Ayuda al Estudiante

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El ecosistema educativo tiene un triángulo esencial: estudiantes, padres y profesores. Lo demás es contexto. Si este se sitúa en el centro de gravedad, algo va mal. Los análisis sobre educación tienen un peligro casi invisible: la paralización fascinada por lo mal que estamos. Descalificar sin analizar es injusto y analizar sin proponer alternativas, estéril. Así que el propósito de este blog es claro: ayudar a estudiantes, padres y profesores a encontrar alternativas de mejora.

Al enseñar, proyectaba en los discípulos lo mejor de sí mismo

Por: | 18 de julio de 2013

Post número 3 de la serie El mejor profesor de mi vida, escrita por los lectores del blog como homenaje a la profesión docente.

 

Autor invitado: JUAN FRANCISCO MARTÍN DEL CASTILLO (Las Palmas de Gran Canaria)

Vi por primera vez a don Antonio de Béthencourt Massieu a principios de la década de los noventa. Ya estaba en la última etapa de su vida laboral, que no académica. Precisamente, lo académico fue lo que nos unió desde aquel instante. Era una persona entrañable, y sigue siéndolo, que causa admiración por la jovialidad y cercanía de su carácter, no menos que respeto y consideración por su trayectoria profesional.

El motivo de mi aproximación hacia su persona estaba derivado de la necesidad acuciante que tenía por encontrar a alguien que pudiera admitir mis proyectos de investigación, sellados por el común deseo de trabajar por el conocimiento y difusión del desarrollo científico-técnico de las Islas Canarias a lo largo de la historia, como algo viable, tanto que no dudase en ofrecerse a dirigir la futura tesis doctoral que habría de girar sobre alguno de estos temas, casi daba igual el elegido, puesto que, en aquellos momentos, todos me parecían idénticamente importantes.

Pensar que un licenciado en Filosofía Pura pudiera inscribirse en los cursos de doctorado de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria no dejaba de causar extrañeza, aunque lo permitiese un reciente decreto gubernamental que conciliaba las áreas de conocimiento, por dispares que fueran las titulaciones de origen, con el claro interés de constituirse en revulsivo directo de las líneas de investigación departamentales, ya por aquel tiempo un tanto anquilosadas, habida cuenta de que el sector investigador adolecía de cierta frescura en los intérpretes como también en las temáticas.

No estaba seguro de que mi formación inicial, ni siquiera la apuesta personal por el área de la Historia de la Ciencia y la Técnica, supusieran un factor de acercamiento o, quizás, más bien todo lo contrario. Las aulas superiores del centro asociado de la UNED, en la capital grancanaria, fueron el improvisado escenario en el cual se produjo el breve intercambio de ideas y comentarios, al modo de las particulares entrevistas que se realizan en el medio académico anglosajón, donde se habla de lo divino y de lo humano, y que, hasta la fecha, y sin la menor de las dudas, ha sido el encuentro más fructífero, en el plano intelectual, que haya podido mantener.

He tenido profesores, en las diferentes etapas de enseñanza, que han dispuesto de su cuota de importancia en lo que es la evolución de la persona y los intereses académicos, hasta incluso en aspectos tan triviales, y a la vez tan indelebles, como la presentación ante los demás, la entonación de los discursos, o los planteamientos ideológicos y su posible defensa ante los interlocutores, por no decir los guiños o manías heredados, e incorporados, consciente o inadvertidamente, a la conducta de uno y que avisan de nuestra estancia en un lugar determinado, casi como el recuerdo de la tarjeta de visita que llevamos en el bolsillo de aquel individuo que conocimos no se sabe dónde ni por qué.

Cada docente deja su peculiar marca sobre aquellos que fueron su responsabilidad profesional, aunque para algunos esa huella no deja íntimo rastro al pasar de los años. Esto es, justamente, lo que diferencia a unos de otros, a los que transmitieron algo, no sé bien qué, más allá de lo puramente disciplinar, a los que legaron un cúmulo de conocimientos y un poso de sabiduría, que no es lo mismo por cierto, que sirvieron para edificar lo que hoy somos.

Mi maestra Gloria, doña Gloria, en la Enseñanza General Básica, tan tierna como eficaz en la contención de las conductas reprobables, de la cual guardo un magnífico recuerdo, más grande cuanto más se ensancha el tiempo. Y mi profesor de Matemáticas, y el de tantos otros compañeros, llamado don Teodoro, excelente en su profesión, tanto como recto en su comportamiento humano. De él, tengo la impresión de que, al carecer de hijos biológicos, la caterva de pequeños atolondrados que tenía sentada ante su mesa era la prole que cada nuevo curso le regalaba la providencia. Desgraciadamente, como la primera, ya ha desaparecido. Espero que si en algún lugar se velan sus almas, al menos que su recuerdo y la gratificante experiencia vivida junto a ellos obre el milagro de que sus principios y la bondad de lo que es la genuina enseñanza revivan en los que tuvimos el privilegio de compartir el espacio educativo.

La educación, en los prolegómenos de lo que es la democracia española actualmente, era muy distinta a lo que se entiende y experimenta en estos días. La preocupación por la disciplina, o por el aprovechamiento académico, no eran conocidos, o, al menos, como lo son hoy. Nadie discute que tales extremos, el escaso progreso intelectual y la indisciplinada actitud, imponen su indeseable marchamo a la tarea docente, como tampoco es objeto de discusión que los conocimientos adquiridos en otras épocas, por cerriles o retrógrados que nos puedan parecer a estas alturas, obtenían un éxito inesperado en el sofoco de determinadas conductas que tan habituales son en nuestras aulas que ya pocos se imaginan las alternantes.

