Nos hemos acostumbrado a ellos, los hemos convertido en género, los hemos etiquetado, comercializado, normalizado. Pero reconozcámoslo: hay algo de perturbador en los puzzles. Si nos detenemos a pensarlo, el abismo de sentido que se abre al observar un cubo de rubik resulta subyugante. Podríamos decir que su carácter enigmático y lo explícito e insondable de su estructuralidad nos aproximan a una cierta experiencia de lo sagrado. Y no seríamos los primeros en decirlo: la mitología creada por Borges en relación con los laberintos como juegos extensivos, y su concepto de la vida como “un laberinto que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante” corrobora aquella intuición. La fuga de lo lineal a través de lo lineal supone una dinámica tan indecible que su solo planteamiento parece el designio de un loco. Y sin embargo cualquier puzzle de piezas bidimensional reclama esta paradoja desde su estructura básica.
Como consecuencia de esta reflexión cabe preguntarse si el puzzle no es propiamente un género videolúdico, si en el fondo los límites e incrementos del videojuego no aportan más que una simple adaptación del puzzle tradicional. En este punto aventuraré una tesis que podría pasar por polémica: no sólo no es así, sino que, por el contrario, el puzzle siempre ha sido videolúdico. Lo era cuando fue creado, según la versión oficial, por John Spilsbury (de forma accidental, cabe añadir) a mediados del siglo XVIII. La invención del videojuego sólo ha ofrecido al puzzle el medio idóneo en el que desarrollarse plenamente. Aun a riesgo de alcanzar la temeridad, atrevámonos a ir incluso más allá: la invención de los espacios virtuales (el videojuego entre ellos) es en el fondo una evolución del concepto de puzzle. La insistente espacialidad de la naturaleza de este género, no presente en ninguna otra especie lúdica, encaja a la perfección con el idealismo realizado de la pantalla táctil que nos ha traído la cultura digital, en la que las estructuras se movilizan de forma instantánea según indicaciones dactilares. El carácter intuitivo de los interfaces y menús que podemos encontrar en nuestros móviles y tablets concuerda con la función algorítmica autocontenida que supone la realidad de un puzzle, porque su propia constitución estructural se identifica con la del puzzle.
¿Sería posible un juego como Tetris (Alekséi Pázhitnov, 1984) si no fuera gracias al videojuego? Desde luego que no. La fisicidad gravitatoria no puede ser determinada en un juego tradicional, ni por tanto las tensiones y peligros del ejercicio contrarreloj. ¿Podría existir Echochrome (SCE Japan Studios, 2008) como juego de tablero? De ninguna forma: la propuesta se radica en la lógica onírica de los trabajos de M. C. Escher, por lo que sería imposible trasladar su concepto a un escenario real. Incluso (descendamos de las nubes de la vanguardia) el archiconocido Bejeweled (PopCap Games, 2001) sería un puzzle inadaptable a una realidad no-virtual, en tanto sus mecánicas y las reglas que las rigen deben ser necesariamente programadas en un entorno computerizado. Estas tres excepciones valdrían para colocar en serio peligro la noción de puzzle como género pre-videolúdico, pero la lista es inacabable y compuesta por títulos como Portal (Valve, 2007), Braid (Number None, 2008), Picross 3D (HAL Laboratory, 2009) y juegos maze-based (laberintos) como los viejos Pac-Man, Bomberman y Sokoban, o los propios géneros de aventura gráfica y aventura, consistentes básicamente en puzzles narrativos. Otros géneros del videojuego, como los mencionados en esta serie (rol, estrategia, survival horror o simulaciones deportivas), aportan recursos propios a estructuras lúdicas o fílmicas preexistentes. Pero el puzzle aporta nada menos que una evolución estructural.
Esta extraña condición del puzzle como un fenómeno videolúdico antes de la existencia de lo videolúdico reafirma la inquietante atemporalidad que, como antes indicábamos, emparenta al puzzle con el lenguaje sagrado. La idea de que el estudio de los mitos entiende que la fuente escrita más antigua no es necesariamente la que narra con mayor fidelidad el mito, puede implementarse en el hecho de que el puzzle, como abstracto psíquico, encuentra en las sucesivas tecnologías una cada vez más exacta definición de sí mismo. En palabras de A. J. Greimas: “No sólo no existe un texto que sea la realización perfecta de un género sino que, además, en cuanto organización acrónica, el género es lógicamente anterior a toda manifestación textual”. Que el digital y la aleatoriedad de su condición catapulten este orden estructural al omniabarcante ámbito del transmedia, fenómeno comunicacional concebido, efectivamente, como puzzle mediático, nos dice mucho sobre el compromiso de nuestra percepción amplia de los relatos con la no-linealidad del puzzle. A fin de cuentas su gramática es la de una dialéctica entre significantes; una dialéctica que, como supo ver en los años sesenta un Lacan fascinado por la cibernética, es la misma que comporta la estructura lingüística de la por entonces naciente informática.
Hay 0 Comentarios