La primera vez que paseé por las calles de Hong Kong en un videojuego andaba tras la pista del mafioso Lan Di, asesino del padre del joven Ryo Hazuki, nombre que les sonará por la malograda franquicia Shenmue, cuyos rumores sobre un hipotético regreso nunca nos hartamos de leer. Las diferencias entre aquel Hong Kong, ambientado a finales de los 80, y el que proyecta Sleeping Dogs (United Front Games y Square Enix London, 2012) hacen justicia a la heterogeneidad y facilidad con que la ciudad-estado adapta sus escenarios a las exigencias de cada historia: la cara mística, ancestral, cercana de Shenmue II frente la imagen urbanista, contaminada, fría e impersonal de Sleeping Dogs, semilla de lo que en un futuro año 2052 veríamos en la obra "cyberpunk" Deus Ex, otro título que toma prestada la ambientación del tercer centro financiero más importante del mundo.
Pero si ya sabían algo de Hong Kong probablemente fuese a través del cine, pues la lista de videojuegos ambientados en esta pobladísima ciudad portuaria apenas araña aún la decena. Es posible que con solo citarles Operación dragón (Robert Clouse, 1973), Armas invencibles a.k.a. Police Story (Jackie Chan, 1985), El asesino (John Woo, 1989) o Juego sucio (Wai-keung Lau y Alan Mak, 2002) vayan sabiendo por dónde van los tiros. Precisamente esta última, filme que inspira el remake de Scorsese Infiltrados, es la obra que marca en buena medida el argumento de Sleeping Dogs. La historia de un policía jugando el doble papel de agente de la ley y criminal, cuya creciente inmersión en la tríada de los Sun On Yee nublará su percepción sobre las fronteras que dividen la ley y el crimen, la justicia y la lealtad, los amigos y los enemigos.
Concebido inicialmente como una continuación de la saga True Crime, Sleeping Dogs se plantea el reto de mudar el sistema de juego característico de Grand Theft Auto a las calles de Hong Kong. Lo hace un año antes del lanzamiento de la quinta entrega de la saga de Rockstar, tratando así de dar un golpe de autoridad en la mesa y llamar la atención de los fans del género sandbox. El resultado, visualmente correcto, conservador en lo jugable y algo desajustado en términos de IA, cumple con la principal promesa anunciada desde los primeros tráilers: una buena historia que avanza a hostiazo limpio.
Si, por cosas de la vida, nunca antes has sentido el penetrante olor a sangre y sudor inundando tus pulmones, después de haber vapuleado los huesos de una veintena de gánsteres en un sórdido callejón de algún barrio de mala muerte a altas horas de la noche (tú te lo pierdes), con Sleeping Dogs tendrás la oportunidad, te guste o no lo que veas. Porque, por fortuna para la verosimilitud de la ficción, las escenas no contemplan casi ningún tipo de censura en cuanto a definición gráfica del concepto de muerte. Si bien el nivel de dificultad del juego es bajo, este lo compensa con una serie de detalles que narran al jugador la gravedad de la situación en que se ve inmerso Wei Shen. Los combates cuerpo a cuerpo, básicamente lo mejor del juego, ofrecen crueles combos y llamativas formas de liquidar a los contrincantes aprovechando los elementos del entorno: capós de coches, contenedores, ganchos oxidados, máquinas trituradoras de hielo, brasas ardientes... Esto es posible gracias a un sistema que en general recuerda mucho al de Assassin's Creed, desde la posición de la cámara que permite tener una buena visión de los enemigos hasta el sistema de "contras" que se activa si pulsamos un botón concreto justo antes del ataque contrario.
Todo ello deja tras de sí una bonita combinación de tonos bermellón en la ropa y en las partes del cuerpo de Wei Shen infladas a golpes, que sirven para algo más que guiñar un ojo a esos héroes de acción del cine asiático que acaban la película hechos puré: recuerdan al jugador las consecuencias de sus actos. De repente, no estás simplemente matando a muñecos virtuales, sino a seres humanos. Tu aspecto te delata. Llevas encima la sangre de los caídos por tus puñetazos y, por primera vez, sientes algo desconocido en un videojuego: la necesidad de llegar a casa, abrir el grifo del baño, sumergir la cabeza en agua fría (notar cómo las sienes te retumban) y tratar desesperadamente de borrar esas condenadas manchas del traje. Solo así, quizá, y solo quizá, remitan las pesadillas que cada mañana te despiertan en la soledad de tu lujoso apartamento pagado por la policía de Hong Kong.
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