Si algo debemos echar en cara a la política, es haber apartado al pueblo de la democracia y haberla convertido en una escenificación programada, rígida, fría y automática.
Durante años el sistema ha comprado el voto con promesas cada vez más materiales e inmediatas, y ha confundido a la sociedad para que entendiera su compromiso como delegación, no como participación.
De este modo todo el mundo estaba aparentemente contento, la política gestionaba una época de bonanza a favor de “poderes extraterrenales”, y la sociedad recibía su precio a través de la medidas pustas en marcha a demanda de determinados grupos y necesidades. No había relación, ni interacción, ni continuidad entre la ciudadanía y quien luego debía gestionar sus vidas. Sólo promesas y salarios.
Bajo este esquema los Gobiernos y los representantes han servido más a sus propios partidos e intereses que al pueblo, que estaba de vacaciones democráticas en su lugar de retiro diario.
La organización del modelo era propia de una estructura de poder donde en apariencia todo el mundo salía beneficiado, pero en realidad, mientras que los elementos que decidían e influían salían reforzados de este proceso, quienes cedían su presencia en la delegación cada vez quedaban más debilitados.
La crisis ha sido una voladura controlada de los restos que aún quedaban del “estado del bienestar” para consolidar este modelo, no para modificarlo, y así establecer en plantilla una asignación de funciones clara y definida a cada uno de los elementos del juego basada en la desigualdad y en el status. De este modo, el poder queda por encima de las nubes del día a día, la política se sitúa en la parte intermedia como brazo ejecutor, y el pueblo, como siempre, a ras de suelo y atrapado por el barro de las circunstancias y la amenaza de que todo puede ser peor.
No deja de ser significativo que al final de todo este proceso la idea que predomina es que la izquierda es peligrosa y conduce a derivas críticas, cuando todo ha surgido desde posiciones bajo el modelo ultraneoliberal de la derecha. Lo inaceptable en democracia es vivir por debajo de las posibilidades de participación, no por encima de los bienes materiales, pero eso se silencia para buscar la culpa redentora y dejar a la sociedad en los márgenes de la decisión y en la estación de servicio de la pasividad.
Con lo que no contaba esta estrategia era con el despertar del pueblo, con ese salir del coma inducido al que fue sometido, es cierto que su despertar se ha debido más al inmenso ruido que han hecho los platos rotos de la crisis, que a una toma de conciencia sobre la realidad de la situación y su significado. Quizás por eso determinados medios de comunicación liberan el gas tóxico de la desinformación a diario como si fuera un gas sarín, pero ni así logran ya adormecer a la sociedad.
La distancia a la política, esa llamada desafección, no es de ahora. Ahora se ha tomado conciencia de lo lejos que se había situado la política de la sociedad, y es ahora cuando se debe comenzar un cambio que lleve a una mayor participación y compromiso del pueblo como responsable democrático. Y eso exige mirar por lo común y por la convivencia, lo cual implica tener un modelo, puesto que no todo es posible, ni todo lo posible es factible de manera simultánea. Sólo desde un modelo podremos progresar, lo demás será vegetar.
Y para ello hace falta compromiso y generosidad, se acabaron los lunes al sol y la resignación del amanecer “que no es poco”. Siempre hay que tener en cuenta las circunstancias de los demás, pero quien marca los días y las noches en democracia será la acción del pueblo, no el reloj ni el péndulo del poder. Ello no significa que todo tenga que hacerse por consenso, pero sí considerar las diferentes circunstancias de la realidad y las distintas necesidades y demandas para que la política no se un arma arrojadiza, y que sea la libertad y la responsabilidad las que guíen las decisiones de la sociedad, no la prohibición y la imposición.
Amanecer es poquísimo, es lo mínimo, lo obligado, la condición para todo lo demás… Por dónde salga el sol de la política y hacia dónde dirija su luz no es una cuestión de astros, sino de decisión a través de la participación ciudadana.
Hoy, 8-11-2013, se cumplen 100 años del nacimiento de Albert Camus, y creo que las palabras que pronunció al recoger el Premio Nobel en 1957 son perfectamente aplicables a nuestro tiempo. Dijo Camus:
“Cada generación , sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizá sea aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan las revoluciones frustradas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; cuando poderes mediocres pueden destruirlo todo, pero ya no saben convencer; cuando la inteligencia se ha rebajado hasta convertirse en criada del odio y la opresión, esta generación ha tenido en sí misma y alrededor de sí misma, que restaurar, a partir de sus negaciones, un poco de lo que hace digno el vivir y el morir”
Desde aquella mitad del siglo XX, en poco más de 50 años hemos sido capaces de volver a crear esos dioses, ideologías y poder que Camus decía acabados… pero al igual que entonces no hemos sabido hacer una revolución, por supuesto pacífica, pero revolución. Todo ello nos dice que este amanecer de la crisis que ya alumbran algunos sólo será el comienzo de un nuevo ocaso… salvo que hagamos algo por evitarlo.
De momento, como la generación de Albert Camus, debemos evitar que deshagan lo que queda del mundo que nos hemos dado para convivir, y justo después debemos recoger su testigo para rehacer un mundo más justo, igualitario y pacífico… Es nuestra responsabilidad.
Hay 0 Comentarios