La personalización de la autoría es una creación postmedieval, hija del pensamiento racional, de las bases empíricas y del racionalismo, una proyección del redescubrimiento del individualismo, de las doctrinas de la Reforma y, en definitiva, de los sistemas de clases que dan lugar al capitalismo. La creación pasa a llamarse autoría y ésta se convierte en propiedad intelectual (el arte ha muerto, ¡viva el arte!). La autoría, por tanto, pasa entonces a convertirse en un ítem más en el balance patrimonial de las personas y las empresas. Un activo económico que desplaza al pasivo cantidades ingentes y necesarias de intuición creativa, pellizco existencial y talento altruista.
Desde finales del XIX, autores como Mallarmé proclaman el fin del concepto de autor. Esta tendencia se radicaliza con las vanguardias de la primera mitad del siglo XX. Pero la autoría no muere, incluso dentro de la propia vanguardia. El tratamiento industrial de la cultura fue paradójicamente el que fue desplazando a un segundo plano el papel del autor, no tanto desde una perspectiva económica como creadora. El concepto de autor se diluye precisamente con el nacimiento de las industrias culturales. La autoría que se proclama como eje de la creación para subrayar el poder de la razón, del individuo y de la propiedad cae relegada cuando el propio sistema que pretende sostener el liberalismo individual lo desplaza. Paradojas de la vida. Las producciones les ganan la partida a los creadores. Selznick parece vencer a Hitchcock.
El videojuego nace de lleno en una industria cultural asentada, poderosa, indestructible y también arrebatadoramente tentadora. Las horas de entretenimiento de los más jóvenes deben ser ocupadas con nuevas formas de cultura prefabricada e inducida antes de que otros pensamientos puedan alojarse en sus pequeñas mentes y, de camino, alzar una nueva industria alrededor. La tecnología lo permitía. Los autores pasan a ser inventores, no forzosamente creadores. Y las obras, productos. Por otro lado, la propia naturaleza del videojuego difumina y dificulta el ejercicio ya de por sí infructuoso del reconocimiento de la autoría.
Las fronteras de la autoría, siempre en entredicho, se difuminan definitivamente con el videojuego. En ocasiones esa baza es aprovechada para crear una pantanosa ilusión de creación en comunidad. ¿Qué forma de “dios” se manifiesta con más intensidad en un título como Little Big Planet? Mi respuesta es clara: la de Frederik Raynald y su equipo de desarrollo, no la de los jugadores, por mucho que se intente abrir puertas a la creación, ésta es patrimonio de la intención no de la metodología. Ningún canal produce mayor riqueza creativa que la necesidad de expresar y transmitir la propia voz.
Al videojuego no le interesan los autores, necesita sus ideas. Porque la autoría de las ideas es arena entre los dedos, una línea del tiempo de influencia inabarcable, tal como decía Foucault. Un autor es una suerte DJ de ideas y formas que pone a disposición del resto de las personas para que las interpreten, modifiquen y conviertan en nuevas ideas: la poética como energía creativa que se crea, se destruye y se transforma. El videojuego necesita creación no autorías. Ya dejó de ser una disciplina joven, ¿por qué la seguimos tratando como una madre a su bebé? Ninguna forma cultural tuvo las posibilidades y proyecciones de las formas que nos puede ofrecer el videojuego. ¿Qué nos falta? El mensaje, la intención, la responsabilidad. Reclamamos muchos la madurez del videojuego. Y es ahí precisamente donde los creadores deben hablar, tomar conciencia de que el videojuego, como tantas otras formas culturales del pasado y el presente, tiene una obligación con su tiempo y su espacio, ofreciendo escenarios para emociones y reflexiones, para el gris frente al blanco y el negro, la duda frente al maniqueísmo, la pregunta frente a la misma respuesta una y otra vez. Esa responsabilidad se diluye en un mundo gobernado por la producción frente a la autoría, por el negocio frente al mensaje. Se puede entretener (e incluso vivir honradamente) intentado cambiar el mundo con los recursos que la cultura y la tecnología nos ha dado. Muchos juegos independientes, serious games, reflexiones como las de Miguel Sicart de IT de Copenhague, Ian Bogost o del propio Luis Navarrete en pasados post de este Aula de Videojuegos también lo vienen reclamando: el videojuego como aprendizaje, la exigencia de un contenido de entretenimiento interactivo reflexivo, crítico, comprometido, innovador en formas y en fondo. Si salvar el mundo de una horda alienígena es algo reconfortante en las recreaciones simuladas, lo es más todavía si de una u otra manera tiene una afección en el mundo real. Y no olvidemos que la motivación y la implicación son sinónimas siempre de diversión. Y la diversión también es entretenimiento. Decía Gadamer que el acuerdo sobre algo comporta que los individuos formen parte de una misma tradición. El videojuego nace con el acuerdo tácito de verse limitado por su vocación natural de entidad nacida para entretener. Ese es el pacto que debemos romper. Ese es el reto del nuevo creador, el de devolver la vida al videojuego, un Dios que todavía no ha resucitado.