Los historiadores se han puesto de acuerdo en considerar la entrada de Pong en 1972 en los bares de Estados Unidos como el nacimiento de esa nueva expresión del ocio electrónico que poco después daría forma a los videojuegos. Eso nos deja, a día de hoy, con cuarenta años de industria, nada menos. Cuatro décadas de negocio para el primer medio de entretenimiento que se jacta abiertamente de su posmodernidad. Una actitud que el máximo representante de este pensamiento, Jean-François Lyotard, identificó como “chatarra posmodernista, debido a su buena voluntad de absorber una variedad de estilos sin importar su procedencia o estado”. Según esta filosofía, el artista ya no crea de la nada, sino que se inspira en sus predecesores, los imita y los distorsiona, añadiendo su toque personal a la gran base ya existente. El posmodernismo desmitifica el modernismo, las nociones de “alta” y “baja” cultura, creando una corriente de eclecticismo y abrazando la cultura pop. En este contexto, el videojuego se alza como el indiscutible nuevo paradigma cultural. Nace con el cambio de modelo corriendo por sus venas y eso le otorga un carácter de madurez poco habitual.