Post número 4 de la serie El mejor profesor de mi vida, escrita por los lectores del blog como homenaje a la profesión docente.
Autor invitado: JUAN IGNACIO INTXAUSTI SAGASTI (Amorebieta-Etxano, Vizcaya)
Nota preliminar
El protagonista de este artículo, el arquitecto Javier Carvajal Ferrer, falleció el pasado 12 de junio, a los 87 años, con posterioridad a la redacción del texto. Sirva de homenaje de uno de sus discípulos a su extraordinaria figura profesional y docente.
El 8 de noviembre de 2012, el Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España otorgó por unanimidad del jurado la Medalla de Oro de la Arquitectura 2012, al arquitecto D. Javier Carvajal Ferrer (Barcelona, 1926).
La candidatura fue propuesta por el Colegio de Arquitectos Vasco-navarro. La trayectoria profesional de D. Javier Carvajal, a quien de ser inglés, habrían dado como mínimo el título de Sir, se extiende a lo largo de cinco décadas, y ha recibido varios premios nacionales e internacionales, entre otros la Medalla de Oro a la Mejor Arquitectura Extranjera en Nueva York, concedida en 1964 por el Instituto de Arquitectos Americanos; el Primer Premio del Colegio Nacional de Arquitectos de los EE UU, otorgado al año siguiente; el premio Fritz Schumacher a la mejor arquitectura europea, concedido en 1968 por la Universidad de Hannover; el premio a la Mejor Arquitectura de Madrid concedido en 1980 por el Colegio de Arquitectos de Madrid, y el Premio de Arquitectura Antonio Camuñas, en el 2002.
Asimismo, obtuvo la Cátedra de Proyectos, y la impartió con intensidad en las Escuelas de Arquitectura de Barcelona, Madrid y Pamplona. Sus logros en el campo de la Arquitectura se citan profusamente en otros artículos, por lo que este texto recoge la reflexión elaborada sobre su entrega académica que su dedicación tuvo sobre quienes fuimos sus alumnos.
Le Corbusier, el arquitecto cuyo legado construido, teórico y social fue el más influyente del siglo XX, afirmaba que un arquitecto sólo puede trabajar seriamente a partir de los cincuenta años. De tener razón en ello, y ya que esa era la edad que D. Javier Carvajal tenía cuando llegó a Pamplona, para dar clase de Proyectos en la Escuela de Arquitectura de Navarra, puedo entender que fuese tal seriedad la que avaló su dedicación apasionada a la formación de sus alumnos. Seriedad que se unía a la muy solida cultura que poseía y a una obra construida que ya entonces le caracterizaba entre otros arquitectos contemporáneos por su madurez y por la gran cohesión que mostraba en su ejecución. Era este vinculo entre cultura, cohesión de obra construida y pasión educativa, lo que nos impresionó como alumnos, y la razón por la que generó en nosotros la enorme admiración que mantenemos, desde entonces, por su persona.
En aquella época, la década de los ochenta, el panorama ideológico de la arquitectura se debatía entre las corrientes abstractas y los ismos que irradiaban los altares de la plástica, altares donde coexistían la Tendenza italiana, el Utopismo futurista de Archigram, el Posmodernismo, o el exquisito Neo Racionalismo de The Five Architects, y resultaba muy tentador para un alumno indagar en cada uno de ellos, resolviendo un proyecto en un estilo, y cambiando a otro para el siguiente.
Ante ello, la actitud de Javier Carvajal, era la de instruirnos en que cada proyecto constituía una unidad completa que debía trabajarse siempre a su escala, resolviendo su programa hasta tener la solución óptima, que era la mejor de todas las posibles, y que ello debía hacerse sin recetas ni formulas de estilo, porque su uso mimético coaccionaría la reflexión y nos impediría elaborar las soluciones adecuadas que cada proyecto requería. Recurrir a un método, no era sólo adoptar una imagen, sino que nos exigía previamente analizar sus fundamentos para poder construir con ellos un proyecto coherente.
“Ser Arquitecto, supone ser coherente”. Era su mensaje. Y sus alumnos comenzábamos a trabajar con la voluntad de construir obras coherentes y precisas, dotadas de programas resueltos y contornos definidos. A pensar la arquitectura, y a tallarla con paciencia entre las volutas del cerebro, las líneas del tablero, y la materia constructiva, hasta sacarla con su dimensión y forma justa.
Aprendimos que el proyecto no es fruto de la sola inspiración, ni de una idea feliz o del azar, sino que es el resultado de un trabajo intenso y preciso, siempre muy duro, hecho de conocimiento, análisis, reflexión, y de una paciente maduración. Un trabajo que carece de atajos y en el que se debe tener la voluntad firme y los ojos abiertos para captar la variedad y el alcance de los problemas que se deben resolver. Aprender a ver, y hacerlo con una mirada que sepa registrar los condicionantes y analizarlos, para darles respuesta al convertirlos en forma, dimensión, escala, materia, color y luz.
Es una enseñanza que sigue vigente en nuestro trabajo, porque los valores que aprendimos con él durante aquellos años intensos de maduración en las aulas y en el taller, se materializaron en nuestro interior, integrándose como una visera más de nuestro ser biológico, tan propia y natural como lo son también la sangre o el corazón, elementos primordiales que no se sustituyen fácilmente, como ya ha dado ejemplo Sir Javier con su actitud, su trabajo maduro, sosegado y coherente en unos tiempos convulsos donde en arquitectura, se han visto casos tan manifiestos de estrellato, servilismos desaforados e identidades reversibles.
Nota sobre la serie El mejor profesor de mi vida
La idea de pedir la participación de los lectores para publicar esta serie surgió a finales de abril, cuando estaba retocando precisamente el post El mejor profesor de mi vida. La primera selección de testimonios de los lectores de este blog es muy emocionante. Comenzó a publicarse el pasado 4 de julio (con El milagro de Miss Phillips con la Historia) y continuará publicándose hasta primeros de septiembre.
Sería estupendo que siguieran llegando textos y fuéramos capaces de establecer un día fijo para publicar esos testimonios más adelante. Por eso animo a todos los lectores, y también a los jóvenes que aún están a diario en el aula, a enviarme sus textos.
Las normas son muy simples:
- Identificar al autor y al profesor con nombres y apellidos.
- Extensión: 500-1.000 palabras.
- Ubicación: ciudad actual del autor y ciudad en la que se produjo el encuentro con el profesor.
Espero nuevos testimonios. Creo que el reconocimiento a los grandes profesores es nuestra deuda moral como estudiantes y nos ennoblece como sociedad. Que falta nos hace.
Hay 0 Comentarios