¿No sería estupendo, aunque fuera por un rato, poseer las innatas capacidades deductivas de Sherlock Holmes? ¿O cantar con los registros vocales, talento musical y capacidad de interpretación de Freddy Mercury? ¿A qué tío no le gustaría tener el físico de Hugh Jackman? No sé a vosotros, pero a mí me encantaría, y si puede ser, me quedaría con un poco de todo, algo así como un súper detective musculoso mega inteligente que sorprende a sus amigos (y no tan amigos) con unas dotes insospechadas para la canción. ¡Sería genial! Pues sólo existen dos opciones para, con mucha suerte, poder conseguirlo: o naces o te haces. El esfuerzo, el aprendizaje y el desarrollo de tus propias habilidades son la única posibilidad (aunque sea ridículamente remota) para los que no tenemos la fortuna de haber nacido con ningún talento sobresaliente o cuasi alienígena.
Es incuestionable, además, la satisfacción que supone el logro de objetivos complejos a través del propio esfuerzo y dedicación, más allá de los propios beneficios que la consecución de estos objetivos pueda traernos. Porque aunque sea tentador el acercar la mano a cualquier araña radioactiva que ves por la calle, con la esperanza de adquirir poderes “por la patilla”, son más enriquecedores y satisfactorios el crecimiento progresivo, la resolución de conflictos, la asunción y superación de desafíos y, en definitiva, el ver cómo no sólo nos convertimos en una versión mejor de nosotros mismos, sino que además lo estamos haciendo gracias a nuestra perseverancia, esfuerzo, sudor y lágrimas. ¿Qué pasa? Pues que muchas veces o no tenemos esa constancia y determinación, o los resultados no son los esperados, nos falta capacidad o recursos, o directamente no contamos con una variable fundamental para poder emprender cualquier proceso de crecimiento o aprendizaje: el tiempo.
Es ahí donde el videojuego se comporta como un acelerador. Se introducen mecánicas (destrezas, power-ups, información de mapas y sobre todo, el ensayo—error…) que posibilitan la mejora y aprendizaje de aptitudes, destrezas o técnicas (se me viene a la mente, por ejemplo, la saga Prototype). En este sentido, la progresiva “narratización” del juego y la búsqueda, a veces ridícula, de la verosimilitud en las historias ha propiciado que los personajes adquieran sus habilidades o poderes de manera escalonada. En otras ocasiones, es una inteligente e inmejorable manera de que el jugador asuma los controles, claves y consignas alrededor de los cuales girarán las principales mecánicas del juego. En definitiva, el juego es, por encima de todo, un proceso de enseñanza aprendizaje en el que tenemos todo el tiempo del mundo, aunque nos queden pocas vidas.
Seguramente que en alguna ocasión, si estás leyendo este blog, has utilizado en tu día a día la metáfora “voy a guardar partida”, en alguna situación comprometida o delicada, bien antes de enfrentarte a ella, bien una vez superada. Es el sueño de la inmortalidad, la vieja gloria anhelada por los seres humanos, la aspiración de ser dioses. No sólo la inquietud y la curiosidad mueve a la necesidad del conocimiento, es fundamentalmente el instinto de supervivencia, el irrefrenable deseo de saber qué me espera tras esa esquina, al cruzar esa puerta, al marcar este número de teléfono… y cómo podemos beneficiarnos de esa información para conseguir blindarnos frente a nuestra propia extinción.
Como antes decíamos, el aprendizaje es el proceso vertebrador del juego. Y en el videojuego la obsesión inmersiva nos ha llevado a la representación de personajes o avatares que manejamos y que mueren, que matamos, que matan. ¿Cuántos reyes, reinas y caballos han muerto en la historia del ajedrez? ¿De qué sirvieron sus vidas, entregadas como títeres, si no fue precisamente para aprender, para mejorar, para crecer, para que los dioses que los manejamos subiéramos un escalón evolutivo dentro de esos pequeños simulacros de vida que son los juegos? ¿Y si dotamos a esos avatares de un nombre, de una historia, de una posibilidad? ¿Qué pasaría si no hubieran muerto?
Cada Sonic que salta con los brazos en alto manifiestamente dolorido tras caer sobre un arbusto de pinchos es un Sonic nuevo que desaparece. Cada Lemming que se inmola para abrir una esperanza a sus congéneres tenía su propia historia que contar, por mucho que el épico objetivo común final se alcanzara. Quizá hubiera sido un constructor, o habría abierto audazmente un paraguas para evitar una aparentemente inevitable caída. En cierto sentido, más allá de otras consideraciones históricas o sociológicas, no es extraño que la violencia sea parte sustancial del videojuego, en tanto en cuanto el videojuego despliega su discurso en términos de ensayo y error, de vida y de muerte, de matar y morir constantemente. Es sólo banalizando la muerte a través de la violencia absurda como podemos hacer soportable esta irreversible y recurrente visión de la muerte. Porque el temor a la muerte, a un mundo que se nos muestra ajeno y extraño es, como decía Heidegger, es el único y real significado del yo. Es, como en el videojuego, un ser que se manifiesta como posibilidad de ser.
Pero incluso por encima de la muerte, el videojuego es re-vida. Es revisitar con los mismos ojos del jugador lugares que el personaje o avatar ya ha frecuentado, pero que, inocente de él, ignora por completo. ¿Y si el avatar no lo ignorase? ¿Y si el avatar fuera perfectamente consciente de que está viviendo lo mismo una y otra vez? En ese momento el jugador y el avatar son ya lo mismo y es entonces cuando la interacción forzosamente pasa a ser relato contado, donde la interacción se convierte en historia. La historia de alguien que vivía en un videojuego.
Y esta historia nos la cuentan en Código Fuente (Duncan Jones, 2011), como en su momento nos la contaron en el ya unánime clásico Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993). En ambas, los personajes interpretados por Jake Gyllenhaal y Bill Murray, obviamente protagonistas manifiestos, se ponen la “piel de lemming” para enfrentarse una y otra vez a un destino que les condena a la muerte. Y nos encontramos con dos relatos diferentes de dos juegos, dos historias de dos avatares que fueron conscientes de que vivían y morían continuamente para aprender, para encontrar la llave bajo la alfombra, la frase adecuada para entrar en la fiesta, la información necesaria para avanzar, para adquirir destrezas que les permiten explorar su universo, con cortas vidas infinitas con las que explorar y aprender, desesperarse y amar, vivir y morir hasta encontrar la salida.
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