Este era el bagaje vivencial que, en aquella primera visita a don Antonio de Béthencourt Massieu, pervivía en mí. Por aquel entonces, comenzaba mi actividad pedagógica, recién concluida la etapa de preparación en la disciplina filosófica, ilusionado, a la par que receloso por las inquietantes noticias que llegaban sobre un nuevo modelo educativo a implantar en la secundaria.

Estaba urdiéndose la LOGSE, pero esa es otra historia que tarde o temprano se escribirá. La palabra que mejor definía las expectativas de que don Antonio aceptase mi propuesta acerca de dirigir el proyecto de investigación que exhibía ante sus ojos era la duda. Dudas, en plural.

Duda porque nos separaba un mundo de pequeñas cosas, tanto en lo humano como en lo personal, y hasta en lo ideológico.

Duda porque, como individuo formado en el positivismo historicista de finales de los cuarenta en una universidad muy distinta a la presente, no sabía si lo que le sugería era de su pleno gusto intelectual.

Duda en la empresa intelectual, ya que los antecedentes en hacer esfuerzos por transitar por la Historia de la Ciencia y de la Técnica en el archipiélago canario habían recibido duros varapalos en el medio historiográfico, cuando no la más absoluta incomprensión.

Duda por si todo lo relacionado no fuera a ser el particular pretexto para la quiebra de una voluntad, la mía, sometida al severo examen de una personalidad consagrada en las aulas universitarias.

Sin embargo, todo se despejó en apenas momentos, pues la breve conversación, así como la imperecedera complicidad surgida de aquel tête à tête, hizo caer en el olvido las prevenciones que oscurecían mi pensamiento.

Las dudas, aludidas anteriormente, han terminado por perfilar la talla de la verdadera esencia de un maestro.

Un individuo capaz de enseñar, de proyectar sobre sus discípulos lo mejor de sí mismo y de avizorar, en el interior de las personas, el germen de una vocación. Lo que la naturaleza separa, como son las edades, las costumbres o los hábitos y modos de épocas distintas, ya que no es idéntica sensación la que aprecia un adulto añoso que la que pueda destilar un imberbe, es salvado por el interés y la atención del buen pedagogo.

Lo que distancia, en el sentido intelectual, a un estudiante de su maestro no tiene por qué ahogar la capacidad de empatía y comprensión del segundo hacia el primero; antes bien, debería servir al noble propósito de la continua renovación de los ideales de progreso y acicate en la procura del conocimiento. El que uno defienda el negro como mejor color para la vestimenta, y el otro el verde, no tiene mayor conflicto que el ocasionado por el diferente punto de vista, puesto que ambos coinciden en la naturalidad de ir vestidos.

El que, por fin, la suma de años del maestro parezca invalidar su predisposición a la tolerancia hacia nuevos proyectos, insospechados a su manera de entender las cosas, no significa que, en la realidad, haya de producirse semejante desencuentro. La espontaneidad de los comentarios del maestro, no menos que la agudeza de sus observaciones, me disuadieron de cualquier posible objeción al respecto.

Lo extraño, y lo confieso en la distancia, es que el recelo que esclavizaba mi entendimiento era de una dimensión inversamente proporcional a la apertura de miras de aquel hombrecillo, cuya valía apenas vislumbraba entre el intrincado ovillo de sensaciones que me atenazaba.

Los lustros han pasado, el tiempo ha hecho efecto sobre el cuerpo y la mente y, sin embargo, mi gratitud hacia el maestro, no sólo no ha menguado, sino que ha crecido hasta convertirse en un compromiso.

Es el mismo compromiso que renuevo, día a día, con mis propios alumnos, a los que deseo saber entender como aquel otro me comprendió a mí, y por insalvables que aparenten las distancias entre ellos y yo, siempre tendré presente lo que maravillosamente me ocurrió a principios de los noventa, cuando el punk hacía furor, la movida comenzaba a decaer y la enseñanza se aventuraba en una durísima travesía que hoy todavía perdura.

Gracias, don Antonio.

 

 

Nota sobre la serie El mejor profesor de mi vida

La idea de pedir la participación de los lectores para publicar esta serie surgió a finales de abril, cuando estaba retocando precisamente el post El mejor profesor de mi vida. La primera selección de testimonios de los lectores de este blog es muy emocionante. Comenzó a publicarse el pasado 4 de julio (con El milagro de Miss Phillips con la Historia) y continuará publicándose hasta primeros de septiembre.

Sería estupendo que siguieran llegando textos y fuéramos capaces de establecer un día fijo para publicar esos testimonios más adelante. Por eso animo a todos los lectores, y también a los jóvenes que aún están a diario en el aula, a enviarme sus textos.

Las normas son muy simples:

- Identificar al autor y al profesor con nombres y apellidos.

- Extensión: 500-1.000 palabras.

- Ubicación: ciudad actual del autor y ciudad en la que se produjo el encuentro con el profesor.

Espero nuevos testimonios. Creo que el reconocimiento a los grandes profesores es nuestra deuda moral como estudiantes y nos ennoblece como sociedad. Que falta nos hace.


 

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Sobre el autor

Carlos Arroyo

ha navegado profesionalmente entre las cuatro paredes de un aula, la redacción de EL PAÍS y la dirección del Instituto Universitario de Posgrado. Esa travesía le ha convencido de que educar bien a los hijos es saldar buena parte de la deuda con la vida. Es autor de Libro de Estilo Universitario y diversos libros de ayuda al estudiante.

Web: www.ayudaalestudiante.com
Correo: [email protected]

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