“Lugar en que se guardan colecciones de objetos artísticos, científicos o de otro tipo, y en general de valor cultural, convenientemente colocados para que sean examinados”. La primera definición de museo que ofrece nuestra Real Academia dista mucho de elevar el término al apogeo de su significación; hasta el punto en que el propio diccionario que contiene estas palabras podría, de aceptar esta definición de forma estricta, entenderse como un museo. No obstante, ya el primer Wittgenstein (sí, aquel de las proposiciones elementales indiscutibles) nos alertaba de la condición funeraria de estos “compendios de significados”, que reducen todos sus elementos al mismo nivel. Desde luego, el museo es algo más que un catálogo de términos, mucho más; y lo es desde el momento en que no están presentes todos los términos. Indicaba Miguel Noguera en una entrevista que los museos se encuentran en el nivel más bajo de la producción cultural, porque cualquier cosa que forme parte de su escenografía se reinterpreta como arte: hasta tal punto es flexible su semántica.
Hace ya algunas entradas, en la primera parte de El museo imaginario, sugerimos un vínculo entre la consideración estética de determinados videojuegos y su inaccesibilidad. Encontrábamos la cuestión de fondo en una cierta idea de tradición, que para los modernistas había supuesto una terrible presión legal y para los posmodernos un testigo de “la insoportable levedad del ser” (demostrada la permeabilidad de la memoria, su carácter poroso y dúctil, la tradición abandonó su sentido temporal, lineal e inamovible, y fue empujada a una espacialidad que la hacía tan horizontal y revisable como cualquier ideario). Por último emparentábamos la recepción de aquellos videojuegos inaccesibles, con la que tenía lugar en los rituales religiosos en los que la pintura rupestre del Paleolítico adquiría sentido.
“Para ser original hay que volver al origen” fue la brillante frase en la que Gaudí consiguió resumir su trayectoria. No parece extraño, por tanto, hacer lo propio para extraer conclusiones novedosas de un fenómeno tan rigurosamente actual como el videojuego. Es interesante que entendamos la pintura rupestre, no como una primera y embrionaria muestra de arte, no como un arte primitivo y torpe, sino como la primera de las artes. Y sin embargo su sentido, básicamente religioso y alimenticio, poco tenía que ver con lo que hoy entendemos por arte. No obstante, el empleo de los espacios, la sacralización del acto en sí de la representación, oficiada por un mago en un margen ritual oculto, sí podría pensarse como compartido con la idea del actual museo. Aquel carácter inaccesible para todo aquel que no fuera el gurú surtía la invocación, y con ella se producía un compromiso ontológico, con lo imaginario y desde lo simbólico.
Demos un salto en el tiempo. En su Design and Crime (2002), el crítico de arte Hal Foster detecta una cierta tendencia histórica a concebir el museo según dos grandes nociones: reificación (término prestado de György Lukács que aquí designa el arte como culminación de la tradición, y por tanto funcionalmente cosificado) y reanimación (o una noción del arte como órgano cultural en constante proceso de autogeneración, desde la confirmación de su sentido creativo). En un primer momento, a mediados del siglo XIX, Charles Baudelaire y Édouard Manet representaban los extremos de esta dialéctica: el primero entendiendo el museo como arquitectura de la memoria, y el segundo desde la citación abierta en su pintura, la mezcla desprejuiciada de géneros (paisaje, desnudo, costumbres) que conseguía una unidad en la pintura capaz de provocar una autonomía de la pintura. En un segundo momento, Paul Valéry y Marcel Proust venían a ocupar a principios del siglo XX los lugares de aquellos antecesores, el primero asemejando el museo a un cementerio (“El museo es donde ponemos el arte del pasado a morir”), y el segundo entendiéndolo como imitación abstracta de la desnudez ornamental del taller en que se produce el arte, y por tanto capaz de reproducir las condiciones creativas de aquel. En un tercer momento, en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Erwin Panovsky defendía la necesidad de recuperar el pasado con la historia del arte, para de esa forma redimir sus fragmentos, mientras Walter Benjamin entendía que los fragmentos de la tradición debían emanciparse de su dependencia del ritual, para comprometerse con los propósitos políticos del presente.
Aunque pueda resultar extraño, esta tendencia al enfrentamiento reificación/reanimación se mantiene aún hoy vigente, y alcanza de lleno al videojuego. En la era de Internet, con todos los contenidos concebibles al alcance de la mano, es precisamente el videojuego el único medio que se resiste a la imparable realidad de las descargas. A esto se suma el hecho de que los títulos de anteriores generaciones van sepultándose en la masiva oferta, y resultan difíciles de conseguir con medios convencionales. Así, el amontonamiento de títulos inaccesibles hace oscilar al usuario entre el olvido y la reificación, la mistificadora escatología tradicionalista que defendían Baudelaire, Valéry y Panovsky. Así las cosas, la condición oculta de aquellos títulos queda desocultada en la reedición ocasional de títulos (con la iniciativa New Play Control de Wii a la cabeza) y sobre todo, precisamente, en la edición de “museos” literales, como es el caso de la serie Namco Museum. Es difícil, en casos como este, no percibir la relación directa entre la mostración reificadora del museo según los anteriores autores y el menú de contenidos del soporte digital: una sustancia congelada, descontextualizada a fuerza de insistir en su contexto, envasada para el frío examen de la posteridad. La espacialidad conquistada en la posmodernidad, aquella que revisaba la tradición desde un idealismo neto hasta lo autodestructivo, cristaliza en el imaginario suspendido del museo-cementerio. No es el único ámbito en el que esto sucede: museos convencionales como el berlinés Computerspiele, o el neoyorkino MoMA insisten en esta misma reificación del fenómeno cuando en iniciativas como esta, exaltan las glorias pretéritas del videojuego, la tradición no revisable, no distorsionable, la comparecencia en bloque de un pasado que es ley. Enunciar como absoluto lo que es básicamente dialéctico es la tónica que gobierna los esfuerzos por dignificar al videojuego, y lo es a pesar de la madurez del medio en su nacimiento, tal vez porque su condición sobrepasa las posibilidades de nuestro tiempo; tal vez porque nuestro concepto del arte y su recepción, de momento, no se encuentra a su altura. Los Manet, Proust y Benjamin de nuestra era aún están por aparecer. Confiemos en el futuro.
A propósito, feliz 2013.
Hay 2 Comentarios
Un fantastico artículo , me ha encantado esa vision retrospectiva y el enfoque ofrecido al mundo del videojuego en particular.
Publicado por: Videojuegos | 07/01/2013 0:57:35
Desde luego yo confio en un futuro chebere para todos nosotros, demos tiempo al tiempo
Publicado por: Luis Carlos | 31/12/2012 18:16:13