Apenas se comenzaron a difuminar los efectos de la reunión en La Habana de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), es posible vislumbrar con una cierta calma y rigor de qué ha tratado la cumbre y qué es el ente que la ha acogido. Ya con las riendas en manos de Costa Rica, como presidencia pro-tempore, conviene ahora recordar las palabras de un anterior presidente de CELAC, el chileno Sebastián Piñera, quien a su vez entregó la batuta a Raúl Castro. En el curso de una conferencia de prensa en la cumbre con la Unión Europea, celebrada en Santiago de Chile hace un año, se le preguntó extemporáneamente si la CELAC no representaría un conflicto de funcionamiento con la OEA. Piñera, un tanto arriesgadamente, contestó que la OEA era una “organización” y que la CELAC era simplemente una “comunidad”. La OEA, al decir del mandatario chileno, tenía una estructura institucional, unas reglas definidas, un presupuesto.
La CELAC es de otra naturaleza. Ahí está la clave, de donde se puede deducir su efectividad en el entramado latinoamericano y más allá. En primer lugar, la CELAC es un reflejo de la impertérrita costumbre latinoamericana (y mundial) de la “cumbritis”. Todo se decide y gira alrededor de unas cumbres presidenciales, cuyo éxito se gradúa por la asistencia de sus máximos mandatarios. Así, por ejemplo, de 33 posibles asistentes al máximo nivel presidencial o de primeros ministros (institución de algunos estados caribeños), solamente tres no pudieron o no quisieron asistir, por motivos diversos (presiones electorales o ligera protesta, como fue el caso de Panamá).
La CELAC, institucionalmente es, de momento, un macro foro de consultas y buenas intenciones. Naturalmente, la configuración de la CELAC contrasta notablemente con el perfil de todas y cada una de las estructuras de integración, cooperación económica o alianzas políticas en el continente.
Curiosamente, la Unión Sudamericana (UNASUR) la supera al contar con una mínima base administrativa con sede en Quito. Recuérdese que fue en parte la obra de Brasil para dominar la zona austral del continente, como superación del tambaleante MERCOSUR. La CELAC, también en parte, fue el consuelo de México, excluido de UNASUR. Naturalmente, el ausente entramado de CELAC no se puede asemejar tampoco con la existencia de secretarías o entes similares que coordinen ciertos niveles de integración (desde simple libre comercio a mercado común) en MERCOSUR (Montevideo), la Comunidad Andina (Lima) o la Comunidad del Caribe (CARICOM, con oficinas en Georgetown, Guyana). Incluso el Sistema de Integración Centroamericano (SICA) cuenta con unos mecanismos de coordinación superiores, aunque debe firmar acuerdos (como el reciente con la UE) a través de todos y cada uno de los estados.
Diferentes son otros casos, disímiles entre ellos. Uno es la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), invento de Hugo Chávez, ya que su funcionamiento depende de las decisiones de Venezuela, ahora al mando incierto de Maduro, si el carisma de su predecesor. En el otro lado de las inclinaciones ideológicas, destaca la Alianza del Pacífico (México, Perú, Colombia, Chile), que de momento solamente cuenta con la decisión de sus miembros de ir avanzando en el proceso de aunar esfuerzos para competir en la complicada globalización de la amplia región al este del hemisferio.
La CELAC, en suma, no cuenta con ninguno de estos mecanismos institucionales. Todo depende de los buenos oficios de la presidencia de turno. Así, hasta la siguiente reunión. Ahora bien, lo que sí conviene anotar es, a pesar de que el acontecimiento habanero ha causado cuantiosa polémica, todavía se pueden generar algunas consecuencias positivas de la misma CELAC.
En el fondo, a pesar de las tímidas protestas del gobierno norteamericano, convenientemente esquivando la membresía de la que se vio excluido (que no es el tema), Washington, aunque no lo reconocerá pública y explícitamente, considera que este tipo de foros pueden coadyuvar a conseguir lo que en el fondo es el objetivo primordial (sino exclusivo) de su política exterior en la macroregión. Lejos de la estrategia de los años álgidos de la Guerra Fría e incluso posterior a ésta, la política de Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe ya no prima los objetivos del establecimiento de una democracia impecable según los códigos al uso en la historia.
No quiere decir esto que no se desee la consolidación de regímenes democráticos que, a través del guión compuesto por elecciones periódicas, respeten los derechos humanos, la libertad de expresión y las garantías comerciales y de inversiones. Pero el mundo actual es probablemente más complicado que el de hace una pocas décadas. Los retos son diferentes y presentan tareas alternativas. El pragmatismo, la conveniencia y la confluencia de intereses de seguridad nacional se unen a un cierto grado de inevitable hipocresía que genera resultados aparentemente contradictorios con los buenos deseos.
En ese contexto, la CELAC, a pesar de su debilidad institucional, explícitamente ha señalado como misiones centrales el “establecimiento de una zona la paz” y la lucha contra el terrorismo. Además, entre otros temas prioritarios se señala la oposición a la pobreza. Son varios temas que Washington no puede rechazar como parte de la agenda propia. Cualquier colaboración que se logre en esos terrenos, no cabe duda que será bienvenida. Si el precio consiste en tener que escuchar declaraciones antiimperialistas y retórica tradicional, con ignorarlas puede, de momento, ser suficiente. Por lo tanto, habrá que convivir con la CELAC, cualquiera que sea su efectividad.