se pliegue a los planes rusos y pase a formar parte de una unión aduanera peculiar formada por la omnipotente Rusia liderada por Putin. Esa oferta se ha vendido como “integración” siguiendo el modelo de la UE, pero es simplemente la ejecución de un plan de hegemonía rusa que sin ambages debe ser considerado por una resurrección de la Unión Soviética). Los ucranios creen firmemente lo que en su momento dijo el malogrado ministro de Asuntos Exteriores español Francisco Fernández Ordóñez sobre la bondad de la membresía en el ambicioso sistema europeo: “fuera de la UE hace mucho frío”. Para algunos, estar lejos (y cerca de Rusia) es peor.

Al otro extremo del continente, el gobierno británico (apoyado por otros euroescépticos) exige limitar la libre circulación de los ciudadanos europeos, dando al traste con una de las más espectaculares conquistas de la integración continental. El primer ministro David Cameron planea cerrar el paso a la residencia de los ciudadanos de los recién llegados rumanos y búlgaros y limitar a los beneficios de residencia a los desempleados de otros países miembros de la UE. Al mismo tiempo, anuncia planes para reclamar la devolución de competencias “comunitarizadas” por los tratados, con el plan de rebajar la UE a la categoría de un simple mercado único.

Entre esos dos extremos se juegan no solamente unas partidas de ajedrez de ámbito fronterizo y una contrapuesta interpretación de la naturaleza de la UE, sino el futuro no solamente de la misma UE y también de su modelo de integración para consumo mundial, y como consecuencia de la experiencia más ambiciosa de efectiva cooperación entre estados de toda la historia. Pero, vistos desde una perspectiva más positiva, ambos procesos revelan un triunfo histórico impresionante de la propia UE.

Por un lado, la tentación de aceptar los beneficios de los programas de la UE revela el logro del proceso arriesgado que se puso en marcha con el final de la Guerra Fría. En el seno de la UE triunfó la visión de que se tenía que optar por otro “paso osado” en la tradición de Monnet y Schuman. La división de Europa fue una injusticia histórica y se debía corregir primero por el decisivo plan de la ampliación a ocho países anteriormente bajo el manto de Moscú, y dos estados isleños del Mediterráneo (Chipre y Malta).

Con todas las dificultades, se procedió a la incorporación de esa decena de países, en un incierta operación que evitaba los peligros de la deriva hacia alianzas más dudosas, mientras la propia Unión Soviética de desintegraba. Los numerosos análisis teóricos y prácticos demostraban que, a pesar de los riesgos, se presentaban una serie de ventajas, no solamente económicas para los nuevos miembros, sino de consolidación de la atmósfera de paz al resto de Europa.

La fuerza irresistible de la UE estaba basada en su poder de “reclutamiento”, ante la alternativa del vacío. Al mismo tiempo, con el guiño de Estados Unidos, se le ofrecía a los nuevos miembros la extensión del paraguas de seguridad de la OTAN. Moscú tomaba nota y poco pudo hacer durante un tiempo para evitar la incorporación de la primera oleada de países a la UE. Ahora ha llegado la hora de oponerse a la “segunda ampliación” presentada con la consolidación del plan de “vecindad”, por el que los países que siguen en la periferia se benefician de ayudas y ventajas como en los viejos tiempos se hizo con los ya incorporados.

Nótese que ambas políticas (ampliación/ingreso en la OTAN, y ahora refuerzo de la “vecindad”) han contado con el apoyo de Estados Unidos. Washington, como sucede en otros lugares, prefiere apoyar la iniciativa de sus socios desde atrás, que arriesgarse a ejecutar movimientos falsos. La estabilidad del territorio abierto al este de Polonia es prioritaria. No es casualidad, en ese contexto, que el senador John McCain, el propio contendiente de Obama en la carrera presidencial, haya acudido a Ucrania en una curiosa misión de comprobación de hechos y de apoyo a los resistentes a los planes del presidente ucranio.

Esos anhelos ucranios para acercarse a la UE debieran hacer meditar a los que en algunos poderosos estados miembros como Reino Unido y la propia Francia coquetean con medidas populistas y anti-integracionistas. Washington debiera advertir a Londres y París.

El País

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